LITERATURA INFANTIL
O LA INEFABLE BÚSQUEDA DE UNA DEFINICIÓN
Carlos Rubio Torres
Discurso de ingreso a la Academia Costarricense de la Lengua
(leído el jueves 17 de abril de 2016, en la sede de la corporación, en San José de Costa Rica)
Cuando era niño y mi madre llegaba a casa con un libro me despertaba la alegría. Me dejaba en las manos un tomo con portada de vívidos colores. Me leía el título, que podía ser La Cenicienta, El gato con botas o Aladino y la lámpara maravillosa. En ese momento, yo ignoraba que eran relatos ancestrales, antiguos, cuyos orígenes nos resultan indescifrables y anónimos.
Hoy, un libro me provoca el mismo sentido de gracia y ventura. No sé qué milagro hacía mi madre, con su salario de maestra, para llevarme un ejemplar distinto casi a diario, con cada uno de los cuales formé mi primera biblioteca. Esperaba la noche, para que, como preámbulo del sueño, ella me leyera esas palabras que se convertían en dentelladas y hasta en peligrosos pensamientos. Posiblemente, se habría asustado si hubiera sabido que alguna vez pensé en lanzarme del segundo piso de la casa y convertir un trozo de tela en una alfombra voladora. Lo cierto es que la perenne gratitud que le guardo a mi madre educadora es la misma que siento hoy para la Academia Costarricense de la Lengua. Como lo dice Daniel Goldin, dar un libro a una persona «es un regalo radical, una muestra de confianza en el prójimo». Y esa es la sensación que hoy me embarga, un espíritu que me conduce a expresar las gracias a mi madre por el estímulo brindado y a la Academia por la confianza depositada en un escritor de textos que leen los niños.
Me honran con la silla O, que hasta hace poco ocupó Fernando Durán Ayanegui, escritor, educador, químico y rector de la Universidad de Costa Rica. Durante mi vida lectora me he dejado llevar por su palabra inteligente y su inigualable sentido del humor gracias a obras como Salgamos al campo o El benefactor y otros relatos. Como escritor e investigador de la literatura infantil leo con atención páginas suyas que me han formado: Cuentos para Laura, El rey que se apoderó de la luna o Dos reales y el puntito curioso. Libros que, estoy seguro, han deleitado las horas a muchos lectores al igual que a mí.
Joaquín García Monge, miembro fundador de esta docta corporación, comprendió el significado de una patria en la que se lee, o acaso una matria, pensando en la maternidad. Advirtió que el amor por la palabra escrita se cultiva durante la infancia; que no debe representar una imposición, sino un deleite y un derecho de los ciudadanos. En una carta de 1929, dirigida a Rogelio Sotela, también miembro de esta Academia, recomendó «poner en manos de obreros curiosos libros esenciales, reveladores de la verdad, de la belleza, del bien o de cosas semejantes que enriquecen a un país». Ese debería ser el fin primordial de una república democrática, la de no solo procurar el bienestar material, sino también exaltar el goce estético, el pensamiento crítico y la libertad creadora. García Monge lo sabía bien; fue fundador y primer profesor de la Cátedra de Literatura Infantil en la Escuela Normal de Costa Rica. También editó en la colección El convivio de los niños obras fundadoras de la literatura infantil y juvenil costarricense como Cuentos de mi tía Panchita de Carmen Lyra, Cuentos viejos de María Leal de Noguera o El delfín de Corubicí de Anastasio Alfaro.
Enaltecer la tarea iniciada por García Monge no es fácil. Hace pocos meses, la Universidad de Costa Rica y la Universidad Nacional inauguraron un «Rincón de cuentos», biblioteca especializada en literatura infantil en la Escuela Sepecue, en Alta Talamanca, Limón. La encuesta sobre prácticas culturales, realizada por el Ministerio de Cultura y Juventud, cuyos resultados fueron dados a conocer en 2012, muestra lo poco que se lee en esa provincia. Según ese estudio, en el Caribe leen 1,1 libros por año. Por este motivo, es imperativo crear bibliotecas dotadas de libros hermosos, interesantes, que provoquen ese deseo de asirlos, ojearlos y, después de ello, leerlos una y otra vez con entrega y pasión.
