Boletín de la Academia Costarricense de la Lengua - tercera época

La Academia y la crítica

Año XVIII, Número especial del centenario. 2023    págs. 49--61
Artículo de: Carlos Francisco Monge Meza

LA ACADEMIA Y LA CRÍTICA LITERARIA1

Se han cumplido cien años desde la fundación de la Academia Costarricense de la Lengua. Siguiendo una especie de tradición, practicada desde sus inicios por la Real Academia Española desde el siglo xviii, y luego por las hispanoamericanas, al pequeño grupo reunido en 1923 en un despacho en San José acudieron lingüistas, historiadores, abogados, hombres de la política, editores, pedagogos y poetas. Algunos ya tenían renombre y vivían entonces su madurez, como gente letrada y de la alcurnia cultural; era una élite que desde hacía no menos de treinta años marcaba el paso de la vida política y literaria de Costa Rica. Entre los llamados a integrar el nuevo ateneo estuvieron los nombres de varios poetas: Justo A. Facio, Roberto Brenes Mesén y José María Alfaro Cooper. Como correspondía en la época, todos fieles acólitos del modernismo, aun del tardío.

Las relaciones entre la poesía y la academia —o para mejor precisión: entre poetas y académicos— siempre han sido ambiguas, a veces de sobresaltos y de recelos; en algunos casos, de exclusión y desprecio. No ocurre lo mismo con los escritores dedicados a la prosa de ficción o de pensamiento referencial, tal vez porque el discurso lírico se tomaba más cercano a la fantasía, a la imaginación sin sistema o al mundo interior, encriptado y personal. Es una ambigüedad superada por las mejores mentes y sus plumas, que no han visto como determinantes las distancias entre la imaginación creadora y las aproximaciones analíticas al poema. Solo cabe suponer que en aquella congregación de poetas, novelistas, eruditos y gramáticos costarricenses de hace cien años, los prejuicios y las desconfianzas las habrían dejado para otro día. El joven editor Joaquín García Monge mantenía desde hacía tres años abiertas las puertas de su Repertorio Americano a la poesía contemporánea, junto a las crónicas periodísticas, a la narrativa y a las artes visuales. El poeta Brenes Mesén tenía listo para las prensas Las categorías literarias, ensayo de teoría literaria, y aunque no se integraría hasta diez años después a la corporación, el poeta Rogelio Sotela, en su labor de antólogo y de crítico literario, tenía publicado su Valores literarios de Costa Rica2; años después Justo A. Facio escribiría un llamativo ensayo, La cultura literaria (1930)3.

Vista con atención, la concurrencia en un individuo del poeta, del crítico literario y del teórico no sería ni una novedad ni una singularidad; tendría que ser, incluso, una necesidad, un deber, porque la idea de la inspiración como fuente, causa o impulso para la creación no era ni es un artilugio, especie de mando a distancia que el poeta quisiera manipular a su antojo, como varita mágica o lo que fuere. En la historia de los procesos culturales, los hechos han demostrado cuán distinta es la situación. Con las excepciones de rigor —Brenes Mesén al frente, con seguridad—, en la corta tradición literaria costarricense hubo quienes creían que explicar su propia poesía no era sino un acto de presunción o de pedantería; en los casos extremos —que los ha habido incontables—, una tentativa de imposibles resultados. El pensamiento analítico en torno a los hechos literarios, cuyas primeras muestras fueron los trabajos del cubano Antonio Zambrana, dejó bien marcadas huellas dejó en las prácticas de crítica de varios intelectuales de nuestro siglo literario, entre ellos José Fabio Garnier y poco después Sotela4. A este pensamiento analítico hay que sumarle los estudios lingüísticos de Gagini y de Brenes Mesén, de índole pedagógica sobre la lengua castellana, incluida la gramática histórica5. Estamos ante un pensamiento crítico, resultado colateral del positivismo de los últimos trancos del siglo xix, del historicismo y del idealismo filosófica sobre la cultura.

