LAS CONTINUACIONES TEMPRANAS DEL QUIJOTE
Discurso de incorporación a la Academia Costarricense de la Lengua, 31 de mayo de 2007
Señor Presidente de la Academia Costarricense de la Lengua y respetado maestro don Alberto Cañas Escalante,
Señoras y señores miembros de la Academia,
Señora Primera Vicepresidenta de la República,
Señor Ministro a. i. de Relaciones Exteriores y Culto,
Excelentísimos señores Embajadores,
Queridos amigos,
Quisiera iniciar mis palabras con una efusiva expresión de agradecimiento a los señores Académicos por haberme otorgado el singular honor de recibirme entre ustedes, y muy especialmente a don Alberto Cañas por concederme la distinción tan significativa de responder mi exposición de esta noche.
Les agradezco también profundamente a todos ustedes por acompañarme hoy, y la amistad con que me han distinguido a lo largo de los años. Hago extensivos estos sentimientos a quienes, por diversas razones, no han podido estar físicamente presentes aquí, pero ocupan un lugar especial en la comunidad de mi sangre y mis afectos. Y quiero dejar constancia también de mi emocionada gratitud para con la Excelentísima señora Embajadora de México y los funcionarios de su misión por su hospitalidad y por su generosidad, unidas a la de la Embajadora Isabel Montero y mis compañeros de la Cancillería.
Aquí, en las otrora tierras de ese Quijote tico-portugués que fue Don Antonio Pinto y hoy sitial de la Casa de México, les pido ahora armarse de paciencia para escucharme hablar, una vez más, de un tema relacionado con mi perenne e inevitable chifladura, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Recuerdo que cuando leí por primera vez la obra de Cervantes en mi antediluviana infancia, a mediados del siglo pasado, me supo mal que terminara, que no hubiese más aventuras de Don Quijote y Sancho. Sin embargo, años más tarde me encontré con que, para obsequiar idénticos sentimientos de otros lectores, ciertos escritores de los siglos XVII y XVIII habían intentado proseguir la inmortal novela. Mi exposición de esta noche está dedicada a tales empeños, a las continuaciones tempranas del Quijote. Pero antes quisiera exponer algunas ideas sobre el género literario que inspiró la obra de Cervantes, y cuya lectura también he disfrutado mucho, se me haya o no secado el cerebro: los libros de caballerías.
El Quijote y los libros de caballerías
El Quijote, cuya primera parte apareció en 1605, fue escrito, según expresa y reiterada manifestación de Cervantes, como una parodia de los libros de caballerías, que habían hecho las delicias de infinidad de españoles durante el siglo XVI. Y aunque la obra cervantina es muchísimo más que una mera burla de tales libros, éstos aparecen reflejados en múltiples pasajes, y algunas de las más celebradas aventuras de Don Quijote son versiones paródicas de hazañas de sus héroes, como Amadís de Gaula, Lisuarte de Grecia o el Caballero del Febo.
Los libros de caballerías fueron uno de los géneros más populares de la literatura española del siglo XVI. Entre sus antecedentes encontramos obras francesas, traducidas más o menos libremente al español, que relataban hazañas atribuidas a los caballeros del rey Arturo y del emperador Carlomagno. Sin embargo, el más famoso libro de caballerías español de épocas tempranas, Amadís de Gaula, no pertenecía al ciclo artúrico ni al carolingio, sino que narraba las aventuras de un héroe enteramente independiente de aquéllos, hijo furtivo de un rey galés y de una princesa bretona. Los textos originales de los tres libros del Amadís, cuyo autor se desconoce (incluso se ha discutido si fueron escritos en español, portugués u otra lengua) y que parecen datar del siglo XIV, tuvieron al principio una difusión restringida, ya que naturalmente solo circularon en forma manuscrita. Sin embargo, cuando apareció la imprenta, que fue para la gente del Renacimiento algo así como el internet en nuestros días, la obra alcanzó un éxito clamoroso, favorecido por el hecho de que un regidor de Medina del Campo, Garci Rodríguez de Montalvo, preparó a fines del siglo XV una versión “modernizada”. Como no se dispone de la obra primigenia, no se sabe cuánto del Amadís “moderno” se debe a Montalvo, que parece haber modificado episodios y circunstancias a su gusto y sabor. Lo que sí parece indiscutible es que el refundidor le añadió a la obra un libro cuarto de su cosecha, y es muy posible que también cambiara sustancialmente el argumento para darle lo que llamaríamos “un final feliz” [1].
Entre 1508 y 1587 el Amadís refundido tuvo un elevado número de ediciones, y también sirvió de inspiración para muchos libros que narraban las hazañas de otros caballeros ficticios: Palmerín de Olivia, Floriseo, Clarián de Landanís, Florambel de Lucea, Lidamor de Escocia, Cirongilio de Tracia, Belianís de GreciaΓǪ Al mismo tiempo, los ciclos artúrico y carolingio aumentaban su popularidad y su tamaño, con nuevas obras y traducciones. Para comienzos del siglo XVII se había publicado en España alrededor de un centenar de libros de caballerías, y los más exitosos habían sido reimpresos en múltiples oportunidades; además, varios permanecían inéditos. En el género también habían surgido nuevas variantes, entre los que cabe destacar los poemas caballerescos, las traducciones de nuevas obras extranjeras, principalmente italianas y los curiosos libros de caballerías a lo divino, que incluían alegorías morales o contaban la historia sagrada al estilo caballeresco, presentando por ejemplo a Nuestro Señor Jesucristo y a los apóstoles como caballeros andantes.
Los libros de caballerías y las telenovelas
En otro texto [2] me he referido a los paralelismos que existen, a mi juicio, entre los libros de caballerías españoles del siglo XVI y las telenovelas o culebrones de nuestros días, tan populares y superficiales como lo fueron aquéllos, e igualmente saturadas de estereotipos, lugares comunes y episodios inverosímiles.
Con personajes acartonados 'héroes de tiempo completo y villanos malos porque sí-, argumentos simplistas, situaciones repetidas hasta el cansancio y una calidad literaria no demasiado elevada, los libros de caballerías tuvieron, como las telenovelas, un rotundo éxito. Buena parte de él es atribuible precisamente al hecho de que constituían un género ligero y sin excesivas pretensiones literarias, cuyos lectores tampoco se caracterizaban por un elevado nivel educativo ni un especial sentido crítico. No es de extrañar, por consiguiente, que los autores de estos libros habitualmente no se preocupasen gran cosa si incurrían en inexactitudes históricas, geográficas o de otra índole [3]. Sin embargo, tampoco a los lectores cultos del género 'que también los había, y en número quizá más elevado de lo que podría suponerse- les inquietaban demasiado esos detalles: veían en los libros de caballerías obras de mero pasatiempo, que no iban a contribuir particularmente a la formación de nadie, pero que podían ofrecer solaz y entretenimiento sin exigir grandes esfuerzos mentales. Muchas figuras de primera línea de la historia y las letras españolas 'y estoy hablando de personas como Carlos V, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola y el propio Cervantes- fueron muy aficionados a los libros de caballerías, a pesar de las críticas que con frecuencia dedicaban al género los teólogos y los moralistas. Con las telenovelas ocurren fenómenos semejantes:
“El intelectual de altos vuelos, el académico, el científico y el político, rara vez admitirán en público que han dedicado tiempo a ver telenovelas y mucho menos que las han disfrutado. Pero muchos de ellos sin duda habrán visto alguna y habrán perdido agradablemente el tiempo con producciones como Rubí, Muchacha italiana, Mujer de madera, La Usurpadora, Yo soy Betty la fea, y con esa especie de apoteosis que fue El derecho de nacer, verdadero Amadís de las telenovelas.” [4]
Son conocidos los casos en que los espectadores de las telenovelas, especialmente si su nivel cultural no es demasiado alto, toman en serio lo que en ellas se presentan, ya sea para creer que el mundo real funciona así, o incluso para pensar que relatan sucesos verídicos. Algo parecido sucedía en el siglo XVI con los libros de caballerías: estos se presentaban al lector como obras históricas, a veces incluso con el apelativo de “crónica” o “historia”, y la gente ingenua o ignorante solía pensar que lo relatado en ellos había ocurrido efectivamente en años remotos de la historia de Grecia, Alemania, Inglaterra y otros países. Ese carácter pseudohistórico de los libros de caballerías, además de darles cierta respetabilidad, tenía otra importante consecuencia: siempre quedaba abierta la posibilidad de continuarlos.