El «Rincón de cuentos» de la Escuela Sepecue se instaló en una edificación similar al usulé, la casa cónica ancestral de los indígenas bribris. El techo es un entretejido de bejucos y hojas de suita. La construcción original solamente tendría una puerta y simboliza el macrocosmos del universo y el microcosmos del hogar. Este sitio dedicado a la lectura es diferente, pues tiene ventanas con rejillas para darle el paso al sol. La extensión es circular y breve. En el centro dejaron un fogón listo para ser encendido y alzar sus llamas igual que la palabra oral, porque los relatos, los poemas y las canciones no solo habitan en las páginas de letra impresa, sino que cobran vida en los labios de quienes se encargan de narrarlos, recitarlos o cantarlos. Hay una hamaca que nos invita a tumbarnos a leer. También encontramos un teatrino de dura tabla para que los niños puedan crear historias. Ahí cuelgan canastos y juguetes tradicionales tallados por manos generosas que conocen una sabiduría antigua e ignorada. Y en los estantes se encuentran los libros. Hallamos ejemplares publicados en Costa Rica, escritos en bribri, cabécar y español. Están las historias de Sibö, el tigre de agua o las piedras que cantan. Además, obras que ya se consideran clásicas y otras, contemporáneas. También, allí se guardan leyendas latinoamericanas, mitos griegos, cuentos de hadas que se han narrado, originalmente, en otros continentes. Textos viejos y recientes, reflejo de las últimas tendencias de la literatura infantil y juvenil, pues un niño de la comunidad bribri o cabécar tiene derecho a conocer su cultura y, asimismo, guardar una visión de amplitud.
En el «Rincón de cuentos: hemos procurado resguardar la enseñanza de Gabriela Mistral, quien en 1924 hizo una compilación titulada Lecturas clásicas para niños, por encargo del Secretario de Educación de México, José Vasconcelos. Mistral no se limitó a registrar literatura creada en ese país; presentó a la niñez textos de Oriente, los vedas, Ramayana, Panchatantra, de Tagore, Las mil y una noches, la Ilíada, el Antiguo y el Nuevo Testamentos, el Mio Cid, el romance del Conde Arnaldos, fragmentos del Quijote, Parsifal, El rey Lear de Shakespeare, cuentos de Tolstoi y, por supuesto, leyendas de Quetzacoalt y poemas de Netzahuacóyotl. Gabriela Mistral consideró que José Martí era su maestro. Y tal como él lo hiciera en los cuatro números de la revista La Edad de Oro, comprendía que no debía restringir la visión cultural de la niñez, por el contrario, aspiró a la universalidad de la palabra, el sueño y el entendimiento.
Guiado por la curiosidad, me adentré en la construcción circular del «Rincón de Cuentos» de la Escuela Sepecue. Encontré a un niño, de unos diez años, que de manera espontánea estiraba los brazos para tomar un libro que lo había atraído. Y como muchos otros pequeños de esa escuela, posiblemente, juega fútbol y siente atracción hacia las recientes tecnologías, por ejemplo, el uso de tabletas electrónicas y teléfonos celulares. Sin embargo, buscó un álbum ilustrado y se sentó a leerlo en la hamaca. Sin que lo adevirtiese le tomé una fotografía que, días después, observé en la casa con detenimiento. Tal vez, la madre y el padre de ese pequeño trabajen en alguno de los sembradíos de banano y plátano que rodean la comunidad, o, posiblemente, viajen en panga sobre el río Telire, para laborar en algún comercio del poblado de Suretka. No sé si existirán algunos libros en su hogar e ignoro si le narrarán historias antes de dormir. Lo cierto es que esa imagen simboliza el anhelo que hemos guardado escritores, educadores y promotores de lectura: la aspiración de que un niño, de manera voluntaria, busque un libro y se solace con sus palabras e imágenes.
Por ese motivo, me concentraré en esa imagen para investigar ¿qué busca ese pequeño en un libro? Además, subyacen las preguntas: ¿Qué es literatura infantil? ¿Existe una elaboración textual diferenciada, específicamente orientada a la niñez y a la juventud? Estudiemos la relación que se da entre el niño y el libro. Las letras y las ilustraciones que se despliegan ante sus ojos han sido inscritas, por lo general, como infantiles. Y la palabra infancia no es, atendiendo un estudio exclusivamente etimológico, la que mejor podría definir un conjunto de textos que tienen como propósito despertar el discurso de las personas menores. La voz procede de infans que, según Joan Corominas, es la incapacidad de hablar. Así, que tanto las estatuas como los niños carecen de lenguaje. Tal como explica Santiago Segura Munguía, proviene de la voz fari: hablar, decir o pronunciar. Un infante, entonces, es un «no hablante». No podríamos afirmar que, en la actualidad, creamos que los niños sean incapaces de elaborar un discurso oral o escrito. Se debe anotar que, históricamente, se les ha negado la posibilidad de hablar.
