LA ALEATORIEAD DE LAS VOCACIONES
Y OTROS AFORMISMOS
Fernando Durán Ayanegui
Discurso de ingreso en la Academia Costarricense de la Lengua
(leído la Sala de Conferencias de la Exposición Permanente
de la Edición Costarricense, el 17 de diciembre de 2003)
Agradezco profundamente el privilegio que me fue otorgado con la invitación a formar parte de esta prestigiosa Academia. No es menor mi agradecimiento por la condescendencia de que fui objeto mientras incurrí en el imperdonable pecado de la procrastinación. En efecto, cuando por primera vez acepté la honrosa convocatoria a integrarme a esta congregación, adquirí el compromiso de hacer mi presentación iniciática dentro de un plazo que fue prorrogado más allá de toda razonable tolerancia. Comprometido aún más por vuestra lenidad, me apresuro a explicar que la única justificación de mi tardanza se encuentra en el autoconvencimiento de que, cualesquiera que sean mis méritos, no están a la altura de tanta generosidad.
De modo, eminentes compañeras y compañeros de la Academia, distinguidos visitantes, queridos amigos, que no vengo, como hay derecho a esperarlo, a exponer aquí una tesis académica o científica sobre un tema literario, lingüístico o filosófico. Al menos en tres oportunidades condené a la aniquilación lo que en momentos de debilidad creí que podrían ser textos dignos de vuestra calificada atención y todavía temo que el que hoy me atrevo a presentar tampoco posea la dignidad que corresponde.
Pese a todo, confío en que mi muy leve y no tan breve disertación sea recibida con benevolencia. Al menos en lo que corresponde a esta lectura, es lamentable el lastre que significa mi resistencia a hacer discursos leídos, algo que sí practiqué, por deber institucional, solamente mientras fui rector de la Universidad de Costa Rica y así lo exigía el ritual de ciertas ceremonias. Pero aparte de esa circunstancia, solo recuerdo haber premeditado un discurso en aquella ocasión en que, por haber sido buen muchacho durante tres años bajo disciplina militar, me tocó hablar en un acto de graduación presidido por el Mayor General Fulgencio Batista y Zaldívar. ¿Podéis imaginar cuán difícil fue preparar un texto que de ninguna manera pudiera ser interpretado como tributo o alabanza al tirano de Cuba?
Por otra parte, me complace traducir, de los cuadernos de Emil Cioran, aquel apunte según el cual «nada exaspera más que leer a un filósofo o un crítico que nos dice en cada página que su método es “revolucionario”, que aquello que él afirma es importante, que se trata de algo nunca dicho antes, etc. etc. ¡Como si el lector no fuera capaz de juzgar por sus propios medios! Eso, sin contar con que una invención de la que uno es demasiado consciente tiene algo de indecencia. La originalidad debe ser sentida por los demás, no por uno mismo».
Entiendo que fui llamado a integrar esta cofradía porque mis distinguidas y distinguidos colegas atribuyen algún mérito a mi contribución a la literatura costarricense, pero a fe que tal contribución es, además de magra, precaria. Sospecho que en no lejano día, cuando el abundoso contingente de postulantes a la licenciatura de nuestras universidades haya agotado todos los temas propios de los estudios literarios, un distraído y quizás mal orientado estudiante asumirá, en su proyecto de graduación, el examen de mi caso y descubrirá, por fortuna póstumamente en lo que me concierne, que en mi mal llamada obra literaria la tendencia a la brevedad narrativa y al aforismo no representa sino la admisión de que en este ámbito, como en tantos otros, estuve destinado a ser un tanto ocioso y un tanto superficial. Se justifica así que recurra nuevamente a Cioran para opinar que «quienquiera que pretenda dejar una obra no ha comprendido nada. Es necesario aprender a emanciparse de lo que uno hace. Hace falta, sobre todo, renunciar a tener un nombre, incluso a portar uno. Morir inadvertido, es posible que en eso consista la gracia».
A este respecto, cuento con la opinión de un ánima que, estoy seguro, todos consideramos autorizada: Constantino Láscaris. Quien ahora lee frente a ustedes era Vicerrector de Docencia de la Universidad de Costa Rica y se encontraba ya envuelto en los ajetreos académicos y políticos que lo llevarían a la Rectoría en algún momento. A la postre, y para mi orgullo, Teodoro Olarte y este orador éramos, uno del otro, el vecino del frente, habitantes de sendas viviendas nada ostentosas en el nada ostentoso Barrio Vargas Araya, un vecindario de acento más bien obrero cercano a la Universidad. Como Láscaris era amigo de Olarte, visitaba con frecuencia a aquel vasco impenitente y tal circunstancia hizo que entre ambos filósofos y este alajuelense tan ajeno a la Filosofía surgiera una familiaridad casi doméstica, mucho más entrañable que la fraternidad académica, y sin duda reforzada por la admiración que yo sentía por ambos.