Las continuaciones y la pretendida historicidad de los libros de caballerías
El erudito cervantista y distinguido amigo Daniel Eisenberg, a cuyos escritos debo mucha de mi pasión por los libros de caballerías, indica que una de las características más típicas del libro de caballerías español es la de no acabarse jamás [5]. En efecto, un vistazo superficial a la mayoría de esos libros nos permite confirmar que habitualmente la acción se interrumpe de modo súbito y se anuncia que habrá una continuación. Esto respondía a la propia lógica del género: si los libros de caballerías pretendían estar narrando hechos históricos, sólo podían acabarse arbitrariamente, porque los acontecimientos de la historia no cesan, y resultaba natural que la acción prosiguiese en otra obra, con los hechos posteriores de los mismos protagonistas o de sus descendientes. Además, autores, impresores y libreros podían verse favorecidos si se dejaban abiertas las puertas a futuras continuaciones y, por supuesto, el lector que había simpatizado con ciertos personajes en la obra inicial quedaba con deseos de enterarse de los sucesos posteriores, independientemente de que considerase a los libros de caballerías como mero entretenimiento o les atribuyese carácter histórico, al estilo de Alonso Quijano. En cierta forma, en el género caballeresco era indispensable dejar abierta la posibilidad de futuras continuaciones e incluso introducir a última hora nuevos elementos, problemas o personajes, para preparar el libro siguiente [6].
La continuación no tenía necesariamente que provenir del mismo escritor; Hoy, debido a la existencia del concepto del plagio y a la institución de los derechos de autor, resultaría execrable e incluso ilegal que alguien, a la buena de Dios, decidiese hacer fortuna, por ejemplo, escribiendo continuaciones de las obras de autores renombrados como Gabriel García Márquez o Miguel Ángel Asturias, y nos ofreciese Doscientos años de soledad o El señor Vicepresidente, mediante el recurso de entrar a saco en personajes y episodios de la obra original. Pero en el Siglo de Oro eso era moneda común, como lo demuestran los ejemplos de la Celestina, el Lazarillo de Tormes y otras obras de las que hubo continuaciones para todos los gustos. Incluso se daba el caso de que para una misma obra hubiese dos continuadores distintos, que desarrollaran argumentos también diferentes [7].
La idea de las continuaciones apareció tempranamente en el libro de caballerías español y pronto se reflejó en la formación de ciclos o dinastías caballerescas que se prolongaban a lo largo de las generaciones. Ya indicamos que Rodríguez de Montalvo, refundidor del medieval Amadís de Gaula, añadió un cuarto libro a los tres de la obra original, cuya primera versión impresa conocida data de 1508. Sin embargo, no se quedó allí, porque además publicó otro libro independiente, el quinto de la serie, con las hazañas de Esplandián, hijo primogénito de Amadís. En 1510 apareció un libro sexto, Florisando, que narra las aventuras de un sobrino de Amadís y cuyo autor fue el clérigo sevillano Ruy Páez de Ribera, por cierto pariente cercano del gobernador de Costa Rica Perafán de Ribera. El célebre Palmerín de Olivia, cuya primera edición es de 1511, tuvo ya en 1512 un Libro segundo, con las aventuras de Primaleón, hijo de Palmerín. Por supuesto, tampoco faltó quien se ocupara de otros descendientes de Amadís y de Palmerín [8].
La existencia de continuaciones y su número son un indicio importante para determinar la popularidad alcanzada por un libro de caballerías y a veces también de un escritor. Los cervantistas conocen bien el nombre de Feliciano de Silva, el autor favorito de Don Quijote, que en la primera mitad del siglo XVI fue una especie de Corín Tellado de los libros de caballerías. Silva escribió cinco de los trece libros del ciclo de los Amadises, varios de los cuales figuraron entre los más populares y vendidos de la serie. Su caso es especialmente interesante, porque entre la primera y la última de sus obras caballerescas hay treinta y siete años de diferencia; es decir, que un exitoso autor juvenil de libros de caballerías todavía era aficionado a escribirlos en su madurez y casi podríamos decir que en su ancianidad, si recordamos que la expectativa de vida de entonces no era muy elevada y llegar a los sesenta años era como alcanzar hoy los noventa.
También se dio en los libros de caballerías el fenómeno de que la misma obra tuviera dos continuadores diferentes. Por ejemplo, el sétimo libro del ciclo amadisiano, el Lisuarte de Grecia, de Feliciano de Silva, es continuación del quinto, Esplandián, y no del sexto, Florisando. Esto creó cierta confusión, porque el siguiente escritor de la serie, Juan Díaz, pasó por alto la obra de Silva y en el octavo libro, también llamado Lisuarte de Grecia, continuó la acción donde la había dejado el sexto. Silva publicó entonces el noveno, como continuación del sétimo, es decir, de “su” Lisuarte de Grecia. Con los libros décimo y undécimo, Florisel de Niquea y Rogel de Grecia, no hubo dificultades, porque los dos eran obra del mismo Feliciano. Sin embargo, cuando otro escritor, Pedro de Luján, publicó en 1546 un duodécimo libro llamado Silves de la Selva, en 1546, Silva montó en cólera y reaccionó dando a la luz los dos tomos de la enorme Cuarta parte de Don Florisel de Niquea, que ignoraba la obra de Luján y continuaba la crónica amadisiana a partir del punto en que había finalizado el Rogel. Esas rivalidades se dieron también en otros ciclos caballerescos [9].
Las continuaciones en el cine y las telenovelas
En la cinematografía de nuestra época también está alcanzando notoria popularidad la idea de las continuaciones, como lo demuestran los ejemplos de Rocky, Rambo y Parque Jurásico, que no sé por cuál número de episodio van ya. El Padrino, de momento concluida con la muerte de Michael Corleone, dejó abierta en su tercer y último episodio la posibilidad de que en cualquier momento nos topemos en cartelera con la vida y milagros de su sobrino Vincenzo, heredero de su imperio gangsteril. La guerra de las galaxias, que pareció haberse agotado con tres filmes, descubrió en años recientes la variante de acumular episodios cuya acción trascurre en tiempos anteriores a los de la primera película. Ante este panorama, nadie se asombrará demasiado si el día de mañana aparece una producción cinematográfica contándonos lo que hacían los protagonistas de Titanic antes de embarcarse en el viaje fatal, o todos los detalles de la existencia posterior de los sobrevivientes de la catástrofe.
Las telenovelas, por supuesto, no han sido extrañas al fenómeno de las continuaciones, que desarrollaron tempranamente. Por ejemplo, allá por 1971, el éxito de la telenovela mexicana Muchacha italiana hizo que muy pronto surgiera una continuación, Muchacha italiana viene a casarse, en la que se volvía casi al principio de la historia, con base en el ingenuo recurso de decir que todo lo sucedido en la telenovela precedente había sido solo un sueño de la protagonista. Recientemente, la popularísima Betty la fea tuvo su continuación en Ecomoda, que por cierto fue un fiasco. En una versión reciente de Rubí, los productores, con más visión que los de 1968, se cuidaron de que la sensual y perversa protagonista tuviera esta vez una sobrina, Fernanda creo que se llama, para que tarde o temprano en otra telenovela resulte tan bella e inescrupulosa como su difunta tía. Y hasta hemos visto variantes de la misma novela hechas en países distintos, pero con argumento y personajes casi idénticos: las colombianas Café con aroma de mujer, Betty la fea y Pedro el Escamoso se han transformado en las mexicanas Destilando amor, La fea más bella y Yo amo a Juan el Querendón, cuyos espectadores las siguen fielmente aunque ya hayan visto la versión original y se sepan el cuento con pelos y señales, igual que los lectores de El Caballero del Febo podían entretenerse con El Caballero del Febo el Troyano, sin importarles que esta obra en gran medida fuese un plagio de aquella.
La primera parte del Quijote: un libro abierto a las continuaciones.
De conformidad con el estilo de los libros de caballerías y la moda general de su época, Cervantes concluyó la primera parte del Quijote dejando abierta la posibilidad de una continuación e incluso señalando algunos de sus elementos, como por ejemplo el hecho de que Don Quijote iba a efectuar una tercera salida y que en el transcurso de ésta participaría en unas justas en Zaragoza. Y aunque manifestó que quizá se animaría a sacar y buscar otras historias, es posible que no pensase en escribir él mismo la segunda parte, ya que cerró el texto de la primera sugiriendo que quizá otro autor cantaría con mejor pluma la nueva salida del caballero. El comentarista Clemencín dice que “ΓǪ quedaba en pie el argumento; pero lejos de ofrecerse Cervantes a continuarlo, dio a entender que lo abandonaba a quien quisiera proseguirlo.” [10]
Contrariamente a lo que habían supuesto algunos escritores de renombre, como Lope de Vega, el Quijote de 1605 fue un rotundo éxito de librería. Esto sin duda decidió a Cervantes a emprender la composición de la segunda parte, a pesar de lo expresado en la primera. No se dio, sin embargo, demasiada prisa: aunque no se sabe exactamente cuándo emprendió la redacción, sí hay motivos para suponer que en julio de 1614 la tarea aún no tenía visos de próximo acabamiento [11].