Joseph E. Illick sostiene que en la Edad Media ni siquiera resultaba necesario diferenciar a los niños por su nombre propio. Se les podía dar la misma denominación a dos hermanos y se les reconocía tan solo por el apelativo de «el menor» o «el mayor». En la iconografía cristiana medieval y del Renacimiento, Jesús niño era representado como un adulto en miniatura. Y es muy posible que esa visión plástica fuera reflejo de lo que pensaban entoncesΓǪ adultos inacabados o empequeñecidos. Y según Phillipe Aries, a partir de los estudios históricos y demográficos, la investigación sobre la infancia es una construcción moderna. El llamado «sentimiento de infancia» surgió en el siglo xv en Europa, con las comunicaciones mercantiles que se dieron entre los países de ese continente, los cuales produjeron transformaciones de actitudes, sentimientos y relaciones. Esa percepción se acentuó en los siglos xvii y xviii, con el establecimiento de las primeras escuelas burguesas que Soriano estudió con detalle para concluir que se empezaron a crear instituciones y sitios en los que se separaba a la niñez de la adultez y en las que se inculcaba, con especial esmero, ideas sobre la higiene y la filantropía.
Se piensa en la niñez como en ese territorio en el que el ser humano está en constante formación y se desarrolla bajo la acuciosa mirada de los mayores. Por eso, no resulta extraño que se generalice que las obras destinadas al público infantil y juvenil carecen de sentido artístico y que no se estudien o divulguen en la universidad. Son obras que se podrían ubicar en un cajón etiquetado como «literatura menor». Teresa Colomer registra esta opinión de Lolo Rico de Alba: «La mal llamada literatura infantil es a la verdadera literatura lo que los castillos de arena que construimos en la playa para nuestros hijos a la verdadera arquitectura». Imagínense ustedes: dedicar una vida a levantar palacios que fácilmente pueden ser borrados por el suave impulso de la brisa o el agua. Así, un escritor infantil carece de lenguaje y, por tanto, su oficio es inexistente. Con cierta sorpresa oigo la expresión «Carlos es un autor infantil», con lo que se estaría diciendo es que «Carlos no existe, es una ficción, pues sin lenguaje, sin palabras, no podría elaborar una obra literaria».
Los detractores de la literatura infantil tienen razones para dudar de su calidad y de su posible beneficio. Todavía en estos años que llevamos de nuestro siglo es posible encontrar libros en los que se muestran los vicios. María Clemencia Venegas, Margarita Muñoz y Luis Darío Bernal señalan características que falsean y vulgarizan los discursos que se escriben para los más pequeños. Entre ellas, el aniñamiento que se manifiesta con el abuso de diminutivos o aumentativos. Acaso se cree que si una persona menor es, transitoriamente, baja de estatura solo puede ver pequeñeces o grandiosidades en el mundo. Basta ya de textos en los que abundan términos como «piyamitas» y otras azucaradas palabras que pueden, innegablemente, provocar el empacho de menores y el horror de los lectores avezados. Se observa, también, el paternalismo, la cursilería o el «maravillismo», entendido como la falsa pretensión de ganarse el interés del lector con exageraciones que restan el sentido de verosimilitud a la trama; y, mucho más, si se confunde la poesía con la versificación plagada de lugares comunes, desprovista de imágenes literarias y riqueza imaginativa.
La característica menos deseable de esos libros es el didactismo. Se cree que la única misión del niño es la de aprender. Y confunden al escritor con un maestro que debe infundir moral, religión, patriotismo y cumplir con los principios establecidos por un currículo nacional. Más que obras artísticas son mercancías de ínfimo valor que, como lo señaló el maestro García Monge, se convierten en “baratijas literarias”. Por ello, es preciso ver los libros con los ojos de la niñez; no importa que hayan sido escritos en siglos pasados, hay mucho que aprender de sus hallazgos.
El concepto de literatura infantil es de origen reciente. Para Margarita Dobles Rodríguez es una categoría lingüística y un hecho histórico que se terminó de definir en el siglo xx. Y es justo evocar a Adela Ferreto, quien afirmaba que «tres son las fuentes que han nutrido la Literatura Infantil: el folclore, algunos textos de los grandes clásicos y los libros escritos, especialmente, para niños». Rescataré aquí el valor de la palabra anónima, la folclórica. García Monge lo advertía: «Al niño la literatura que más le conviene y le interesa es la folclórica, de su gente, de su tierra».
Las cántigas de plazas y esquinas son las que se heredan sin recelo. Son las rondas, las adivinanzas, las retahílas, los romances y los dichos anónimos, repetidos por generaciones sin detenerse a pensar en su antigüedad. ¿Acaso se interpretaron por primera vez en la península ibérica? ¿Quién sabe? Lo cierto es que se han convertido en los versos fundadores del gozo de la palabra en nuestra infancia. Alfonso Chase rescató la esencia de esa palabra primigenia con su Libro de maravillas. Evoca una tonada que, posiblemente, ya no se escucha en los parques o los patios de las casas:
Pobrecita la huerfanita
que no tiene padre ni madre;
la echaremos a la calle
a llorar su desventura.