Cierta tarde, el destino nos atrapó a Láscaris y a este servidor de ustedes en una escena muy improbable: el Vicerrector se atareaba sobre el techo de su casa, dedicado a la urgente tarea de tapar una gotera y desembarazar de hojas perdidas los desagües de las canoas; recién salido de la casa de Olarte, Lácaris vino a plantarse en la acera de enfrente y, como si estuviésemos en la ya para entonces mítica soda de la desaparecida Facultad de Ciencias y Letras, armamos palique y terminamos, él de pie en la acera y quien les habla sentado en el techo, conversando las horas muertas. Recuerdo que la línea final de aquella conversación de barrio fue una lapidaria afirmación del filósofo: «Señor Vicerrector, yo creo que usted sería más feliz si se hubiese dedicado a la bohemia».
Yo también estoy convencido de que el mero dominio de cierto oficio o cierto artificio idiomático no es credencial para el ingreso a la categoría de los escritores, y tal convicción añade otro motivo de perplejidad frente a la designación que hoy me trae a este estrado. Sin embargo, debo reconocer esta mañana que mis vanos intentos literarios me depararon muchas satisfacciones, entre las cuales figura la aprobación y el estímulo generosos que recibí, a lo largo de mi llamada carrera literaria, de dos maestros que hoy son miembros de número de esta Academia: Alberto Cañas Escalante y Jézer González Picado.
A Alberto Cañas le debo el milagro de haber visto publicado mi primer intento literario en un suplemento dominical del periódico La República. Corrían las primeras semanas de 1960 cuando tuve la no muy esperanzada ocurrencia de enviar al diario el manuscrito (literalmente el manuscrito porque era de mi puño y letra e iba entintado en un cuaderno escolar) de un relato titulado «Zapatos» que comenzaba pedestremente así: «Pedrito caminaba por una callejuela del barrio Sagrada Familia». Para mi sorpresa, y en beneficio de mi ego de estudiante de segundo año de universidad, el cuento apareció en letra impresa encabezado por una cortísima nota de Alberto Cañas que marcó para siempre mi vida, al hacerme creer que algún día podría llamarme escritor. En cuanto profeta, Cañas no fue muy acertado en este caso, pero en cuanto maestro generoso y constante, le debo agradecimiento y admiración.
Es para mí un honor inconmensurable saber que el académico que me hará la réplica esta noche es Jézer González Picado, ilustre profesor que representa uno de los más elevados ejemplos de sabiduría, amistad, lealtad y desprendimiento que se hayan conocido en la Universidad de Costa Rica. Profundo, magistral en el más legítimo sentido de la palabra, es para mí el gran pedagogo, el gran enseñante, pese a que nunca fui su alumno formal. Estoy seguro de que nadie ha sido más obsesivo que él en declararle de manera pública méritos a mi obra literaria, pero debo decir que sus conversaciones privadas han sido la fuente de críticas y de enseñanzas a las que debo los pocos aciertos literarios en los que yo pudiera haber incurrido. Y, en una dimensión más importante, cuando el azar me llevó a asumir funciones de dirección académica en la Universidad de Costa Rica, Jézer González fue siempre un leal y desinteresado consejero. Es muy probable que él no se haya percatado plenamente de la gran influencia que sus observaciones, llenas de rigor y de nobleza, ejercieron sobre mis actos en aquella época. Siempre me preguntaré cuántos de mis múltiples errores habría evitado si hubiera recurrido con más frecuencia al consejo suyo. Esas son las razones por las cuales el honor que hoy se me confiere se centuplicará cuando reciba la acolada de parte del doctor González Picado.
Hace ya más de mil días alcancé inadvertidamente la involuntaria condición de sexagenario superviviente. Creo no estar equivocado si afirmo que la vejez es tan solo una categoría más entre aquellas a las que la naturaleza nos obliga a título temporal, pero no debemos olvidar que en buena etimología categorizar significa «acusar de» (Egó kategoriskós se titula en griego moderno el conocido texto de Zola); de ello es razonable inferir que me estoy acusando de ser un viejo existencial, que me estoy acusando de haber interiorizado la vejez con una serenidad en nada comparable a la torpe agitación con que asumí en el pasado las etapas de la niñez, la juventud y la madurez.