La primera continuación española: el Quijote de Fernández de Avellaneda.
Y justo en 1614 salió a la luz un Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, escrito por un tal licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas. Que un autor distinto de Cervantes escribiese una continuación de obra tan exitosa y popular como el Quijote era, como ya hemos indicado, algo perfectamente normal en la literatura de aquellos tiempos. En el prólogo incluso se citaban varios ejemplos conocidos de obras continuadas por autores distintos del primero [12]. Además, todavía el Quijote no era visto como un clásico, sino principalmente como un libro divertidísimo, por lo que la idea de continuarlo no debió parecer atrevida ni pretenciosa.
Lo que sí resultaba absolutamente desusado era el tono insultante con que el autor del libro se refería a Cervantes. Al contrario de lo que sucedía con otros continuadores, que implícita o expresamente proseguían una obra motivados por la admiración hacia el primer autor, el de este segundo tomo del Quijote expresaba sin ambages un rotundo desprecio por Cervantes, a quien motejaba de viejo, manco, envidioso y otras lindezas. Y para peores, no había tal licenciado Fernández de Avellaneda: el autor había publicado la obra “ΓǪencubriendo su nombre, fingiendo su patria como si hubiera hecho alguna traición de lesa majestad”. [13]
La identidad del autor de esta primera continuación del Quijote es aún uno de los grandes misterios de la literatura española. Cervantes no desenmascaró a su adversario, e incluso se ha planteado la duda de si llegó a conocer con certeza de quién se trataba. A lo largo de los siglos, los cervantistas han debatido largamente sobre el asunto, y han propuesto conjeturas para todos los gustos. Casi no hay escritor medianamente conocido de aquellos tiempos al que no se le haya atribuido la paternidad de la obra, e incluso hubo quien planteó la posibilidad de que Cervantes, en medio de un juego mental por demás excéntrico, hubiese escrito el Quijote de Avellaneda como medio de llamar la atención sobre el “verdadero” Quijote. En años recientes, las hipótesis que parecen mejor fundadas se dirigen a identificar al supuesto Avellaneda con el soldado aragonés Jerónimo de Pasamonte, pero las opiniones distan mucho de ser unánimes.
El Quijote de Avellaneda, cuyas páginas presentan al caballero como un loco violento y discursero que se olvida de Dulcinea, y a Sancho como un glotón estúpido, tuvo muy escaso éxito, entre otras cosas porque en 1615 apareció la segunda parte escrita por Cervantes, obra de calidad infinitamente superior. De hecho, el libro de Fernández de Avellaneda no volvió a ser impreso en España sino hasta 1732, y desde esa fecha hasta la primera mitad del siglo XX fue una curiosidad bibliográfica, denostada frecuentemente con los apelativos de falso Quijote y Quijote apócrifo. Como nos recuerda don Eugenio Rodríguez, hasta el célebre estadista costarricense don Ricardo Jiménez, para referirse cierta vez a frases que se le atribuían infundadamente, manifestó: “Sin ser Cervantes me salen de cuando en cuando AvellanedasΓǪcomo si no tuviera yo bastante con mis propias responsabilidades.” [14]
Por otra parte, generalmente quienes hoy leen el Quijote de Avellaneda lo hacen más por interés literario que por placer. Además, la inmensa mayoría de los estudios que se le han dedicado, y no son pocos, ponen el énfasis en tratar de identificar al autor y no en examinar la calidad literaria de la novela, que ciertamente no carece de ella.
Sin embargo, como sucede hoy con los libros de caballerías, cuyos escasos lectores llegan a ellos después de haber leído el Quijote y no al revés, es rarísimo que alguien lea la obra de Avellaneda sin haber leído previamente la segunda parte de Cervantes. Eso, inevitablemente, lleva a la comparación, y aunque la obra del fingido licenciado tenga cierto mérito, la diferencia con la de Cervantes es obviamente abismal. Entre los cervantistas solo se recuerda, y con cierto tono de burla, a algunos oscuros estudiosos del siglo XVIII que consideraron que la obra de Avellaneda era superior a la de Cervantes; para colmo, uno de estos fulanos, imitando a su celebrado autor, publicó sus comentarios con otro nombre [15].
No es del caso extenderse aquí sobre el argumento y las características del Quijote de Avellaneda, materia sobre la cual hoy existe copiosa bibliografía. Lo que sí cabe mencionar es que el supuesto licenciado, imitando lo hecho por Cervantes al final de su primera parte, dejó a sus dos protagonistas, Don Quijote y Sancho, gozando de buena salud y listos para figurar en futuras continuaciones. Una de éstas, de carácter más bien accesorio, podría estar dedicada a referir la vida de Sancho y su esposa, al servicio de un noble de Madrid [16]. Sin embargo, la continuación principal, el tercer tomo, debería tener obviamente como protagonista a Don Quijote y su acción se desarrollaría principalmente en Castilla la Vieja [17]
Los augurios del autor no se materializaron. Nadie se interesó jamás por escribir una continuación del Quijote de Avellaneda: la aparición de la segunda parte de Cervantes, en 1615, cerró cualquier posibilidad de que un libro semejante tuviese el más mínimo viso de éxito. La obra de Avellaneda, al igual que el libro octavo del Amadís, quedó como una rama seca, sin continuaciones.
Pero, ¿y si Cervantes no hubiera concluido su segunda parte, o no la hubiera dado a la luz? No tiene demasiado caso plantearse problemas de historia hipotética, como si fueran crucigramas que además no tienen solución en el próximo número, pero cabe conjeturar que en esas circunstancias, la obra de Fernández de Avellaneda se hubiera convertido, para infinidad de lectores y estudiosos, en “la” segunda parte del Quijote. Y es muy posible, también, que el libro hubiese encontrado continuadores y se hubiese generado en las letras españolas una especie de “ciclo de los Quijotes”. Quién sabe hasta que número de tomos y partes se hubiera llegado, o si hubiéramos tenido que lidiar con los hijos, nietos y bisnietos del héroe.
La continuación cervantina y la muerte de Don Quijote.
Cervantes ya llevaba muy avanzada la redacción de su segunda parte del Quijote cuando se publicó la continuación de Avellaneda. En qué momento la conoció es cosa todavía discutida, pero es indudable que se llevó un soberano disgusto, y que se vio en la necesidad de concluir y publicar la suya cuanto antes, para evitar que aquélla adquiriera carta de naturaleza entre los lectores. Por otra parte, también es notorio que a raíz del Quijote de Avellaneda decidió introducir una serie de modificaciones en su segunda parte o al menos en los planes que había concebido para desarrollarla. Al respecto, lo más ingenioso fue hacer que don Quijote tuviera noticia de la existencia de ese falso Quijote cuando se disponía a asistir a las justas de Zaragoza, según se había anunciado en la primera parte. Con el expreso propósito de desmentir a Avellaneda, el caballero se abstiene entonces de poner los pies en Zaragoza y emprende la marcha a Barcelona.
Pero ¿y si no se hubiese publicado el Quijote de Fernández de Avellaneda? ¿Hubiera Cervantes concluido efectivamente la segunda parte con la muerte de su protagonista, o hubiera dejado abierta la puerta para otra continuación, como en 1605? Aquí no nos queda otro camino que el de la conjetura, porque no hay ningún indicio claro de cuáles habían sido las intenciones originales de Cervantes al iniciar su segunda parte, y a lo mejor ni siquiera él tenía claro en esos momentos cuál podría ser un adecuado final para la obra.
Incluso aun después de la publicación del Quijote “apócrifo”, Cervantes hubiese podido concluir su segunda parte con el anuncio de futuras continuaciones. Así lo había hecho Feliciano de Silva, aunque solía asegurarse de ser él quien las escribía [18]. Para los lectores de 1615, no hubiera sido nada extraordinario que Cervantes hubiese dejado la segunda parte del Quijote abierta a una eventual tercera. Pero indudablemente lo ocurrido con Avellaneda lo lastimó y lo indignó de modo profundo y no debió sentir ningún deseo de repetir la experiencia. Además, para entonces ya estaba anciano y enfermo, y era muy válido suponer que si anunciaba una continuación de la segunda parte, no viviría lo suficiente como para escribirla [19]. Serían otros, de nuevo, los que se aprovecharían de su obra y de sus personajes y llevarían a éstos por derroteros quizá nada gratos, como había sucedido en el Quijote de su malintencionado y oculto rival.