Desventura, desventura,
–carretón de la basura!
Cuando yo tenía mis padres
me vestían de oro y plata,
y ahora que no los tengo
me visten de pura lata.
Desventura, desventura,
–carretón de la basura!
Esa huerfanita, desprovista de nombre, representa la necesidad y el temor de la liberación de la autoridad paterna. La niña de la canción puede ser la Cenicienta, Hänsel y Gretel, Blancanieves, Pulgarcito y sus hermanos o los chacalincitos que se adentran en la casita de las torrejas. Puede que sea la evocación a tantos niños del pasado, huérfanos, hijos de madres que no sobrevivían al parto, de perseguidos o parias, de las víctimas de la guerra. Faltos del consuelo de los progenitores iniciaban el camino para encontrar su independencia.
Bruno Bettelheim sostenía que ese niño se adentra en el bosque del infortunio para encontrar un significado, para que “se dé cuenta, más adelante, de que puede hallar en lo que su propio cuerpo le ofrece una mayor seguridad”. El teórico Propp también se internó en ese bosque y no solo encontró las treinta y una funciones o puntos recurrentes en los cuentos de hadas. Evidenció que los relatos maravillosos de su Rusia natal y Europa fueron creados por voces anónimas. Tan anónimas como las personas que alguna vez cantaron la canción de la huerfanita. Y que esos cuentos, que pudieron haberse contado por primera vez en diversas regiones de África o Asia, presentaban ese tránsito hacia la vida adulta. Eran ritos de iniciación para niños y púberes quienes eran llevados a una casa secreta en el bosque. Al respecto, señala “La cabaña, o la casita, es una característica constante en el rito, junto con el bosque”. Así como la Bella Durmiente cierra los ojos para abrirlos a la vida adulta, los niños se asombran con los relatos y guardan la esperanza de despertar algún día adueñados de su autonomía.
Es el coro, la danza interminable que aún resuena en nuestros oídos, cuando nos tomamos de la mano y giramos cantando:
Juguemos en el bosque
mientras el lobo no está.
Lobo, ¿ está?
Es el mismo lobo que se resguarda en la cama, con los vestidos de la abuela, y observa a Caperucita, la niña que se despoja de sus prendas, tal como lo describía Charles Perrault en 1697. Fundamentado en los estudios psicoanalíticos, Bettelheim afirma que este animal es el seductor, «el lobo no hace más que parecer natural, es decir, que come para alimentarse». Según Graciela Montes, el lobo está a la vuelta de la esquina y se parece a la noche indefectible, al bosque. El lobo visto así es el desafío y es la sexualidad con la que nos encontraremos en cualquier momento de nuestra vida. Porque, tarde o temprano, saldrá de su escondite y nos sorprenderá con su palabra nueva, sensual y desafiante. El lobo nos invita a salir del jardín de la niñez para habitar, de manera forzada, en el hogar de la vida adulta. Así, observamos que en esas rondas infantiles, aparentemente ingenuas, así como en los cuentos de hadas, se esconden las grandes pasiones humanas, las escaseces y los deseos que, en muchas ocasiones, solo el discurso literario permite develar.
No obstante, la literatura infantil contemporánea no solo se nutre de las fuentes folclóricas. Fue el hijo de un zapatero y de una servidora doméstica quien abrió nuevas perspectivas sobre los libros que podían leer las personas menores. Nacido en la isla de Odense, Dinamarca, Hans Christian Andersen redactó sus cuentos con retazos de su vida. Mucho costaría imaginarse que un hombre proveniente de cuna humilde, durante la Revolución Industrial, pudiera dedicarse a la vida artística. Estaría condicionado a aprender el oficio de la sastrería como lo deseaba su madre o remendar calzado, como lo hizo su padre. Pero Andersen supo sobreponerse a su pobreza, su desenfadada y poco agraciada figura y marchó a Copenhague, la capital de su país, para probar suerte como cantante o actor. Nada de eso fue posible, pero encontró la manera de autorretratarse en sus cuentos. Es el patito feo que, despreciado por su desgarbada presencia, se convierte en cisne. María Edmé Álvarez afirma que la fosforerita es la madre del autor, quien durante la infancia, era obligada a trabajar en la calle, mercadeando fósforos bajo la nieve; la niña recibía castigos si regresaba a la casa sin dinero. Y, tal vez, la soledad del escritor es la misma del soldadito de plomo, que se aleja de la bailarina, montado en un barco de papel.