Ahora bien, al preguntarme cuál es el atributo más distintivo de mi actual condición etaria, descubro que en la tradición hispanoamericana se ha perdido bastante el aprecio por la experiencia individual, un aprecio que en el pasado les daba brillo y dignidad a los pares de adjetivos (y de sustantivos) viejo-vieja y anciano-anciana. Por ello me veo obligado a ejercer un acto de violencia sobre el idioma que supuestamente debemos proteger, llamando a las filas de la moda un nuevo y, como casi todos, innecesario eufemismo: pido venia para decretar que los vocablos vejez y ancianidad sean sustituidos por la palabra perspectividad. Mi propuesta está acorde con el hecho de que la época actual parece ser, por excelencia, la del recoveco lingüístico, la del temor a los significados precisos, la época de la nueva confusión babélica causada por un empleo rebuscado y, a veces, corrupto de las sinonimias. Especialmente en boca y en la pluma de los comunicadores sociales — y me pregunto si existe, acaso, una comunicación que no sea social— el eufemismo, dictadura del engolamiento y de la fingida corrección política, se ha convertido en apocalipsis de la seguridad glótica. Hay una verdadera convocatoria a la esquizofrenia en los esfuerzos que hacen muchos comunicadores por ocultar la debilidad de ciertas ideas mediante el recurso a la metáfora de rastacuero, para apenas alcanzar como resultado extremo el lugar común o el oscurecimiento del mensaje.
Así, cuando, por razones misteriosas, se le atribuye a la palabra nosocomio una dignidad de la que carecen los términos clínica y hospital, me pregunto si la cultura de nuestra época nos habrá impuesto coturnos lingüísticos para elevar artificialmente la capacidad comunicativa de quienes divulgan y difunden, desde los medios de comunicación de masas, las cambiantes consignas de la moda y la manipulación política.
Tampoco entiendo cómo se pretenden disimular las ignominias del sistema carcelario con solo transformar a los presos, condenados, o presidiarios, en privados de libertad, uno de esos logogríficos conceptos que denuncian a periodistas y políticos poco imaginativos. ¿No hay en tan penoso eufemismo, un tufo del «Arbeit Macht Frei», la odiosa consigna inaugurada por el nazismo en la fachada del campo de concentración de Dachau? ¿Será, acaso, que George Washington y Thomas Jefferson, quienes, pese a su condición de padres de una novedosa y ejemplar República democrática y cristiana, continuaron ejerciendo sin fardo ni arrepentimiento el anticristiano oficio de comerciantes y explotadores de esclavos, consideraban que sus pertenencias eran «seres humanos desprovistos de libertad»? ¿Podríamos imaginar a Miguel de Cervantes en el acto de llamar a los galeotes algo así como «voluntarios atletas de la navegación lacustre, fluvial y marítima»?
Menos aún alcanzo a comprender por cuál razón hoy, cuando a todas luces el sistema costarricense de educación general hace aguas en un mar de mediocridad y despreocupación, los que en mi tiempo conocíamos como escuelas y colegios tienen que ser llamados centros o complejos educativos.
Bástenme, pues, estos tres leves ejemplos de liberalidad eufemística para no resistir la tentación de introducir aquí un término que me venga a liberar de las categorías de ciudadano de oro, ciudadano de la tercera edad o adulto mayor. Y en vista de que viejo y vejez se han metamorfoseado en palabras malsonantes o, como también suelen decir los comunicadores, políticamente incorrectas, decido que, en vez de declarar que ya tuve acceso a la vejez —y menos aún que he accedido a ella puesto que el alcanzarla no fue mi voluntad sino imposición de natura— opino que el transcurso del tiempo no me ha hecho envejecer, sino que simplemente me ha deparado una creciente perspectividad.
Siempre he tenido conciencia de que, como bien vino a machacármelo en mi madurez el inagotable rumano-francés Emil Cioran, toda la existencia humana no es más que el tiempo transcurrido entre dos amenazas: la más incierta, la puramente accidental, la más improbable, que es la concepción, y la más cierta, la más determinada, la insoslayable y precisa, que es la muerte. No es mi deseo causar alarma con un escarceo sugerente del suicidio, pues soy un fanático de la vida y no pretendo en modo alguno renunciar a un solo segundo de la porción que me toca, que de todos modos al final consideraré insuficiente. Es tan solo que cada vez que se ha alzado dentro de mí la voz de la ambición para invitarme a galantear con alguna pretensión de inmortalidad, o alguna mal concebida grandeza, la razón me ha llevado a creer que, como lo afirma uno de mis personajes humorísticos, para el ser humano individual la inmortalidad es, a lo sumo, vitalicia. E, incurriendo en la desconsiderada práctica de autocitarme, puedo decir que mi credo fundamental quedó plasmado sin fortuna en un aforismo que tuve la descabellada idea de insertar en el opúsculo seudoliterario titulado Aforismos sin aforo. Me decía a mí mismo: «La vida humana es como el salto de los delfines que salen por unos pocos segundos del océano para experimentar las sensaciones del aire y del sol y enseguida vuelven al mar. Solo que a los delfines les está dado saltar innumerables veces, y al ser humano descreído de las reencarnaciones no se le concede más que una oportunidad de volar sobre la superficie del oscuro y dilatado océano de la existencia».