En Costa Rica, la diferencia más bien consistió en que ante la poderosa tradición de la lírica, de procedencia inmemorial y diversa, las primeras corrientes de la crítica y de los estudios literarios fueron cortas y limitadas. Es cierto que desde su fundación, aquellos jóvenes intelectuales de 1923 se propusieron alimentar los estudios sobre la lengua y la literatura, conforme a los hábitos de entonces: la prescripción lingüística, según los usos peninsulares y la ejemplificación modélica de las mejores plumas de la lengua; pero añadieron un honrado interés por darles mejores condiciones a las letras costarricenses, no solo con sus propias contribuciones sino también con antologías, con trabajos críticos, con espacios y mejores oportunidades de publicación, con certámenes, con debates. Los poetas en la nueva academia —que no los convirtió por ello en académicos poetas— vieron en la crítica la oportunidad de saldar cuentas con la naciente historia literaria. Treinta años antes se había publicado la primera recopilación de poesía, la Lira costarricense, de Máximo Fernández6; poco después la polémica sobre el nacionalismo en la literatura, de la que aún se oían claros ecos, pues entre los nuevos académicos estaban en sus sillas sus principales rivales: Ricardo Fernández Guardia y Carlos Gagini, acostumbrados a debatir sobre asuntos históricos, gramaticales, políticos y literarios. Tan solo cuatro años antes de la fundación de la Academia, Gagini había publicado su Diccionario de costarriqueñismos, resultado de la profunda revisión de su precedente, el Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica; Fernández Guaria había retocado, para la que sería la edición definitiva, de 1922, Hojarasca, los cuentos que provocaron en 1894 sus discrepancias con Gagini7.

Este inicio de una corriente de crítica fue más una aspiración que en un programa de trabajo, si se tiene en cuenta que después de 1926 y hasta 1950 la Academia cayó en una lasitud institucional: escasas y de pocos resultados las reuniones de trabajo, según se desprende de las actas. En la década de 1950 la situación empezó a cambiar; fue una recuperación lenta y laboriosa que contó con la natural diligencia de tres nuevos académicos: Abelardo Bonilla, Arturo Agüero y Alejandro Aguilar Machado. Los tres procedían de la recién fundada Universidad de Costa Rica y, aunque breve, contaban con obra literaria: Agüero unos poemas neopopularistas; Bonilla una novela de tema urbano; Aguilar Machado, autor de prosa ensayística. Como una segunda acometida de pioneros, mejor apertrechados, Bonilla y Agüero les dieron un notable impulso a las labores esenciales de la Academia, desde el momento mismo en que ocuparon las sillas vacantes; uno como filólogo, el otro como historiador de la literatura. Sobre los rieles de la nueva universidad, se puso en marcha la locomotora de los estudios lingüísticos y de los literarios.

Con los trabajos de Bonilla y Agüero, la Academia dio un significativo golpe de timón, en dos sentidos: uno, como un compromiso institucional, ambos adoptaron la posición de lo que en definitiva se convirtieron: profesores universitarios; el otro, en su nueva condición de integrantes de una institución cuyo nombre mismo ya tenía vigoroso prestigio, no obstante la crisis de la que apenas estaba saliendo. El discurso de ingreso de Agüero es un ejercicio filológico que aplicó a los escritos de Fabio Baudrit, a quien sustituyó en su silla8. El recuento y la explicación de los procedimientos para la restauración de texto se atienen a las posibilidades conceptuales que le dio la tradición filológica española, que Agüero adquirió casi de modo autodidacta. Las páginas que tenía ante sí no arrojaban particulares dificultades, en nada comparables con las ofrecidas por los grandes de la filología peninsular como Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, sus maestros virtuales, pero la labor de Agüero fue un cambio de tercio para el análisis literario, que en esos años sería la moderna disciplina; con ella, la nueva crítica literaria9. Como discurso de ingreso a la Academia, Bonilla presentó el proyecto para una nueva historia literaria costarricense; nueva por su propósito de poner al día algunos avances previos y también por postularse como una aproximación metodológica que combinó la descripción interpretativa de los hechos literarios (una especie de historia social de la literatura) con la estilística, entonces atractiva en el medio universitario, para el estudio de su lenguaje10.