El desenlace es bien conocido: Cervantes hizo morir a don Quijote en el último capítulo de la segunda parte y se aseguró, de modo muy enfático, que nadie se atreviese a resucitarlo, llamando “presuntuosos y malandrines historiadores” a quien descolgasen su pluma para profanarla. También pidió al lector advertir al supuesto Avellaneda para que dejase reposar a Don Quijote en su tumba y no le quisiese llevar “ΓǪ contra todos los fueros de la muerte a Castilla la Vieja” [20].
El problema del héroe muerto
Los aficionados a las telenovelas, o esas series interminables de la televisión americana como Dallas o Dinastía, están familiarizados con el tópico del personaje que muere en un episodio, generalmente debido a un accidente aéreo, un incendio o un naufragio, y reaparece algunos capítulos después, gozando de excelente salud. A veces esas milagrosas resurrecciones se deben simplemente a que el presunto muerto gozaba de más popularidad entre el público espectador de lo que los productores habían calculado en un principio, y para mantener o aumentar el éxito de la serie se hace indispensable devolverlo al mundo de los vivos, aunque sea con cara nueva (producto de una oportuna cirugía plástica) si no se pudo recontratar al actor anterior. Pues bien, eso de las resurrecciones no tiene nada de original, porque el recurso había sido utilizado ya en el siglo XVI por el famoso Feliciano de Silva y precisamente con el no menos famoso Amadís.
Juan Díaz, autor del libro octavo del ciclo amadisiano, publicado en 1526, cuyo protagonista es Lisuarte, un nieto de Amadís, posiblemente consideró que ya éste estaba razonablemente viejo como para que falleciera, y en efecto dio pormenorizada cuenta de su pacífica muerte y suntuosas exequias. El hecho parece haber suscitado hondas reacciones en los lectores: se recuerda la historia de un caballero que, al regresar a su casa después de un viaje, encontró a los suyos enlutados y llorosos, y al preguntar alarmado la causa, su consorte le respondió: “Señor, hase muerto Amadís”. Exactamente igual que los espectadores que hoy se deshacen en lágrimas cuando en las telenovelas muere 'inevitablemente serena y en paz con Dios y con sus semejantes- alguna enferma terminal de corazón bondadoso, en medio de los lamentos de los demás personajes.
Como indiqué, Feliciano de Silva puso pronto remedio a la muerte de Amadís: en 1530, a solo cuatro años del deceso, publicó un Noveno libro de Amadís de Gaula, en el cual el famoso héroe reaparece como si tal cosa. El libro relata las aventuras de su bisnieto y tocayo Amadís de Grecia, pero la cosa no paró ahí, ya que en los años siguientes aparecieron cuatro libros más de la serie. Y en todos, Amadís de Gaula sigue participando y a veces hasta combatiendo, rodeado por una infinita cantidad de descendientes, todos valerosísimos caballeros en el caso de los varones y prodigios de belleza si se trata de mujeres. A pesar de la violenta y aventurera vida de sus integrantes, el índice de mortalidad de la enorme familia es bajísimo: aunque el padre y el suegro de Amadís mueren en combate en uno de los libros tempranos de la serie, el resto de la parentela es prácticamente inmortal. Algún escrúpulo debió quedar, sin embargo, en el ánimo de Feliciano de Silva, porque en una de las obras del ciclo aclaró que la extraordinaria longevidad del héroe y sus parientes se debía a la oportuna ayuda de la maga Urganda la Desconocida, que creo que hasta les daba cierto bálsamo para hacerlos verse más jóvenes. En todo caso, Amadís no fue el único héroe resucitado: Palmerín de Olivia, fallecido en las últimas páginas del libro segundo del ciclo, Primaleón [21], continuó muerto en el tercero, Platir [22], que es la crónica de uno de sus nietos, pero reapareció gozando de buena salud en el cuarto, el célebre Palmerín de Inglaterra [23], para volver a morir, ya definitivamente, en el quinto [24].
A pesar de tales antecedentes, no hubo en la España del siglo XVII quien se atreviese a desafiar las imprecaciones de Cervantes y se animase a escribir una tercera parte del Quijote, y no digamos ya a continuar el de Avellaneda. La escasa popularidad de ésta era un claro anuncio de la suerte que podrían correr los intentos por proseguir la obra cervantina. Pero Don Quijote, como Amadís, habría de resucitar, y no una, sino dos veces, por obra y gracia de escritores franceses.
El Quijote de François Filleau de Saint-Martin
El Quijote tuvo en Francia una considerable y temprana popularidad. En 1614 se publicó en francés la primera parte y en 1618 la segunda, traducidas por César Oudin y François de Rosset respectivamente. Aunque abundaron las ediciones, para fines del siglo XVII se hacía sentir la necesidad de una nueva traducción que tuviese unidad de estilo, además de que el idioma había cambiado de modo significativo a lo largo de los años transcurridos [25]. Un editor parisiense, Claude Barbin, encargó esta tarea a François Filleau de Saint-Martin, persona cercana a los círculos jansenistas y hermano de un historiador de cierto prestigio, Nicolás Filleau de la Chaise[26].
Con el título de Historia del admirable don Quijote de la Mancha (Histoire de l’admirable don Quichotte de la Manche), la traducción de Filleau de Saint-Martin apareció en París, en cuatro pequeños cuatro tomos, publicados entre mayo de 1677 y junio de 1678 [27]. Pero, ya fuera por cálculo del editor o iniciativa del traductor, el final de la segunda parte de la obra cervantina fue descaradamente alterado, sin la menor advertencia al lector, para que don Quijote no muriese y la acción pudiese seguir en otra obra. Quizá la idea había surgido sobre la marcha o a última hora, porque de momento no se publicó continuación alguna.
Aunque en ninguno de los cuatro tomos publicados se mencionaba el nombre del traductor, la obra de Filleau de Saint-Martin debió tener bastante buena acogida [28], porque se reimprimió en 1681. Para 1695 Barbin, aquejado por dificultades financieras, lanzó una segunda reimpresión, con el sorprendente añadido de un quinto volumen. Este último, por supuesto, no era de Cervantes, sino que se debía a la pluma de Filleau de Saint-Martin; pero los lectores no lo sabían, ni podían saberlo, a menos que tuviesen a mano el original español o conocieran bien su argumento. Ciertamente, el texto no indicaba de modo expreso que ese quinto tomo fuese parte del Quijote original, mas tampoco aclaraba lo contrario.
Así, subrepticiamente, apareció en francés en 1695 la tercera parte del Quijote. En ésta, tras un breve período de cordura en su lugar, el protagonista vuelve a perder la razón y parte nuevamente en busca de aventuras con Sancho Panza, no sin antes armar caballero a éste. Aunque tiene algunos momentos afortunados, el tono general de la obra es bufo; en particular, el Sancho de Filleau de Saint-Martin, resulta algo chocante para quien haya leído la segunda parte cervantina, porque es simplemente un rústico tonto y bebedor, muy similar al Sancho de Avellaneda. El haber sido armado caballero, lejos de dignificarlo, lo convierte más bien en protagonista de burlas groseras, que pudieron haber divertido mucho a los lectores del siglo XVII pero que difícilmente resultan graciosas para el humor de hoy.
El cervantista francés Michel Moner, dice que “ΓǪno por ser apócrifa dicha «continuación» carece de gracia e ingeniosidad: todo lo contrario. En realidad, se trata de una suerte de pastiche en el que se retoman y barajan episodios conocidos de la obra maestra, perfectamente reconocibles, a través de un discreto juego de homologías y contrastes.” [29] En efecto, en el Quijote de Filleau de Saint-Martin, que consta de treinta y dos capítulos, reaparecen algunos personajes cervantinos, como Basilio el pobre, la hermosa Quiteria, Camacho el rico y el paje de los Duques. También hay episodios obviamente inspirados en el Quijote cervantino, como el combate de Sancho con unos avestruces, que recuerda al encuentro de don Quijote con los leones. Por otra parte, el escritor francés, utilizando un criticado recurso empleado por Cervantes en su primera parte y que imitó también Avellaneda, insertó en su obra algunas historias ajenas a la acción principal, relatadas por personajes de ésta. De modo bastante brusco e inesperado, el libro termina precisamente mientras una dama francesa narra la historia de dos compatriotas suyos, Silvia y Sainville [30].