De modo que no es la primera vez que esta reticente víctima de la perspectividad experimenta el vértigo que provocan los diversos vacíos de la existencia. Sin embargo, en esta oportunidad voy a aprovechar vuestra amable disposición a escucharme para confesarme perdido en la inmensa fuente de frustración que hay en toda carrera académica o profesional cuando se observa desde las alturas de la perspectividad o se le descubre sometida a una serie de metamorfosis denotativas que, en mi caso, me llevaron desde la condición de obrero virtual, a la de técnico, a la de educador, a la de científico, a la de escritor y, finalmente, sin mérito discernible, a la de intelectual que hoy generosamente se me confiere pues, en efecto, considero que la condición de académico de la lengua es, por lo menos en cuanto a su definición más verosímil, la del intelectual pleno, la del intelectual sin adjetivos.
Permitidme, entonces, afirmar que cada una de las erráticas etapas de mi parábola vital no fue sino una inesperada acrobacia dictada por el azar. Nunca en mi vida me sentí verdaderamente enfrentado a lo que un orientador educativo pudiera llamar una disyuntiva vocacional. Estoy casi seguro de ser el primer miembro de esta Asamblea que alguna vez se inició en la disciplina militar, indeseable padecimiento que sufrí en una escuela preparatoria para la condición de obrero calificado o artesano, destino al que en algún momento me dirigí, en Cuba, sin haberlo planeado.
A esto debo añadir que mi madre, creyente de una de tantas consejas populares, y tras especular sobre las señales observadas en mi conducta el día de mi tercer cumpleaños, llegó a la conclusión de que mi vocación manifiesta era la de sacerdote. Paradójicamente, ella misma se encargó de frustrar aquella profecía a partir del momento en que, después de alfabetizarme ella misma, en un impensable rasgo de tolerancia ecuménica me impuso por el resto de mi infancia la costumbre o la obligación de concurrir cada fin de semana a las incompatibles actividades religiosas de dos diferentes iglesias: la católica y la metodista. Incluso, algunas veces encontró apropiado hacerme visitar un templo adventista.
Después de la escuela vocacional, me incorporé a una institución educativa aún más militarizada, una escuela politécnica extraordinariamente parecida a la descrita por Vargas Llosa en La ciudad y los perros, y de la que espero haber emergido sin graves escaldaduras de carácter, solo contaminado por la denominación de técnico en laboratorio químico y exonerado, por ser extranjero, de la tácita invitación a seguir la carrera castrense que sí recaía sobre mis compañeros de nacionalidad cubana. Como final de mi aventura educativa antillana, fui estudiante y luego graduado como Químico Industrial de una escuela que ostentaba el improbable nombre de Escuela Superior de Artes Oficios de la Habana «"Fernando Aguado y Rico». Valga aclarar que el ilustre tocayo de tan extraños apellidos existió realmente y fue un destacado educador cubano de entre siglos.
Heme, pues, a mis 17 años, producto de una secuencia educativa de seis cursos lectivos en los cuales nunca recibí una sola lección de literatura y, anegado por las asignaturas de tipo instrumental como Geografía Económica, Geometría Descriptiva, Cálculo, Inglés Técnico, Dibujo Técnico e infinidad de cursos de Química y Física, todo lo que pude aprender sobre la lengua castellana provino de unos deplorables cursos, abreviados si no recuerdo mal, de Gramática y Redacción. Y este es el punto al que quería llegar. Cuando, de regreso a Costa Rica, busqué la admisión en nuestra Universidad con el fin de continuar —en estos asuntos no hay sorpresas— estudios de Química, el honorable y, desde mi perspectiva, desinformado y provinciano Consejo Superior de Educación de entonces me impuso una serie de exámenes y otros requisitos que retrasaron en dos años mi acceso a la enseñanza superior. Y, por supuesto, no recuerdo haber rezado nunca por el alma de alguno de aquellos ilustres funcionarios.