El autor chileno Manuel Peña Muñoz me dejó un poema de Gabriela Mistral, recientemente descubierto. En sus dos primeras estrofas reza así:
Cristian Andersen, padre nuestro,
abuelo de niños y viejos,
¿por qué nos naciste tan lejos
que ni te oímos ni te vemos?
¿Por qué llegué tarde a tu fiesta
a tu casa y a tu venero
contador de niños y viejos,
regalador de nuestros sueños?
Andersen dijo en su biografía: «Concibo una idea para adultos y la escribo para que la entiendan los niños, pues a menudo pienso que los padres escuchan, ya que es conveniente que tengan entretenido su pensamiento». Al igual que los personajes de las expresiones folclóricas, no solo son concebidas para la niñez, pues la buena literatura infantil, si acaso existe, atrapa la atención de todas las personas sin distinciones de edades ni generaciones. No se podría afirmar que Andersen hubiese renegado de los cuentos populares. María Tatar aduce que el pequeño Hans se maravillaba con los relatos que escuchaba en la sala de hilado del asilo en el que trabajaba su abuela. Le pareció tan rico el folclore de su tierra natal como el de las narraciones de Scherezada, que alguna vez escuchó en labios de su padre. Si ustedes lo quieren, los personajes de los cuentos del escritor danés son arquetípicos, al igual que los que encontramos en sus relatos de la tradición oral. Sin embargo, en ellos se reúne la mayor caracterización psicológica y un estilo literario que nos hacen creer que fueron escritos para ser leídos en voz alta.
Y hoy pueden interpretarse con sátira y sorna, como el cuento de aquel rey que embriagado por la vanidad, aceptó vestirse con un traje elaborado por telas tan sutiles como telarañas. «Parece que no lleva nada sobre el cuerpo, pero esa es precisamente su virtud» y se marchó al desfile «bajo el sagrado palio». Y los pobladores se asomaban por las ventanas, veían al monarca y exclamaban: «–Dios mío, qué magnífico es el traje del emperador!». Un niño fue el único que tuvo la sabiduría de expresar: «–Pero es que no lleva nada encima!». El pueblo entero corrió la voz y se convenció de la desnudez de su monarca. Andersen termina su relato: «El emperador se dio un buen susto, pues estaba convencido de que tenían razón, pero pensó: “Tengo que terminar el desfile”. Y continuó caminando aún más orgulloso, con los chambelanes llevando faldones inexistentes».
Permítanme una digresión: ¿a cuántos gobernantes de lugares cercanos y lejanos no hemos visto desnudos en medios de comunicación? Por supuesto, no me refiero a la carencia de ropas. Hablo de lo impúdico de sus acciones, de la búsqueda de la autosatisfacción y de la mezquindad de sus actos. Por eso, la literatura infantil no solo dialoga con los niños. Convoca a todos los seres humanos y se convierte en el espejo en el que nos miramos con nuestras debilidades y virtudes.
La fe en una literatura que nos haga preguntarnos por inquietudes fundamentales la aprendí de escritores que considero mis maestros. Pienso en Alfonso Chase, quien generosamente guió mis lecturas adolescentes y me prestó tantos libros valiosos; Mario Alberto Marín leyó mis primeros poemas escritos cuando apenas era un colegial, Mabel Morvillo me enseñó a ver el libro como obra integral, de diálogo entre texto e ilustración; de los escritores e investigadores cubanos Antonio Orlando Rodríguez y Sergio Andricaín, quienes me dieron la posibilidad de conocer nuevas tendencias de la literatura infantil de Nuestra América y Lara Ríos con su singular sentido del humor y capacidad para mirar el mundo con los ojos perspicaces e incorregibles de una niña traviesa. De todos aprendí que la literatura infantil incomoda e irrita a muchas personas adultas. Incomoda porque no es complaciente con las concepciones curriculares de moda y mucho menos, con las políticas que perfilan a un ser humano alienado, sin posibilidades de respuesta y pobre de criticidad. Incomoda porque nos recuerda, con el ruiseñor del cuento de Andersen, (recreado por Martí) cuya bello canto atrapado en la calidez del plumaje no puede compararse con el pajarillo de metal que se descompone con el paso de los días, que las humanidades, la fraternidad o el convivio con la naturaleza son más importantes que los intereses, las búsquedas de poder y los egoísmos que caracterizan a tantas personas adultas.