Esto de la interrupción súbita era muy del estilo de los libros de caballerías, pero detrás de ella no había ninguna motivación literaria: simplemente, Filleau de Saint-Martin había muerto a fines de 1694, sin haber podido dar a su obra una conclusión razonable. Aunque el editor Barbin logró que el abogado Robert Challe aceptase emprender esa tarea, no pudo conseguir que la llevase a cabo con rapidez suficiente como para incluirla en la edición en ciernes y ésta apareció solamente con lo escrito por Filleau de Saint-Martin. Barbin también falleció en 1698 sin haber visto la obra terminada, y en 1700, cuando sus herederos reimprimieron la exitosa traducción del Quijote, la obra apareció con los mismos cinco tomos de 1695 [31] .
El Quijote de Robert Challe
En 1702, Robert Challe presentó una solicitud para registrar a su nombre el manuscrito del sexto tomo del Quijote que le había encargado Barbin, es decir, una continuación de la obra de Filleau de Saint-Martin (y de la superchería del editor). La petición no tuvo respuesta, y la casa Barbin prefirió publicar entre 1704 y 1706 una traducción al francés del Quijote de Avellaneda, con el título de Nuevas aventuras del admirable don Quijote de la Mancha (“Nouvelles Avantures de l'Admirable Don Quichotte de la Manche”), debida a Alain-René Lesage, que años después alcanzó celebridad con su obra Gil Blas de Santillana. Lesage, emulando a Filleau de Saint-Martin, no se limitó a traducir la obra del supuesto Avellaneda, sino que quitó episodios, modificó otros e introdujo algunos más de su propia cosecha. El resultado fue que los franceses terminaron leyendo un texto mixto, que distaba bastante del original, del mismo modo que leían la obra de Filleau de Saint-Martin pensando que se debía a la pluma de Cervantes. Esta confusión favoreció en cierta medida al Quijote de Avellaneda, porque la adaptación de Lesage resultaba al parecer bastante más agradable de leer que el texto español de 1614. El título de “el admirable don Quijote” hacía la cosa aún más enredada, porque podía llevar a los lectores poco informados a comprar la obra de Avellaneda-Lesage suponiendo que era continuación de la de Cervantes-Filleau de Saint Martin, impresa por la misma casa editorial.
Michel-Etienne David, sucesor de la casa impresora Barbin, publicó en 1713 una nueva impresión de la ya popular traducción de Filleau de Saint Martin, esta vez en seis tomos. El quinto era el mismo de 1695, es decir, el Quijote escrito por el difunto traductor, pero el sexto, que llevaba el título de Continuación de la historia del admirable don Quijote de la Mancha (Continuation de l’histoire de l’admirable don Quichotte de la Manche) era totalmente nuevo para el público. Se trataba de la obra de Robert Challe, cuyo manuscrito al parecer había quedado olvidado en la casa Barbin y se publicó sin su consentimiento [32]. En consecuencia, su nombre no apareció en ninguna de las sucesivas ediciones de la obra, y para los lectores franceses poco familiarizados con el Quijote original, el sexto tomo pudo pasar también como fruto de la pluma de Cervantes. En ese mismo año, un editor de Lyon, que había impreso en 1711 los primeros cinco volúmenes, publicó aisladamente el tomo sexto [33].
Robert Challe era un literato de mucho mayor relieve que Filleau de Saint-Martin. Aunque su nombre no es demasiado conocido en el ambiente hispano, Challe figura con justicia entre los escritores franceses más celebrados de principios del siglo XVIII, y entre sus obras se cuenta la notable novela Las ilustres francesas, un Diario de viaje a las Indias orientales, unas Memorias inconclusas y el ensayo Dificultades sobre la religión propuestas al padre Malebranche, al que sus contemporáneos encontraron méritos suficientes como para atribuirlo al joven Voltaire [34].
La Continuación de Challe tiene veintinueve capítulos, aunque su numeración va del XXXIII al LXI para proseguir con la utilizada por Filleau de Saint-Martin. Entre los textos de ambos hay notables diferencias, que ponen de manifiesto la mayor elegancia y soltura de Challe como escritor, y también su visión mucho más aristocratizante y elitista [35]. Su Don Quijote es más sabio y digno que el de Filleau de Saint-Martin, y también más crítico de la sociedad, porque Challe se valió del personaje para exponer 'por boca de un loco- muchas de sus propias ideas en cuestiones religiosas y políticas, que resultaban bastante polémicas en la Francia de su tiempo. Por el contrario, el Sancho de Challe es si cabe más glotón, irrespetuoso y zafio que el de la obra predecesora y se ve sometido a incontables burlas y maltratos. Mientras que la acción de gran parte del Quijote de Filleau de Saint-Martin, como la del cervantino, está formada por diversas aventuras que encuentran Don Quijote y Sancho en su andar errante por los campos españoles, casi todos los episodios de la Continuación tienen lugar en el castillo de unos aristócratas. En lo que sí coinciden ambos autores es en insertar historias independientes de la acción principal, algunas de ambiente y estilo muy francés.
La acción de la obra se inicia con la conclusión de la historia de Silvia y Sainville, que había quedado interrumpida en el Quijote de Filleau de Saint-Martin, y cuyos protagonistas se convierten en personajes de la Continuación, junto con diversos nobles franceses y españoles, entre los cuales figuran algunos del Quijote cervantino, como Don Fernando, Dorotea y los Duques. Muchos capítulos se destinan a contar las aventuras que esos aristócratas preparan para Don Quijote y las pesadas burlas de que hacen víctima a Sancho Panza. La novela concluye cuando, como parte de una de esas burlas, Dulcinea del Toboso supuestamente queda desencantada, pero anuncia que durante su encantamiento ha hecho voto de profesar como monja. El héroe manchego, muy descorazonado, se retira a su lugar, donde fallece a consecuencia de haber bebido agua de un manantial al que había identificado como la fuente del Olvido. Challe no hizo referencia a una posible continuación, ya que, además de relatar la muerte de don Quijote, concluyó su obra diciendo que Sancho pasó cómodamente el resto de sus días con los dineros que había dejado depositados en manos del cura de su lugar [36].
Aunque las obras y los estilos de los dos continuadores franceses eran muy disímiles, sus Quijotes, combinados con el de Cervantes, alcanzaron un éxito significativo. Durante el siglo XVIII y todavía hasta mediados del XIX abundaron en Francia las ediciones de los seis tomos de la triada, y la obra también apareció varias veces, en francés, en los Países Bajos y en Alemania. Ninguna de las ediciones mencionaba el nombre de Challe, pero en algunas de las francesas sí se advertía que parte de la obra se debía a la pluma de Filleau de Saint-Martin y no a Cervantes [37].
La popularidad de la Historia del admirable don Quijote de la Mancha fue disminuyendo después de 1830, conforme aparecieron en francés nuevas versiones del Quijote cervantino, muchas de ellas superiores en calidad a la de Filleau de Saint-Martin. Tanto la traducción de éste como sus dos continuaciones fueron cayendo en el olvido y se volvieron rarezas bibliográficas.
La Continuación nueva y verdadera
En 1722, al mismo tiempo que la Compañía de Libreros publicaba en París una nueva edición en seis tomos de la Historia del admirable don Quijote de la Mancha [38], otros impresores parisienses - Le Clerc, Saugran, Huet y Prault- daban a la luz el primer tomo de una obra titulada Continuación nueva y verdadera de la historia y las aventuras del incomparable Don Quijote de la Mancha [39]. En los años siguientes, hasta 1726, aparecieron cuatro tomos más, y posteriormente se les agregó un sexto, que contenía una continuación titulada Historia de Sancho Panza alcalde de Blandanda. Aunque podría pensarse que los adjetivos de “nueva” y “verdadera” tendían a marcar distancia con las obras de Filleau de Saint-Martin y Challe, también es posible que ese énfasis se debiera al relativo éxito que había alcanzado en Francia el Quijote de Avellaneda, gracias a la “versión libre” de Lesage, reimpresa en varias oportunidades.
Al igual que la mayoría de las ediciones de las escritas por Filleau de Saint-Martin y Challe, la de la Continuación nueva y verdadera no indicaba el nombre del autor, y éste permanece ignorado hasta nuestros días. Sin embargo, a juzgar por el texto, debió ser persona de bastante ilustración en materias religiosas y legales, y es muy probable que hubiera visitado España, especialmente Andalucía: el ambiente de su obra es mucho más español que el de las de Filleau de Saint-Martin y Challe, que nunca logran desprenderse de sus aires franceses.