De las, a mi juicio, ridículas pruebas académicas a las que debí someterme para satisfacer una folclórica ocurrencia del Consejo Superior de Educación, la que resultó más ridícula de todas fue aquella que me obligó a explorar con minuciosa exactitud el contenido de los programas de literatura de la llamada enseñanza media o secundaria de nuestro país. Pese a que mis antecedentes académicos fueron vistos por los doctos de la educación nacional como formadores de bárbaros especializados destinados a servir a la industria o al ejército cubano, cuando leí aquellos programas me sentí escandalizado por su pobreza, su superficialidad y su irrelevancia. Cualquiera de mis compañeros de estudio de la Escuela de Artes y Oficios de La Habana o del Instituto Cívico Militar de Cuba, por definición bárbaros desde edad temprana, también se habría escandalizado.
Que los programas de Química, Física y Matemáticas sobre los cuales tuve que presentar exámenes me inspiraran menosprecio, no tiene por qué parecer extraño; pero que a simple vista me resultara deleznable un componente humanístico esencial de la enseñanza media costarricense, escapaba a mi comprensión. Y ahora, dotado, como hemos convenido, de una amplia perspectividad, puedo decir que mi observación de entonces sigue siendo, no sólo válida, sino cada vez más justificada y alarmante. Y, siempre dentro de un ánimo puramente digresivo, debo preguntarme si hay mejor lugar para hacer esta triste confesión que el seno de la Academia Costarricense de la Lengua.
Pero, al fin y al cabo, el más lamentable de los descubrimientos en que he incurrido en este terreno vino más tarde cuando, en plena perspectividad, me convencí de que las autoridades educativas de Costa Rica —vale decir, el Ministerio de Educación y sus dependencias— siguen siendo particularmente insensibles a las denuncias que a ese respecto se escuchaban ya en la década de 1950. La situación, sencillamente, ha empeorado hasta el punto de que, si me fuera permitido hacerlo, declararía, con el perdón del Ministerio, de los maestros y de los profesores, que la enseñanza de la literatura en la escuela y el colegio costarricenses estaría mejor si fuera clausurada.
Me propongo ahora referirme a las vocaciones accidentales o no deseadas. Hasta los orientadores profesionales admitirían que la conciencia sobre lo aleatorio del destino profesional puede provocar en el individuo un desapego intelectual y, ¿por qué no reconocerlo?, una pereza mental solo comparables con el también creciente desinterés que experimentamos en la edad provecta por ciertas formas de la exaltación física. Más aún, en el caso de quien como este lamentable orador ha visto su vocación sometida a innumerables virajes, el resultado es lo que defino, eufemísticamente desde luego, como atomización aforísmica, pero que vosotros tenéis derecho a considerar, despiadadamente, un simple caso de pensamiento disperso.
Por ello, porque en ese salto hacia la luz rumbo al olvido que fue mi cabriola de delfín sobre las aguas, nunca tuve la oportunidad o la voluntad de consolidar vocación permanente alguna, he interpretado que debo pergeñar aquí, en lo que al final podría resultar un mero anecdotario, algunas reflexiones sobre lo que deberíamos llamar, en lenguaje ni posmoderno ni capitalista, mi desordenada e inútil acumulación de perspectividad. No se trata, desde luego, de escribir mis memorias, pues considero que la práctica de esa forma de tortura es prerrogativa tan solo de quienes aún aspiran a algún grado de esa inmortalidad a la que ya le he dedicado suficiente ludibrio.
Es lícito deducir, del prolijo aforismo personal que he citado, que la decisión, urdida por la naturaleza, de crear las minuciosas y complejas federaciones de genes llamadas seres vivientes, es más importante que la aparatosa y elaborada conspiración intelectual que ha tenido como objetivo, por lo demás siempre defectuoso, crear esas otras asociaciones que llamamos estados y federaciones de estados, y de las que muy ufana se ha sentido la variedad occidental de la especie humana desde que no atina a encontrar sustitutos convincentes de la fe religiosa. Mi accidental y accidentada incursión en una de las ciencias llamadas duras fue insuficiente para redimirme de una creciente carga de anarquismo y de materialismo que, por otra parte, nunca me privó de la certeza de que aun sobre el vacío metafísico más enrarecido es posible levantar una edificación ética racional, solidaria y desinteresada. Declaro, amigas y amigos, que, a pesar de las incitaciones maternas en contrario, no me unen a la causa de la vida especiales esperanzas o apetencias místicas, pero sí una imperturbable admiración por los diversos azares que dieron origen a un universo en el que, justamente, el milagro de la vida está, más que permitido, condenado a manifestarse. No es vana, pues, mi alusión a las federaciones de genes que, no por casualidad sino por causa de un determinismo físico que algún día será expresable en dígitos precisos, dio origen, en este inconspicuo lugar del universo, a la posibilidad de que surgiera, temporalmente como lo señalan los más escrutables designios de la astrofísica, el casi imposible acontecimiento de la vida. Voy a citarme de nuevo, voy a someteros al breve suplicio de un cuento corto que esbocé hace algún tiempo y del cual me arrepiento con toda solemnidad, por supuesto únicamente desde el punto de vista literario. El cuento se iba a titular «La constante de Planck» y debería rezar como sigue:
Extraviada durante mucho tiempo, vuelve a mis manos una ajada libreta de bolsillo que tardo algunos minutos en identificar como aquella que usaba en Bélgica, cuando era estudiante de posgrado, para anotar mis proyectos de cuentos conforme se me iban ocurriendo y, de vez en cuando, un aforismo sin futuro. Decido que ahora, después de más de treinta años, el cuadernillo es del todo inútil y, antes de lanzarlo al cesto de la basura leo en su última página una aislada anotación que a la letra dice: «“Dios y la constante de Planck».