Gracias a aquellos nacientes estudios filológicos y de historia literaria, que complementarían otros como Hernán Zamora Elizondo, León Pacheco y José María Arce Bartolini (los tres académicos de la lengua), nació una nueva generación de estudiantes que con el tiempo harían lo propio. Entre aquella juventud universitaria estuvieron Mireya Cantillano Vives, Jorge Fonseca Vargas, Georgina Ibarra, María Eugenia Monge Otárola, Carmen Naranjo Coto, Elsa Orozco Carrillo, Elizabeth Portuguez Miranda, Fabio Ramírez Segura y Virginia Valenzuela Sandoval (que luego seguiría firmando como Virginia Sandoval de Fonseca). Si bien con miras a un acercamiento pedagógico, los sucesivos estudios de Zamora Elizondo y de Agüero trazaron senderos que llegaron a convertirse en amplias avenidas para el campo de la lingüística como disciplina. El hasta hoy día casi desconocido estudio El lenguaje coloquial de Costa Rica (1959) de Mireya Cantillano Vives11, puede haber sido el primer gran paso internacional con el que se emprendieron los análisis sistemáticos modernos sobre nuestro patrimonio lingüístico; hacia finales del siglo xx alcanzarían más cotas notables con los aportes de Miguel Ángel Quesada Pacheco y de Adolfo Constenla Umaña.

Mientras tanto, la Academia fue empeñando su palabra en el cultivo de la crítica literaria, revestida en una etapa de los encajes biografistas; en otra, de los rigurosos tonos de los métodos y teorías. Aunque de incierta subsistencia, se había creado en 1957 su boletín, en el que han convivido desde entonces noticias institucionales, informes y hasta obituarios, con breves artículos sobre temas gramaticales, fonológicos, sociolingüísticos y literarios. Poco después el boletín publicó varios discursos de ingreso, sobre temas de la lengua, sobre literatura y sobre quien había ocupado la silla vacante. Hacia 1985, la renovación generacional trajo profesores de Castellano —según la nomenclatura de entonces— y a varios poetas que hablaron en sus discursos sobre la literatura nacional, o bien sobre sus aledaños y relaciones: Carlos Rafael Duverrán sobre las Concherías de Aquileo J. Echeverría, Jorge Charpentier sobre la poesía de Julián Marchena, Jézer González sobre la de Carlos Luis Sáenz. Cuatro poetas le dedicaron sus páginas al oficio de la creación poética: Fernando Centeno Güell, Isaac Felipe Azofeifa, Laureano Albán y Julieta Dobles. No todas, en sentido estricto, de crítica literaria; más bien compuestas de un ensayismo lírico que, evitando la tiesura de la erudición, tomaron los caminos de la imaginación, la gracia… o la ocurrencia. Más ejercicios de especulación filosófica que de crítica literaria fueron los dedicados con singular recurrencia al Quijote, no tanto como reconocimiento a la tradición secular de las letras peninsulares, sino como pie de amigo para discurrir sobre literatura, sobre ética, sobre historia (incluida la literaria) y sobre la lectura misma. Es decir, el texto cervantino como simbólico crisol de la cultura occidental y sus vericuetos contemporáneos.