La Continuación nueva y verdadera, que retoma la acción del Quijote cervantino en el momento en que el caballero regresa vencido a su aldea, incluye un largo prefacio para explicar que el protagonista en realidad no había muerto, pero que Cide Hamete Benengeli había tenido que salir de España debido a la expulsión de los moriscos, y que los editores, ayunos de noticias sobre el héroe, habían incluido la referencia a su deceso para poder terminar la segunda parte [40]. La obra propiamente dicha tiene noventa y tres capítulos divididos en cinco partes, aunque con numeración corrida, y transcurre en una serie muy variada de escenarios: la aldea de los protagonistas (identificada con La Roda, población de la provincia de Albacete), Madrid, Ciudad Real, la Sierra Morena, Sevilla, Sanlúcar de Barrameda, Barcelona, Cádiz, el castillo de los DuquesΓǪ El caballero realiza tres salidas de su lugar, y sus aventuras, algunas muy ingeniosas, se multiplican y se complican conforme avanza la obra. En esta desempeña un papel significativo María Padilla de Rodrigo, la hija de Doña Rodríguez, la dueña de la Duquesa, a quien como parte de una enrevesada serie de episodios, Don Quijote rescata pensando que se trata de Dulcinea, y con quien contrae nupcias en ese entendido. También el bachiller Carrasco es un personaje fundamental, con la particularidad de que Don Quijote, en una ingeniosa inversión de los episodios cervantinos, piensa que se trata del Caballero de los Espejos con las facciones cambiadas por intervención de los encantadores. Otro aspecto interesante es que en la obra aparece un loco que se cree Don Quijote y que no resulta ser el personaje de Avellaneda. La acción concluye cuando Don Quijote, padre ya de dos hijos con la supuesta Dulcinea, muere en La Roda, presa de honda tristeza, originada en la imposibilidad de reemprender su vida aventura, debido a una promesa formulada a su esposa. En el último tomo de la obra se cuenta la vida de Sancho Panza después del fallecimiento de Don Quijote.
Aunque la Continuación nueva y verdadera quizá resulta demasiado extensa, sobre todo para un lector de nuestros días, en mi opinión no carece de méritos literarios. El humor del autor es más fino que el de Filleau de Saint-Martin y Challe, y Sancho Panza aparece tratado con mucho mayor afecto. La trama está bien diseñada y la acción es ágil, los diálogos son interesantes y el lenguaje es sencillo, claro y elegante. Los principales personajes están hábilmente caracterizados, y hay muchos episodios originales e ingeniosos [41]. Uno de los pocos cervantistas modernos que ha examinado la Continuación nueva y verdadera, el profesor americano Howard Mancing, se ha referido a ella como una “obra genuinamente interesante y original” [42].
Sin embargo, la Continuación nueva y verdadera no logró la popularidad de las otras dos continuaciones francesas, favorecidas por la circunstancia de que habitualmente se publicaban junto con el Quijote cervantino. La obra completa solo fue reimpresa una vez, en 1741, por el impresor parisiense Bordelet. Sin embargo, su sexto tomo fue traducido al alemán y publicado en Leipzig en 1754, con el título de La historia de Sancho Panza, antiguo escudero de Don Quijote (Die Geschichte des Sancho Pansa, vormahligen Stallsmeisters des Don Quichotte).
Las continuaciones y los cervantistas francófonos
Son pocos los autores francófonos que se han interesado por las tres continuaciones francesas del Quijote. La que ha despertado más atención en los estudiosos es la de Robert Challe, más debido a la notoriedad de este autor que a la obra en sí misma [43], y fue publicada en 1994 como parte de sus Obras completas, en una cuidadosa edición crítica anotada por Jacques Cormier y Michèle Weil. En cambio, el texto de Filleau de Saint-Martin no ha sido objeto de ninguna edición moderna, ni tampoco el de la Continuación nueva y verdadera, que no se reimprime desde 1741.
Sin embargo, la lectura de las tres obras permite comprender mejor lo escrito sobre el Quijote en Francia y en Alemania durante todo el siglo XVIII y parte del XIX. Entre 1713 y 1830, todas las ediciones francesas del Quijote basadas en la traducción de Filleau de Saint-Martin incluían las continuaciones de éste y de Challe, y tanto en Francia como en Alemania, fue ese texto mixto lo que pasó por la obra original, sin que lectores como Diderot o Voltaire pudieran advertir cuáles páginas se debían a Cervantes y cuáles a sus continuadores. Ciertos pasajes de Rousseau, por ejemplo, dejan ver que creía que Parafaragaramus, un supuesto mago creado por Filleau de Saint-Martin, era un personaje cervantino [44]. Además, opino que Robert Challe, por su nivel como escritor, debería figurar en primera línea entre los continuadores de Cervantes y ser mucho más conocido por los hispanistas y los cervantistas.
Las continuaciones posteriores
Después de la Continuación nueva y verdadera, ningún otro autor se animó a dar a la luz nuevas aventuras de Don Quijote, ni en Francia ni en España, aunque algunos autores españoles de finales del siglo XVIII escribieron continuaciones referidas a la vida posterior de varios de los personajes de la obra cervantina, especialmente Sancho Panza [45]. No fue sino hasta finales del siglo XIX cuando salieron a la luz nuevas continuaciones que tuviesen como protagonista a Don Quijote, la primera de las cuales fue la obra Semblanzas caballerescas del militar y escritor gallego Luis Otero y Pimentel, publicada en La Habana en 1886 [46].
Fundamentalmente, la obra de Otero y Pimentel se diferencia de las continuaciones francesas en que no trata de proseguir verosímilmente la acción del Quijote en el siglo XVII, sino que convierte a Don Quijote y Sancho en personajes “resucitados” del XIX, y concretamente del año 1885. Además, la acción de las Semblanzas caballerescas, aunque se inicia en España, se desarrolla fundamentalmente en Cuba, a la que Don Quijote da el nombre de Ínsula encantada. Con todo ello, el escritor gallego inició una tendencia que todavía da frutos, es decir, la de hacer aparecer a los personajes cervantinos en tiempos contemporáneos, con el fin de que el autor, por medio de ellos, pueda exponer sus propios puntos de vista sobre diversos problemas de la sociedad en que está viviendo. Entre las obras que consciente o inconscientemente siguieron la pauta marcada por Otero y Pimentel cabe mencionar La nueva salida del valeroso caballero don Quijote de la Mancha de Alonso Ledesma Hernández (Barcelona, 1905), La Resurrección de don Quijote. Nuevas y jamás oídas aventuras, de P. Valbuena (Barcelona, 1905), Don Quijote en América del escritor venezolano Tulio Febres Cordero (Mérida, 1906) [47], y tengo entendido que también la muy reciente Tercera parte de Alberto Báez Izquierdo (Valencia, 2005). Fuera de las continuaciones francesas, solamente conocemos otra cuya acción transcurra en el siglo XVII, aunque por su estilo y sentido sea muy distinta a aquellas: la melancólica novela del zaragozano José Camón Aznar El pastor Quijótiz, publicada en 1969.
Párrafo aparte merece la bien conocida obra de Juan Montalvo que lleva el ingenioso título Capítulos que se le olvidaron a Cervantes: ensayo de imitación de un libro inimitable, publicada por primera vez en Besanzón en 1895, algunos años después de la muerte del pensador ecuatoriano. En este libro, escrito en un castellano impecable y con elegante estilo, Montalvo aprovechó las aventuras de Don Quijote para transmitir una serie de ideas sobre figuras políticas ecuatorianas de su tiempo y formular críticas al clero. En estricto sentido, los Capítulos no son realmente una continuación del Quijote, ya que su acción se inicia en un momento no identificado de la segunda parte cervantina, antes de la desdichada visita del caballero manchego a Barcelona. Después de un extensísimo prólogo en doce capítulos titulado El Buscapié, el texto, que comprende setenta capítulos, relata nuevas aventuras de Don Quijote y Sancho, algunas muy originales y otras obviamente inspiradas en el texto cervantino. La acción concluye súbitamente, cuando Don Quijote escribe su testamento en verso mientras pernocta en un monasterio. La obra de Montalvo ha sido reimpresa en numerosas ocasiones [48] y es sin duda la más difundida de las continuaciones del Quijote en español.