Estas seis palabras me recuerdan el propósito nunca cumplido de escribir, bajo el título de «Génesis 1.1», o algo semejante, el siguiente aforismo:
«En el principio dijo Dios: —Sea una constante de valor seis coma seiscientos veinticuatro por diez a la menos veintisiete ergios.segundo, que un día los hombres llamarán constante de Planck».
Y eso sería todo. Afortunadamente no lo escribí, pues si lo hubiera hecho probablemente solo los físicos y los químicos lo habrían entendido: la constante de Planck (usualmente representada con la letra h) es el valor que relaciona la energía (E) de un quantum de luz con su longitud de onda (designada con la letra griega lambda) mediante la ecuación: energía es igual a la constante de Planck (h) multiplicada por la velocidad de la luz (c) y dividida entre la longitud de onda (lambda).
De haber sido otra la magnitud de h, la existencia de nuestro universo sería imposible, simplemente no existiría, pues es razonable suponer que la constante de Planck define por ella misma todas las características físicas de la creación. De ahí que la tesis —si así puede llamarse— implícita en el ya desechado proyecto de aforismo consista en que al Creador le habría bastado con solo definir aquella constante para hacer en una fracción de segundo el trabajo que, según la Escritura, tardó cinco días en ejecutar.
Pese a que el aforismo en cuestión nunca verá la luz, se me antoja imaginar lo que habría ocurrido si hubiera escrito y publicado la siguiente variante:
«En el principio dijo Dios: —Sea una constante de valor seis coma dos por diez a la menos veinticinco ergios.segundo, que un día habrá de llamarse constante de Planck».
[La prueba de que el texto en proyecto no habría funcionado literariamente se encuentra en el hecho de que aquí debo interrumpirme para observar que los dígitos de la constante h han sido cambiados). Continúo]:
En tal caso, no lo dudo, un físico meticuloso se habría percatado de que en el relato figura un valor incorrecto de h y se habría apresurado a señalármelo. Sin embargo, le habría respondido que no hay error de mi parte porque esto fue precisamente lo que expresó el Creador, dejando en manos de la imperturbable naturaleza la cósmica misión de enmendar el lapsus Dei. Pero de inmediato una voz interior me dice que estoy frente a un potencial blasfematorio de dimensiones considerables que debo eludir a toda costa. Y nuevamente me felicito por no haber utilizado una sola idea de las anotadas en aquella vieja libreta, ahora convertida en humus.
Hasta aquí mi fallida blasfemia. Ciertamente, a medida que mi delfín personal desciende a lo largo de su parábola hacia la eternidad del océano, se difumina cada vez más en mi entendimiento todo sentido místico de la existencia, pero al mismo tiempo se fortalece en mí la certeza de que alrededor del maravilloso acontecimiento de la vida se puede instaurar, y llevar hasta las más trascendentales consecuencias, una ética de la esperanza. Estoy convencido de que si el fenómeno de la vida no ha tenido lugar sino una sola vez y justamente en este rincón del universo; de que si, un día más o menos lejano la vida habrá de desaparecer, por causas naturales que ya se han previsto, o por causa de la imprudencia humana; de que, no importa cuán inconspicua y cuán vulnerable resulte ser la vida desde el punto de vista material, los eones darán a la paciente tozudez de las leyes físicas la oportunidad de recrearla en otro lugar y en otro tiempo.
La búsqueda de formas de vida en los confines del cosmos —cara tanto para científicos como para charlatanes de nuestro tiempo— no me parece tan inútil ni tan pueril como los escépticos pretenden. Esa búsqueda es la expresión de una esperanza, o más bien de una certeza extrema, que no habrá de agotarse nunca: una de las pocas esperanzas y la única certeza que, sin posibilidad de contradicción, se alimentan al mismo tiempo de la razón y de la fe.