Por razones pedagógicas aunque también disciplinares, durante la segunda mitad del siglo xx se dio un acercamiento entre los estudios lingüísticos, los filológicos y los literarios, tanto en el trabajo que desarrollaron los académicos de la lengua en cuanto tales, como en el desarrollo de la actividad crítica en general, especialmente la originada en el mundo universitario. Primero la estilística; junto a ella una suerte de historia social de la literatura, las aproximaciones temáticas y las monografías sobre géneros discursivos (costumbrismo, realismo social, poesía popular) o sobre movimientos. Más adelante, la adopción del pensamiento europeo sobre la teoría literaria y sus consecuencias: el formalismo francés, la sociología literaria en sus variantes, la semiología, la psicocrítica. Jézer González, profesor de aquella fructífera década de 1980, y titulado en París, siempre se atuvo a la materialidad de los textos, a su lenguaje, a la organización formal y a todos aquellos recursos léxicos y retóricos que le dieran significado y unidad a cualquier página literaria, desde la brevedad del poema hasta la extensión de la novela. Si se pudiera calificar de algún modo, la suya fue una crítica práctica, con notable dosis didáctica y ad usum delphini: los jóvenes y atentos estudiantes que atendían sus cursos. Principios parecidos adoptaron otros académicos coetáneos, colegas suyos que ejercieron la enseñanza universitaria: Isaac Felipe Azofeifa, Carlos Rafael Duverrán, Virginia Sandoval de Fonseca, Jorge Charpentier. Pese a que alguno, como Azofeifa, fue autor de abundantes páginas sobre educación, política, sociedad y literatura, ninguno de los mencionados reunió sus estudios literarios en un tomo, organizado y sistemático; es decir, no alcanzaron —no lo buscaron— el estatus de crítico literario como ensayista, o quizás mejor: el ensayista como crítico literario. Aquella generación «ochentera» de profesores y académicos no llegó a ser, bien mirada, un grupo de tratadistas, sino una comunidad empeñada en ocupar y difundir como mejor se pudiese, el patrimonio literario nacional, desde la silla catedrática, cuidándose de no hacerlo desde el púlpito de la catedral (fuese esa un partido, una agenda ideológica o cofradías de cualquier signo).

Pese a su primera formación universitaria en el espacio de la estilística, Virginia Sandoval de Fonseca fue un singular ejemplo de conciencia del papel de la crítica para el mejor conocimiento de los hechos literarios. Unió la tradición filológica de su juventud con los nuevos instrumentos para el análisis textual que le daba el formalismo francés. Su discurso de ingreso, cuyo explícito tema, casi su título, es «reflexiones sobre la crítica» es un ejercicio intelectual que puso sobre la mesa los principales temas de discusión: el impresionismo, el origen del escritor, el contexto social y cultural, la sensibilidad del lector, la materialidad del texto, la coherencia conceptual, las determinaciones sociohistóricas, las jerigonzas terminológicas. Aquella especie de llamada a cuentas sobre el papel y la necesidad de una crítica literaria sólida era una señal de los tiempos; también las letras costarricenses pasaban por una etapa cuando las relaciones con la cultura letrada internacional —incluido el acelerado mercado editorial y librero hispanoamericano y peninsular— llevaron a una remodelación de la literatura misma. Con el ejemplo de Sandoval de Fonseca, en el campo literario, y los avances simultáneos de la lingüística contemporánea de Quesada Pacheco y de Constenla, la Academia puso una primera pica en su historia reciente.

Entre los nuevos académicos de la lengua, profesionales en filología, en historia literaria y forjados en algunas tendencias del pensamiento contemporáneo, se han ocupado en sus labores docentes y de investigación universitaria de nuevas dimensiones de los estudios literarios: la denominada teoría de la recepción, los variados problemas sobre la didáctica de la literatura, la ampliación de los objetos de estudio allende autorías, obras individuales, contenidos o urdimbres ideológicas12. En cierta medida, las nuevas ideas del discurso literario dejan a un lado la excepcionalidad de esta novela, de esos poemas o de aquella obra de conjunto de un autor, para considerar las nuevas relaciones y determinantes de los hechos literarios. Movimientos, tendencias o corrientes, términos tan anclados en los ejercicios de análisis y comentarios de textos, son en adelante construcciones provisorias de un universo mayor, más complejo y, por tanto, difícil de asir y de abarcar. Ya no tanto el nuevo papel del lector sino las nuevas ideas que al lector (virtual) se le reconocen o atribuyen. ¿Quién pone en acción el hecho literario: el escritor, el lector, el experto erudito que propone y ejercer autoridad epistémica?; ¿son la difusión, la popularidad y el éxito editorial nociones intercambiables?; ¿evoluciona o prosigue la literatura como patrimonio de las culturas?