Con los cervantistas en contra
Ninguna de las continuaciones francesas del Quijote ha sido traducida al español. En términos generales, los pocos cervantistas españoles que se han acercado a sus páginas las han comentado brevemente y en tono desdeñoso. Por ejemplo, en 1872 don Leopoldo Rius subrayó en la Crónica de los Cervantistas la inverosimilitud de la “descabellada continuación” de Filleau de Saint-Martin y Challe [49], y en el extenso artículo sobre el Quijote contenido en la Enciclopedia General Europeo-Americana se califica a la Continuación nueva y verdadera con el epíteto de “disparatada” [50].
El tono de esos comentarios recuerda el de los que solían dedicar a los libros de caballerías muchos eruditos de los siglos XIX y XX que en realidad no los habían leído, y que simplemente partían del supuesto de que si Cervantes se había burlado de esas obras, había que hacerle coro y decir que eran disparatadas, absurdas, estúpidas y otras cosas por el estilo. Tal actitud, que en rigor de verdad no dice mucho de la honestidad intelectual de los que la asumían, se veía favorecida por la circunstancia de que casi nadie tenía acceso efectivo a las raras ediciones de los libros de caballerías del siglo XVI, conservadas en unas pocas bibliotecas.
Palabras finales
En los últimos decenios del siglo XX, gracias a los valiosos estudios de Daniel Eisenberg y otros eruditos, los libros de caballerías empezaron a ser estudiados con objetividad en España y el Centro de Estudios Cervantinos incluso ha iniciado la publicación de todo el corpus caballeresco y de unas útiles guías de lectura de los libros del género publicados en el siglo XVI. Esto ha permitido que cualquier interesado pueda leerlos y ha facilitado considerablemente su estudio y su valoración. Por supuesto, tales empeños no se dirigen a revivir la popularidad de un género muerto, ni a pretender que los libros de caballerías hayan sido obras cumbres de la literatura española. Pero poniéndolos al alcance de los lectores, eruditos o no, se hace posible conocerlos de verdad, estudiarlos a profundidad y comprender mejor el sentido del Quijote y la influencia que tuvieron en éste.
Considero que las tres continuaciones francesas del Quijote merecen un esfuerzo similar. Sin pretender en ningún momento que tengan estatura comparable ni de lejos a la del original cervantino, nos parece que ninguna de ellas merece juicios tan severos y superficiales como los que han recibido y que muchas de sus páginas pueden leerse con placer. Tener sus textos en castellano podría abrir muchos horizontes nuevos al cervantismo español e hispanoamericano. El profesor Mancing ha planteado, por ejemplo, que una adición útil e interesante a los estudios cervantinos sería una historia crítica de los relatos imaginarios sobre cómo se escribió el Quijote. Creemos además que el estudio de las continuaciones tempranas, como ha sucedido con el del Quijote de Avellaneda, contribuiría a conocer con mayor claridad cómo percibieron la obra muchos lectores de fines del siglo XVII y principios del XVIII.
Y en lo personal, tengo que agradecer a sus autores que ya de viejo me hayan dado las nuevas aventuras de Don Quijote que anhelaba de niño. Al fin y al cabo, las ilusiones, las chifladuras y las lecturas placenteras no tienen edad, y como nos ha enseñado Don Alberto, “ochenta años no es nada”.
[1] Al final del Amadís de Rodríguez de Montalvo, el protagonista y su amada, la princesa británica Oriana, están felizmente casados y su hijo Esplandián acaba de ser armado caballero. Sin embargo, con argumentos bastante sólidos, diversos estudiosos han planteado la posibilidad de que, en la versión original de la obra, Amadís combatía con Esplandián, sin saber quién era; moría a manos de su hijo, y Oriana se suicidaba al enterarse de tal tragedia.
[2] SÁENZ CARBONELL, Jorge Francisco, “Los libros de Don Quijote”, en Revista Costarricense de Política Exterior, vol. 5, nº 1, agosto de 2005, San José, pp. 115-124.
[3] Diego Clemencín, célebre comentarista del Quijote, hablando de que él consideraba disparates de los libros de caballerías, escribió: “¿De qué género los quiere el lector, históricos, geográficos, cronológicos, ponderaciones monstruosas, relaciones absurdas, desatinos contrarios a la razón y al sentido común? De todo hay con abundancia en los libros caballerescosΓǪ” V. CERVANTES SAAVEEDRA, Miguel de, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Madrid, Ediciones Castilla, S. A., 1966, pp. 1436-1437, nota 34.
[4] Ibid., p. 119.
[5] EISENBERG, Daniel, “Introducción”, en ORTÁÑEZ DE CALAHORRA, Diego, Espejo de Príncipes y Caballeros, Madrid, Espasa-Calpe, S. A., 1ª. Ed., 1975, vol. I, p. XXXIX.
[6] Ibid., pp. XXXIX-XXX.
[7] Por ejemplo, la novela pastoril Diana, de Jorge de Montemayor, fue continuada por el salmantino Alonso Pérez, cuya obra no gustó, y después por el renombrado poeta valenciano Gaspar Gil Polo, justamente elogiado por Cervantes. V. Don Quijote, I, cap. VI.
[8] Además de los Amadises y de los Palmerines, hubo otros ciclos familiares, entre los que destacan el iniciado en 1518 con la obra Clarián de Landanís, que tiene un total de al menos cinco obras distintas (aunque pueden haber sido más), y el del Espejo de Príncipes y Caballeros, que comenzó en 1556 y produjo cuatro obras impresas y una manuscrita.
[9] Por ejemplo, Primaleón, por ejemplo, que es el segundo libro del ciclo de los Palmerines, tuvo dos continuaciones distintas, la española Platir, obra quizá de Francisco de Enciso Zárate, y la portuguesa Palmerín de Inglaterra, escrita por Francisco de Moraes. El libro primero de Clarián de Landanís, obra de Gabriel Velásquez de Castillo, fue continuada en una Segunda parte de Don Clarián por Álvaro de Castro y en Floramante de Colonia por Jerónimo López, quien se aseguró la continuidad del ciclo escribiendo un Tercer libro de Don Clarián y aun un cuarto, Lidamán de Ganail.
[10] V. CERVANTES SAAVEDRA, op. cit., p. 1502, nota 58.
[11] V. Ibid., p. 1730 nota 21.
[12] “Sólo digo que nadie se espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y sus sucesos? Las Arcadias, diferentes las han escrito; la Diana no es toda de una manoΓǪ”. FERNÁNDEZ DE AVELLANEDA, Alonso, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, S. L., 1ª. Ed., 2000, prólogo, p. 197.
[13] CERVANTES SAAVEDRA, op. cit., Prólogo, p. 484.
[14] RODRÍGUEZ VEGA, Eugenio, Los días de don Ricardo, San José, Editorial Costa Rica, 1ª. Ed., 1971, p. 95.
[15] V. GÓMEZ CANSECO, Luis, “Introducción”, en FERNÁNDEZ DE AVELLANEDA, op. cit., cap. XXV, p. 26. Juan Montalvo escribió que “ΓǪ hubo por ahí un Don Valentín Foronda, un Don Agustín Montiano, un Isidro Perales o Don Blas Nasarre, que tomaron sobré sí el desvalorar a CervantesΓǪ Si se salen con la suya, ¿cuál es el príncipe de los ingenios españoles? Alonso Fernández de Avellaneda. Gran cosa.” V. MONTALVO, Juan, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Ensayo de imitación de un libro inimitable, París, Casa Editorial Garnier Hermanos, 1ª. Ed., 1930, vol. I, p. LVIII.
[16] “Los sucesos destos buenos y cándidos casados remito a la historia que dellos se hará andando el tiempo, pues son tales, que piden de por sí un copioso libro”. FERNÁNDEZ DE AVELLANEDA, op. cit., cap. XXV, p. 704.
[17] El Quijote de Fernández de Avellaneda concluye de este modo: “ΓǪ dicen que, saliendo de la corte, volvió a su tema, y que, comprando otro mejor caballo, se fue la vuelta de Castilla la Vieja, en la cual le sucedieron estupendas y jamás oídas aventuras, llevando por escudero a una moza de soldada que halló junto a Torre de Lodones, vestida de hombreΓǪ Llevóla el buen caballero sin saber que fuese mujer, hasta que vino a parir en medio de un camino, en presencia suya, dejándole sumamente maravillado el parto. Y haciendo grandísimas quimeras sobre él, la encomendó, hasta que volviese, a un mesonero de Valde Estillas, y él, sin escudero, pasó por Salamanca, Ávila y Valladolid, llamándose el Caballero de los Trabajos, los cuales no faltará mejor pluma que los celebre”. FERNÁNDEZ DE AVELLANEDA, cap. XXXVI, pp. 720-721.