No recuerdo el origen de la afirmación, pero alguna vez oí o leí que todo acto humano, por ínfimo que parezca, encierra la posibilidad de ser parte de una grandiosa o esencial aventura. Del ya mencionado George Washington sabemos que fue una inadvertencia, fortuita o calculada, la que lo convirtió en un líder militar que en diversas ocasiones desplegó la incompetencia necesaria para poner en total riesgo la causa por la que luchaba y por la que hacía morir tanto a sus camaradas como a sus enemigos. Según una oculta pero bien documentada tradición, su liderazgo militar inicial fue precipitado por su quizás deliberado olvido de despojarse del uniforme del ejército inglés cuando se presentó como delegado en las sesiones del Segundo Congreso Continental, reunido en Filadelfia en 1775. Es probable que los miembros de aquella asamblea de campesinos iluminados tomaran el inapropiado uniforme de Washington como prueba reveladora en él de cierta competencia castrense y, no habiendo entre ellos nadie que mostrara credenciales similares, acabaran poniendo en manos del individuo menos apto el destino, irónicamente brillante a la postre, de una futura gran nación.
El caso de George Washington es un buen ejemplo de una inducción vocacional equivocada pero exitosa. Si consideramos, por otra parte, el de Napoleón Bonaparte, quien estuvo a punto de nacer en el campo de batalla en el que su padre defendía de las tropas francesas la revolución corsa de Pascal Paoli, llegamos a la legítima conclusión de que quienes transitan por los caminos de la gloria están también sometidos a unos avatares vocacionales en los que la capacidad, la pericia, la preparación y, quizás, hasta la inteligencia no necesariamente son relevantes.
Es interesante observar que ambos hombres han pasado a la que podríamos llamar historia oficial de Occidente como genios militares, siendo que el americano fue, en ese ámbito, un chapucero con suerte, en tanto que Napoleón, el militar literalmente nato, vio su competencia táctica traicionada, en Waterloo, más por la mala suerte que por el valor o la razón de sus enemigos.
En punto a comparaciones, ambos personajes nos reservan otros motivos para la ironía. Washington, reputado de ser uno de los padres de la democracia y promotor de los derechos humanos, lucró hasta el fin de sus días, como se ha dicho, de la institución de la esclavitud, en tanto que Bonaparte, tenido por un déspota sanguinario por una gran parte de la opinión europea, fue pese a todo el heraldo armado de una revolución intrínsecamente antiesclavista.
Como se ve, mucho se podría especular alrededor de los mitos que, disfrazados de historia, ensalzan o percuden la fama y modelan la vocación de naciones, tribus e individuos. En nuestro tiempo, bien lo sabemos, el promedio de inteligencia de los grandes líderes parece haber alcanzado extraordinarios niveles de insustancialidad, lo cual sugiere que los designios vocacionales extraídos del sistema educativo globalizado son de poco fiar. Por ejemplo, es un hecho que las decisiones militares más importantes del mundo en los últimos diez años han estado en manos de dirigentes que, cuando jóvenes, mostraron una extraordinaria propensión a eludir la experiencia castrense. Quizás esa es la razón por la que, en lo que concierne a los Estados Unidos de América, la vocación militar de George Washington Bush parece caer dentro de una tradición de incompetencia y estolidez instaurada, en el mismo terreno, por aquel lejano general firmante de la Constitución llamado George Washington a secas.
En otro esbozo comparativo, tenemos de nuevo, allende el Atlántico, a Napoleón Bonaparte y, en nuestro hemisferio, otra vez a Thomas Jefferson. Se les toma, por ser contemporáneos entre sí, como referencias y testigos mutuos, pero no creo que se le haya prestado mucha atención a lo diferentes que fueron sus respectivas maneras de practicar el nepotismo.
Mientras que fue motivo de sorna el que el Emperador hiciera reyes y princesas de parientes poco dotados, no es sino hasta muy recientemente que la investigación histórica ha recalado, gracias a las pruebas de ADN, en la circunstancia de que el padre de la nación americana convirtiera en motivo de lucro su afición a la cópula con sus propias esclavas. Estas le dieron hijos que él no dejó de poner a disposición del mazo; es decir, del subastador de carne humana en el mercado de esclavos. De modo que se puede afirmar de este prócer americano que engendró deliberadamente suficientes hijos-esclavos como para terminar siendo de diferentes maneras padre de la nación y padre del Estado.