Experta en sus estudios sobre las revistas de literatura y de arte en Costa Rica, Flora Ovares muy pronto hizo derivar sus indagaciones a ciertos ámbitos que completaban el círculo de la semiosis literaria: fuente (autor) / producto (obra) / dirección (lector). En el mundo de las revistas literarias, el papel del autor disminuye en función de una institucionalidad colectiva y compartida. La revista reúne y comparte sus páginas, con escaso margen para el esencial personalismo del libro particular; la revista procura la unidad y el individuo-escritor se atiene a ello, incluido el prestigio o la tradición de la revista, que selecciona y a su modo organiza un canon13. Por su parte, en sus trabajos de índole historiográfica y al mismo tiempo desde los velados procesos de elaboración textual de la obra, los estudios de Albino Chacón Gutiérrez ponen de manifiesto la relación entre los saberes de la semiótica y el significado de las nuevas propuestas estético-ideológicas de la literatura hispanoamericana actual, incluida la costarricense. Con el atento oído en medio del bosque plurifónico, Chacón Gutiérrez escucha voces y trinos, procura identificarlos y categorizarlos, en medio de la cháchara y los ruidos prescindibles. Además de su discurso de ingreso —centrado en problemas de didáctica literaria—, sus numerosos artículos y ponencias para congresos y simposios académicos añaden nuevos puntos a las íes; atendiendo nociones esenciales de la filosofía contemporánea de la cultura, hace hincapié en un paradigma conceptual de vastas consecuencias: la índole híbrida del discurso literario, su heterogeneidad, su multiplicidad y contagio; la literatura es un «objeto de mil caras y múltiples voces». Más que metodológicas, las consecuencias de estos principios le cambian la cara a la historia literaria costarricense, tan cargada de fardos tópicos, de concesiones cordiales, de secretos a voces; en última instancia, de convencionalismo. Aunque a pasos lentos y postraumáticos, el ejercicio de la crítica literaria desde la Academia es, una vez más, un mostrario concentrado de su evolución general, principalmente del mundillo universitario de los estudios sobre el patrimonio nacional.

El ejemplo más reciente —en este año del centenario— podrían constituirlo los avances de otro académico, historiador de la literatura, Alexánder Sánchez Mora. Su discurso de ingreso y otros títulos suyos posteriores se han detenido en una especie de campo minado, sembrado más de incertidumbres y de preguntas: el (hipotético) legado de una literatura colonial en Costa Rica. Hasta ahora, la Academia se ocupó de su actualidad literaria, con algunos y ocasionales excursos a su pasado; el ejemplo de Bonilla, ya lo henos señalado aquí, es emblemático. Las tesis de Sánchez Mora no son un ejercicio de arqueología cultural —¿hay una literatura colonial en Costa Rica?— sino un gesto de reivindicación de la palabra entendida —y concebida desde sus fuentes— al mismo tiempo como historia, testimonio y ejercicio estético. Refuta la historiografía convencional que niega el legado colonial; con ello pone en entredicho creencias y prejuicios y, principalmente, organiza los conocimientos; sin ser conjeturas, rediseñan la cartografía de los estudios sobre la literatura nacional, o bien sobre la escrita en el territorio histórico costarricense.