La literatura infantil es tan incómoda como la concepción de la muerte que arranca a un niño de los brazos de su progenitora para llevarlo al país de lo desconocido en el cuento «Historia de una madre», de Andersen. Tan incómoda como la imagen de una madrastra que decapita a un niño en el relato «El enebro» de Philipp Otto Runge, compilado por los hermanos Grimm.
Congruentes con esa postura, los primeros escritores costarricenses de literatura infantil elaboraron obras que no han dejado de incomodar. Pienso en quienes tuvieron a García Monge como maestro, editor o guía de lecturas. Por ese motivo, Cuentos de mi tía Panchita de Carmen Lyra, no solo tuvo críticas aceptables en su primera edición de 1920. Al respecto, Luisa González y Carlos Luis Sáenz compilaron un texto escrito por Valeriano Fernández Ferraz en el que dice: «Alguien me cuenta que un maestro de escuela no gusta de estos cuentos porque son un ejemplo de mal hablar de la “lengua materna”».
Tal vez, por eso nos parece terrible que a una pequeña asesinada se le escapen los cabellos de oro de la tumba como ocurre en el texto “Los niños sin mamá” de la obra Cuentos Viejos de María Leal de Noguera. No puede faltar quién diga que no es moral ni correcto que la Cucarachita Mandinga reciba, de manera simultánea, a tres enamorados, tres ratoncitos de la ciudad como pasa en el relato «La cucarachita Mandinga y sus novios» de El abuelo cuentacuentos de Carlos Luis Sáenz.
Y ni qué decir de las múltiples acusaciones de racismo que se han hecho a Cocorí, la novelita Joaquín Gutiérrez. Descubrimos que la literatura infantil es asunto público y por tanto, político, pues los ciudadanos opinan sobre ella. Hablan padres, educadores, pedagogos, investigadores literarios, escritores, psicólogos, sociólogos, filósofos, comunicadores sociales o personas con altos cargos públicos. Y muy pocas veces se toma en cuenta la palabra del destinatario más importante, el de la persona menor. Al fin y al cabo, recordemos que en el estudio etimológico, un infante es concebido como un no hablante. Históricamente, no se le ha preguntado qué desea leer y si mira un texto con los mismos ojos de los adultos. Si fuera así, ignorar al niño y pensar en su nombre también es violentarlo.
La literatura para niños no solo incomoda. También constituye un acto de humildad pues la autoría no es cosa de uno, es un acto de complicidad entre el autor, el ilustrador, el diseñador gráfico y el editor. Es difícil que un niño escoja un libro tan solo por las cualidades de su escritura; por lo general, aprecia la obra literaria por su valor integral, por la síntesis de diversos lenguajes, de las letras, las artes visuales y la calidad de la impresión. En mi actividad como escritor, he tenido la fortuna de compartir mis libros con ilustradores, creadores de imágenes de primera calidad. Herederos del arte de Juan Manuel Sánchez, Francisco Amighetti o Hugo Díaz saben que su discurso se hilvana con las letras. Saben su responsabilidad en la formación estética de la niñez. Pienso, así, en Vicky Ramos, Isabel Fargas, Nela Marín, Rut Angulo, Álvaro Borrasé, Héctor Gamboa, Fernando Zeledón o Félix Arburola de Costa Rica; Daniela Violi de Colombia o Sandra Lavandeira de Argentina. Con ellos comparto la narración, enredamos letras, trazos y colores y creamos un texto indivisible y perdurable. Ellos también son creadores de mis historias.
Escribir un libro para niños es una ceremonia antigua. No solo está hecho para ser leído de manera silenciosa. En innumerables ocasiones, un narrador escénico toma un cuento de un libro y lo recrea por medio de la palabra oral. Tan solo un cambio en su decir o una expresión de su rostro podrían variar el destino de un relato; esto lo aprendí del maestro Francisco Garzón Céspedes. Y esa es la razón que me hace respetar a colegas juglares, trovadores y cuentacuentos costarricenses, entre los que se encuentran Ana Victoria Garro, Ana Coralia Fernández, Rodolfo González, Fernando Thiel, Kembly Aguilar, Juan Madrigal y Fabio Araya. Ellos me infunden el deseo de subir a un escenario y hacen disminuir el temor de sentirme expuesto ante el público. La letra se vuelve acto vivo, la voz y el cuerpo narran y causan un encantamiento que proviene de tiempos pasados. Tan viejos como una caja de madera que sostiene imágenes hechas a mano. Es el arte del kamishibai o teatro de papel heredado del Japón que me suele acompañar en un peregrinaje inacabable por los caminos de la patria y me ha hecho cruzar fronteras con la plena conciencia de que mi verdadero pasaporte es el cuento. El artista Carlos Francisco Sossa es el autor de las imágenes que se guardan en ese pequeño escenario que tanto se parece a la valija de un mago. Como portadores del oficio de la alegría provocamos el ensueño y creemos en un arte que toma nuevas dimensiones en el siglo xxi, en un tiempo en el que imperan los hallazgos y las innovaciones tecnológicas. Nada sustituye la calidez de la palabra ni suplanta el cobijo de un cuento narrado con pasión, gracia y donaire. Por eso, no sorprende que Omar Dengo propusiera en 1920, en su informe como director de la Escuela Normal, un curso que tituló Dicción, arte de contar. Congruente con esa postura, Gabriela Mistral afirmaba en 1929: «No daría el título de maestra a quien no contase con agilidad, con dicha, con frescura y hasta con alguna fascinación».