¿Deberá resultar extraño que en el futuro los historiadores postulen la hipótesis de que estas dos modalidades de nepotismo orientaron de modos distintos las vocaciones democráticas de las dos más grandes revoluciones de fines del siglo xviii y principios del siglo xix? No más extraño que el orgullo que los actuales descendientes afroamericanos de Jefferson sienten por un antepasado que, de no figurar en el panteón de los grande héroes, alcanzaría en cualquier escala ética o moral las dimensiones de un desalmado.
Leí, al empezar este discurso, que integrarme a la Academia significa sobre todo asumir conscientemente la condición de intelectual. En mi caso, esto equivale a correr el riesgo de autocalificarme dentro de una categoría —«acusarme de…», recordemos— cuya definición es siempre imprecisa, una categoría que estaría dispuesto a negar tres veces antes del canto del gallo, en parte porque ostentarla me parece pedante.
Sin embargo, creo que puedo atenuar mi contradicción trayendo a cuento el recuerdo de una antigua caricatura que mi memoria le atribuye a alguno de aquellos estupendos dibujantes españoles un tanto subversivos que exponían a diario el pan y la vida bajo la penumbra del franquismo tardío. Se trata del dibujo de una nutrida asamblea de animales de múltiples especies, elaborado con una minuciosidad que debe de haber sido la envidia del registrador de admisiones en el Arca de Noé. En el centro del dibujo, un desaliñado y ebrio ejemplar de la especie humana posa un brazo sobre los hombros de un chimpancé o un gorila y con gesto vidrioso y paternal le susurra: «Bueno, mi amigo, es evidente que tú y yo, los intelectuales, debemos hacernos cargo de esta reunión». Por tratarse de una caricatura de relampagueante simplicidad textual, todas las demás sugerencias quedan a cargo del lector-observador, y cada animal presenta una mirada o un gesto corporal que, por sí solo, podría propiciar media página de filosofía en un suplemento literario dominical. En el borde, casi rozando el trazo del recuadro, aparece una tortuga en la que se vislumbra una mirada de terror o, al menos, de preocupación, como si el quelonio estuviera dispuesto a recogerse para siempre dentro del caparazón. "… Tú y yo, los intelectuales…", dice el homo sapiens, mientras que el gorila o chimpancé se rasca reflexivamente la cabeza y dirige una subrepticia mirada hacia un garrote que, como por accidente, yace al pie del borrachín.
Presumo que, para la tortuga, o para un inconspicuo mapache cuyo un antifaz parece prefigurar la especie del político del siglo xxi y es la bestia más cercana a los del abrazo, es irrelevante quién se apodere eventualmente del garrote; solo que, hasta donde recuerdo, el mapache esboza, debajo del antifaz, una sonrisa oblicua como las que los malos actores exhiben en los filmes gangsteriles, de lo que puede inferirse que su destino pasará necesariamente por una alianza con los dueños del arma.
Desde hace casi medio siglo, cada vez que el recuerdo de aquella caricatura comienza a borrarse de mi memoria me sobreviene la providencial oportunidad de escuchar o leer a ciertos grupos o individuos que se autodenominan intelectuales, y entonces recupero de aquel dibujo los trazos caídos en el olvido y en cada ocasión me hago las tres preguntas siguientes: ¿Cuántas veces cambiará de manos el garrote antes de que el beodo, el gorila y el mapache se pongan de acuerdo para agredir a la tortuga? ¿Cuánto tiempo sobrevivirá la tortuga a los golpes del primer intelectual o político que se decida a utilizar el garrote? ¿Cuántos animales habrán muerto cuando el mapache y los dos intelectuales hayan decretado que, por fin, debe existir entre los animales una sola ideología, una sola manera de pensar y una sola cultura?
Os debo la consideración de no agotar todas las insinuaciones que se derivan de aquella caricatura en relación con la definición del intelectual y el papel que corresponde en la actualidad a quienes se autodeclaran intelectuales, pero creo que es conveniente revivir sus interrogantes en este tiempo, cuando la uniformidad de pensamiento pareciera haberse convertido en paradigma, en motivo pivotal de la propaganda y la publicidad. Y, como bien sabemos, el lenguaje sigue siendo la esencia de la publicidad y la propaganda. Esta obvia y elemental observación nos recuerda que, si bien nuestra lengua no necesita de comisarios que garanticen su supervivencia, sí requiere de un tipo de protección relacionado más con la ética que con la corrección gramatical. Que el ejercicio de esa protección esté al alcance de nuestras capacidades, es otro tema cuyo tratamiento debe quedar para mejor ocasión.
© Fernando Durán Ayanegui
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