Como cabe suponer en una entidad como la Academia Costarricense de la Lengua, en materia de crítica o de estudios literarios no caben directrices institucionales y mucho menos doctrinas o programas fijos de trabajo. No es un partido, ni siquiera un ateneo; más bien, una pequeña cofradía cuyos integrantes disertan, comentan, exponen sus pareceres, discuten y, sin sorpresa alguna, disienten sobre este o aquel asunto. Con ser a veces más rígidas o excluyentes las posturas en el variado campo de los estudios lingüísticos, han convivido, con algunos traslapes, corrientes teóricas de diversa índole, unas tras otras en el tiempo. La crítica literaria en la Academia, en cambio, originada en gustos y preferencias, se ha desarrollado a lo largo de los años sin mayores sobresaltos; si bien las tendencias o fundamentos epistemológicos han tomado diversos rumbos, algunos opuestos entre sí, otros paralelos, y en algunos casos convergentes sin exclusiones.

La historia de la crítica literaria en Costa Rica todavía espera un análisis sistemático y riguroso, no obstante algunas tentativas y avances recientes, de estirpe universitaria. Durante los últimos cuarenta o cincuenta años, las aproximaciones y estudios a la literatura, desde la Academia, no han diferido sustancialmente de lo hecho extramuros. Las causas están a la vista: en forma predominante, los académicos de la lengua proceden de las universidades y estas son las principales instancias en las que se debaten los problemas centrales de la disciplina. A diferencia de aquellos primeros años de la década de 1920, tesoneros y en su etapa de exploraciones y tentativas, los estudios contemporáneos son legatarios de sustanciales avances y sobre asuntos diversos: reflexiones y tesis sobre la literatura costarricense como un cuerpo orgánico y con historia; estudios monográficos notables sobre autores, corrientes y formas; incursiones desde la historia social, política e ideológica; acercamientos filológicos y lingüísticos; algunas labores y especulaciones desde la filosofía del arte; prácticas y experimentos desde la materialidad textual; demostraciones, en fin, del arraigo del ejercicio literario en movimientos y tendencias de la cultura moderna de Occidente, muchos de ellos ínsitos de la alta cultura en centros universitarios de poderosas metrópolis primermundistas.

Como el convidado de piedra, la Academia Costarricense de la Lengua ha aceptado la posibilidad del eclecticismo, la coexistencia pacífica y una discreta tolerancia entre sus filas. Ventaja y riesgo, como en toda empresa. Aunque ha sido una entidad donde casi todos llegan y caben —poetas, gramáticos, historiadores, filósofos, periodistas—, no es una habitación abierta, sin puertas ni paredes; tampoco una hermandad excluyente ni de arcanos saberes. El que ha entrado en franco declive, por anacrónica y de escaso fundamento, ha sido el radical distanciamiento entre el poeta y el pensador; entre el creador de ficciones y el intelectual que reflexiona desde un sistema de ideas. La historia de Occidente, desde hace siglos, lo ha demostrado: los grandes poetas han sido críticos sagaces, aun de su propia obra, que examinan y explican (Dante, Petrarca, Juan de la Cruz, Hölderlin). De signos opuestos, la subjetividad y la objetividad son conceptos siempre relativos, con respecto a lo que se quiere ver en un poema, en una novela o en un cuadro.