[18] Es interesante recordar el caso de la novela picaresca Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, con la que sucedió algo muy parecido a lo ocurrido con el Quijote: Alemán publicó la primera parte de la obra en 1599, y en 1602 le sorprendió la aparición de una segunda, que se presentaba como escrita por un tal Mateo Luján de Sayavedra pero cuyo verdadero autor era Juan Martí. Alemán publicó en 1604 su “verdadera” segunda parte, reveló en ella la identidad de su rival y logró que la obra de éste cayese en el olvido más absoluto. Sin embargo, el Guzmán de 1604 no concluye, como el Quijote de 1615, con la muerte del protagonista, sino que el autor anunció expresamente que habría una tercera parte. Aunque un contemporáneo de Alemán, Luis de Valdés, consideraba que la tercera era la mejor de toda la obra, no llegó a publicarse y su texto se ha perdido. No fue sino hasta 1650, muchos años después de la muerte de Alemán, cuando un portugués, Félix Machado de Silva e Castro, escribió otra continuación del Guzmán de Alfarache. V. ALEMÁN, Mateo, Guzmán de Alfarache, Buenos Aires, Editorial Sopena Argentina, S. R. L., 1ª. Ed., 1941, vol. II, p. 173 nota 1.
[19] Es de notar que la otra novela que escribió Cervantes en esa época, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, tampoco deja abierta la posibilidad de una continuación.
[20] CERVANTES SAAVEDRA, op. cit., II, cap. LXXIV, p. 975.
[21] V. Primaleón, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1ª. Ed., 1998, cap. CCXVII, pp. 535-537.
[22] V. Platir, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1ª. Ed., 1997, cap. I, p. 14.
[23] V. MORAES, Francisco de, Palmerín de Inglaterra. Libro primero, Madrid, Miraguano Ediciones, 1ª. Ed., 1979, cap. V, p. 29.
[24] V. MORAES, Francisco de, Palmerín de Inglaterra. Libro segundo, Madrid, Miraguano Ediciones, 1ª. Ed., 1981, cap. LXIV, p. 384.
[25] V. CORMIER, Jacques, y WEIL, Michèle, « Introduction », en CHALLE, Robert, Continuation de l’histoire de l’admirable don Quichotte de la Manche, Ginebra, Librairie Droz, S. A., 1a. ed., 1994, p. 13. Debemos un ejemplar de esta obra a la gentileza de la Embajadora Isabel Montero de la Cámara.
[26] Algunos datos sobre este autor en CORMIER, Jacques, « La Continuation de l’histoire de l’admirable Don Quichotte de la Manche de Robert Challe: Cervantès trahi ou compris? », en Cahiers de l’Association internationale des Etudes françaises, París, Les Belles Lettres, Mayo de 1996, Nº 48, pp. 40-63.
[27] CORMIER y WEIL, « Introduction », en CHALLE, op. cit., p. 14.
[28] En cartas escritas en el mismo año de 1677, Madame de Sevigné elogió con entusiasmo la traducción de Filleau de Saint-Martin. V. Ibid., p. 15.
[29] MONER, Michel, La recepción de Don Quijote en Francia, en http://cvc.cervantes.es/obref/anuario/anuario_04/moner/
[30] FILLEAU DE SAINT-MARTIN, François, Histoire de l’admirable don Quichotte de la Manche, vol. V, París, Delongchamps, Libraire-Éditeur, 1ª. ed., 1825. Debemos una copia de esta obra a la gentileza del erudito escritor Jacques Cormier, Profesor de la Academia Real de Bellas Artes de Bélgica, y del lic. Michel-Philippe Chartier Fuscaldo.
[31] V. CORMIER, Jacques, « Robert Challe : La Continuation du Don Quichotte ou “du roman trouvé aux manuscrits volés” », en Bibliothèque de l’Information grammaticale, 40, 1999, pp. 73-82 ; CORMIER y WEIL, « Introduction », en CHALLE, op. cit., pp. 24-25.
[32] Ibid., pp. 25-29.
[33] El detalle de las ediciones de la Continuación de Challe aparece en CORMIER Y WEIL, “Bibliographie”, en CHALLE, Ibid., pp. 385-395.
[34] Algunos datos biográficos sobre Challe en CORMIER y WEIL, “Preambule”, en CHALLE, Ibid., pp. 7 y ss.
[35] V. CORMIER, Jacques, « D’un Sancho a l’autre : De Filleau de Saint-Martin À Robert Challe », en Travaux de Littérature, ADIREL, Klincksieck, VII, octubre de 1994, pp. 201 - 221 ; CORMIER y WEIL, “Introduction”, en CHALLE, op. cit., pp. 55-56.
[36] Ibid., capítulo LXI, p. 379.
[37] CORMIER Y WEIL, « Bibliographie », en Ibid., pp. 389-390.
[38] Ibid., pp. 390-391.
[39] La edición de la Suite nouvelle et veritable que hemos podido consultar es la de París, Bordelet, 1ª. Ed., 1741, 6 vols. Debemos una copia de esta obra a la gentileza del lic. Istvan Alfaro Solano.
[40] El texto propiamente dicho, por consiguiente, se inicia sin ninguna referencia a la muerte del protagonista: “Don Quijote, habiendo sanado de la fiebre y sintiendo sus fuerzas perfectamente restablecidas, resolvió ejecutar el designio que había formado cuando, mientras regresaba triste y vencido de Barcelona, se lamentaba de su infortunio con su fiel escudero. La vida pastoril que debía ejercer durante el tiempo que le había sido impuesto por su vencedor no se ajustaba mucho a su espíritu marcial, pero le parecía mucho más soportable que la ociosidad y la inacción.” Ibid., I, cap. I.
[41] Solamente uno de ellos resulta bastante inverosímil: el hecho de que el cura de La Roda celebre la boda de la supuesta Dulcinea con Don Quijote, a sabiendas de que el hidalgo no está en su sano juicio, lo cual habría invalidado el matrimonio ante el Derecho Canónico.
[42] MANCING, Howard, “Jacinto Maria Delgado and Cide Hamete Benengeli: a semi-classic recovered and a bibliographical labyrinth explored”, en Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America, 7.1., 1987, pp. 13-43. Puede consultarse también este texto en
http://users.ipfw.edu/jehle/cervante/csa/artics87/mancing.htm
[43] Una bibliografía sobre los estudios publicados en francés, español e inglés entre 1758 y 1991 sobre la Continuación de Challe figura en CORMIER y WEIL, “Bibliographie”, en CHALLE, op. cit., pp. 395-397.
[44] V. CORMIER, op. cit., 1996, pp. 263-282.
[45] Entre ellas cabe mencionar unas Adiciones a la historia de Don Quijote de la Mancha, atribuidas a un escritor denominado Jacinto María Delgado y estudiadas detalladamente en MANCING, op. cit., así como dos obras de Pedro Gatell y Carnicer publicadas en 1793 y 1798 con el título Historia del más famoso escudero Sancho Panza. En esta línea se inscriben también la obra de José Abaurre y Mesa, Historia de varios sucesos ocurridos en la aldea después de la muerte del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha (Madrid, 1901) y la muy reciente novela del escritor español Andrés Trapiello Al morir don Quijote (Madrid, 2004).
[46] OTERO Y PIMENTEL, Luis, Semblanzas caballerescas o las nuevas aventuras de D. Quijote de la Mancha, La Habana, Imprenta y Papelería de “El Eco Militar”, 1ª. Ed., 1886. Debemos una copia de esta obra a la gentileza del lic. Istvan Alfaro Solano.
[47] Una bibliografía de las principales obras publicadas a fines del siglo XIX y principios del XX en relación con Cervantes y el Quijote figura en BLASCO, Javier, "Cervantes y el fin de siglo (1880-1930)", en www.fyl.uva.es/~wjblasco/Doctorado/Bibliografia Doctorado.htm
[48] En 2004 se publicó la primera edición anotada de esta obra, a cargo de Ángel Esteban. V. MONTALVO, Juan, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, Madrid, Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 1ª. Ed., 2004. Debemos un ejemplar de esta edición a la gentileza del Excelentísimo señor D. Juan Miguel Leoro Almeida, Embajador del Ecuador en Costa Rica.
[49] CHALLE, op. cit., p. 397.
[50] Enciclopedia Universal Europeo-Americana, vol. XLVIII, p. 1172.
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