Sin embargo, crear literatura para los más pequeños no solo es un acto plácido y reconfortante. Los autores somos mirados con particular atención y podemos ser sometidos a la censura y a la autocensura. Nuestro arte es uno de los primeros que sufre represión en un régimen tiránico. Así ocurrió durante el período de dictaduras militares en Argentina. En 1977, un decreto presidencial prohibió la obra Un elefante ocupa mucho espacio de Elsa Bornemann, por considerarla una obra destinada “al público infantil, con una finalidad de adoctrinamiento que resulta preparatoria a la tarea de captación ideológica de accionar subversivo”, y, en 1979, ocurrió lo mismo con La torre de cubos de Laura Devetach porque al parecer encerraba, entre otros aspectos, carencia de estímulos espirituales y trascendentes y páginas repletas de «ilimitada fantasía».
Ante semejantes situaciones, habría que preguntarse con MichèlePetit : «¿Qué buscan nuestros niños en sus libros?». Resulta fácil afirmar que las personas menores no leen en el siglo xxi. No es así; hoy leen más que nunca: leen los mensajes de las redes sociales en tabletas electrónicas y teléfonos celulares; leen los memes, los comentarios que se hacen al autorretrato (el selfi); leen los breves textos que pueden aparecer en los videojuegos o las palabras del grafiti callejero.
En el mercado del libro costarricense, también se hay ciertos hechos llamativos; por ejemplo, grupos de niños quienes, junto a sus padres, esperan ingresar a una librería a la medianoche para poder comprar, como primicia, un ejemplar de la última entrega de la saga de Harry Potter. O bien, el de pequeños que consideran que los diversos volúmenes del Diario de Greg, de Jeff Kinney, serían su regalo preferido. Es necesario preguntarse por las situaciones extra literarias que hacen que esas obras ingresen en amplios sistemas de mercado y se conviertan en los mass media. Nos olvidamos de la condición artística de la literatura y la convertimos en un objeto más, en una mercancía. Lo cierto es que algunas de esas obras se elaboran por pedido de una editorial y no necesariamente incomodan el pensamiento. La venta masiva, tal vez, es lo único que importa. Y el mercado es cruel. En ocasiones, lleva a un autor al pináculo y luego lo deja caer y, algunas veces, sus libros se desdibujan en el lago de lo efímero. Se hunden en el olvido.
En cambio, seguimos leyendo a Andersen. No se dejan de editar los clásicos que no le hicieron concesiones al mercado. Pienso en la Alicia de Carroll, el Pinocho de Collodi o el Peter Pan de Barrie. En nuestro país, Cuentos de mi tía Panchita, de Carmen Lyra, constituye uno de los libros más vendidos y comentados y una obra como Cocorí , de Joaquín Gutiérrez, se sigue leyendo, pese a algunas encendidas polémicas recientes.
Ha de ser que la poesía no fue escrita para ser vendida al mayoreo. Se lee, detenidamente, a pesar de los años. Ayer, en páginas que, quizás, hoy se muestran amarillentas y en el futuro, en artefactos que no podamos imaginar.
Aunque sea arriesgado afirmarlo, diremos que la lectura nos permite el vuelo hacia el reino de la memoria. Despojados de un pasado, muchos pequeños no podrían imaginarse cómo vivían sus padres o sus abuelos sin acceso a la Internet o sin un teléfono celular. Y, mucho menos, sus tatarabuelos quienes escribían cartas y esperaban, durante semanas o meses, la respuesta por correo. No se trata de una idealizada reconstrucción del pasado. Viajar entre los vericuetos de las reconstrucciones fantásticas de ataño nos permite valorar la existencia del presente y esbozar nuevas tendencias hacia el futuro. «Aprendí que es preciso soñar cosas bellas para realizar cosas buenasΓǪ –Gloria a mis cuentos de hadas! –No maldeciré nunca de ellos! –Felices los que saben hacer de su vida un bello cuento!», expresa el hijo del rey en la última página de El príncipe que todo lo aprendió en los libros, de Jacinto Benavente. Lejos de perderse en los textos cortoplacistas, efímeros e intrascendentes de la moda o en la prensa del corazón, la lectura de los libros infantiles es otra cosa, pues nos permite divagar por páginas que nos enfrentan con el espejo de lo estético, lo divertido, lo grotesco o lo escatológico. De alguna manera, en ese reflejo miramos nuestro rostro, lo que nos faculta para tomar una posición ante el mundo.