La crítica literaria ha sido, en esta centuria recién cumplida, un punto de convergencia, en el que no se han definido teorías, doctrinas ni posiciones quintaesenciadas. En cada caso a su modo, a lo largo de la historia de la institución, la crítica literaria ha sido un ejercicio de franco compromiso con el conocimiento de la literatura costarricense, a veces de modo directo, otras oblicuo. Al igual que los estudios lingüísticos han sido constantes —es decir, frecuentes y sostenidos— y no se han detenido solo en el español de Costa Rica, sino en otras lenguas del territorio, incluidas las precolombinas, los estudios literarios —llámense estos crítica o teorética— han aumentado con los años su capacidad abarcadora, y con ella el reconocimiento de la complejidad del fenómeno literario, como discurso y como creación cultural. A lo mejor, entre las nuevas interrogantes que se formulen, quedaría desplazada la hipótesis de una literatura costarricense (o lo que es casi lo mismo: el nacionalismo en nuestra literatura), para darles mejor cabida a preguntas más propias de nuestra época: hacia adónde conducir las investigaciones, de base racional, para situar las características y condiciones de la literatura costarricense contemporánea, tributaria y deudora de otros saberes, de imprevisibles impostaciones con que interpreta o reconstruye su propia historia, volátil y esquiva desde dondequiera que se la vea. Ya no interrogarnos si existe una literatura costarricense, sino si puede formularse lo costarricense en la literatura. ¿Cabrá ese tipo de problemas en la crítica literaria en estos tiempos que corren?

San José, 15 de noviembre de 2023

1 Algunas de las tesis que en estas páginas se exponen las desarrolló su autor de forma más extensa y documentada en su libro Aproximaciones a las letras de Costa Rica (Heredia: Editorial Universidad Nacional, 2021), particularmente en su segunda sección, «Los estudios lingüísticos, filológicos y literarios», pp. 115-181.

2 Rogelio Sotela, Valores literarios de Costa Rica (San José: Alsina, 1920).

3 Justo A. Facio, La cultura literaria (San José: Alsina, 1930).

4 Vid. Antonio Zambrana, Ideas de estética, literatura y elocuencia (San José: Tipografía Nacional, 1896); La poesía de la historia (San José: María v. de Lines, 1900).

5 Vid. Roberto Brenes Mesén, Gramática histórica y lógica de la lengua castellana (San José: Lehmann, 1905); Carlos Gagini, Ejercicios de la lengua castellana (San José: Tipografía Nacional, 1897); Elementos de gramática castellana (San Salvador: Ángel E. Delgado, 1907).

6 Máximo Fernández, ed. Lira costarricense (San José: Tipografía Nacional, 1890/1891).

7 Vid. Carlos Gagini, Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica (San José: Tipografía Nacional, 1892); Diccionario de costarriqueñismos (San José: Imprenta Nacional, 1919); Ricardo Fernández Guardia, Hojarasca (San José: Imprenta Trejos, 1922).

8 Vid. Arturo Agüero, «Estudio epilogal sobre la obra de don Fabio Baudrit G.», en Fabio Baudrit, Cifra antológica (San José: Editorial Universitaria, 1956): 293-341.

9 Hay, sin embargo, un trabajo verdaderamente pionero en Costa Rica: el de Ángela Baldares, «Estudio sobre Aquileo J. Echeverría», Anales del Ateneo de Costa Rica, iii, 1 (1914): 15-104, notable estudio lexicográfico, para la mejor comprensión y explicación del discurso neopopularista del poeta.

10 Abelardo Bonilla, «Antecedentes y características diferenciales de la literatura costarricense», en Historia y antología de la literatura costarricense (San José: Imprenta Trejos, 1957): 13-35.

11 Lo presentó su autora como tesis doctoral en la Universidad Central de Madrid en 1959; en Costa Rica no está en ningún archivo público; es de suponer que sus herederos conserven algún ejemplar, aparte del que se custodia en Madrid.

12 No veo oportuno referirme a mis propios trabajos en el campo de la historiografía y la crítica literaria, dentro y fuera de la corporación. Por lo pronto baste la referencia a mi discurso de ingreso, «Andanzas española de la poesía costarricense», que leí en febrero de 2006. En él expuse la necesidad de explorar y examinar las relaciones de orden histórico, cultural y literario entre las letras costarricenses y las peninsulares, asunto escasamente en nuestro medio, aún hoy día.

13 Vid. Flora Ovares, Literatura de kiosko (Heredia: Editorial Universidad Nacional, 1994); Crónicas de lo efímero (San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, 2011).