Y de esa manera retomamos el planteamiento original de Goldin, para quien la lectura es un regalo de confianza al prójimo, pues nos deja asumir que existe diversidad de pensamientos, costumbres y concepciones de mundo. Significa asir las posiciones de entendimiento, respeto, criticidad hacia las otredades, lo que se asume como diferente y la multiplicidad de voces que nos construyen.
Si nos aproximamos desde la perspectiva de la pedagogía crítica, Paulo Freire y Donaldo Macedo sostienen que la lectura no tiene por qué desempeñar un papel utilitario, cognitivo o romántico que llevaría a una realización del yo, a una experiencia jubilosa y refrescante. Leer constituye una acción emancipadora que conduce a la reflexión, al ejercicio del criterio, a la reapropiación del patrimonio cultural. Por eso, un libro de literatura infantil nunca deja de ser un libro político, pues entre sus renglones se enreda algún atisbo de lo que nos encontraremos en el futuro.
Y sin que se tome como un grácil optimismo, repito lo dicho por Laura Adler: «Hay libros que salvan la vida». Poco después de que su hijo muriera, dio con Una barrera contra el Pacífico de Marguerite Duras. En momentos de desesperanza y agobio, muchos niños podrían encontrar el consuelo, la compañía y la aceptación de su reflejo en un libro. Según Pradelli, podemos vislumbrar nuestros cuerpos como tablas de lectura que pueden naufragar. Las inscripciones sobre la piel permiten salvarnos de la desolación y afirma, de manera contundente: «¿Quién no puede leer en el cuerpo del otro el dolor, la angustia, el fracaso, la infelicidad?».
Los niños necesitan la calidez de sus hogares, la seguridad del techo y la confianza que da su familia. Eso mismo, también, se encuentra en los libros. Por ese motivo, el acercamiento al texto literario nunca debe ser un ejercicio académico medido por rígidos criterios de evaluación. Por el contrario, debe ser un enfrentamiento cotidiano, espontáneo, voluntario y afectuoso.
Escribir textos para niños no es un acto inocente. Tampoco ilustrarlos, editarlos y divulgarlos. Es una tarea que debe ser fomentada por el Estado. Por tanto, no es extraño que Joaquín García Monge haya fundado una Cátedra de Literatura Infantil en la Escuela Normal en 1917. Eran tiempos cuando se creía que el Estado no solo debía regir los destinos de una nación. El Estado también era un educador. Y debe de ser por ello que Omar Dengo abría las puertas de la Escuela Normal para que la niñez cercana se solazara con cuentos. Presentar la literatura infantil, con gracia, magia y entendimiento ha de ser responsabilidad clara de la familia, la escuela, las universidades y el gobierno. No debe ser atribución única de una dependencia ni de un ministerio, sino que debería formar parte de un plan de país, de la creación auténtica y congruente de una política nacional de lectura y fomento del libro. Así debe ser si, efectivamente, se anhela un pueblo pensante, propositivo y dispuesto a rescatarse del abandono. El emblema debería ser presentar la literatura como un arte de seducción. Según Adela Ferreto, García Monge se refería al «eros pedagógico», mucho antes de que Barthes, en la década de 1960, plantease la lectura como un develamiento erótico progresivo en el que el cuerpo empieza a adquirir sentido.
Con el mismo espíritu con que nos aventuramos por los parajes de un cuento, regreso al punto de partida de nuestro viaje, al usulé de la Escuela Sepecue, en Talamanca, donde vi a aquel niño extendiendo sus brazos para alcanzar un libro. Me pareció que quería asir el universo con todos sus murmullos, palabras y estrellas. El milagro ocurrirá cuando se siente en una hamaca y se disponga a dialogar con la huerfanita, el lobo, el tigre de agua, el patito feo, Uvieta o Cocorí; cuando descubra la universalidad de ese rincón íntimo y único; cuando oiga el eco de Kempis, que cautivó al maestro García Monge: In angello cum libello (En una pequeña esquina con un librito). En su peregrinar por las páginas emprenderá la búsqueda de una definición, este tránsito desde el territorio de la incertidumbre hacia una luminosa plenitud.