Boletín de la Academia Costarricense de la Lengua - tercera época

En el centenario de la Academia Costarricense de la Lengua

Año XVIII, Número especial del centenario. 2023    págs. 33--43
Artículo de: Francisco Javier Pérez

EN EL CENTENARIO DE LA
ACADEMIA
COSTARRICENSE DE LA LENGUA

Hace cien años exactos, el 12 de octubre de 1923, quedaba instalada la Academia Costarricense de la Lengua, por iniciativa de un grupo de escritores, estudiosos del idioma y hombres públicos, convencidos de la necesidad que se tenía en aquel entonces de contar con una corporación, radicada en la ciudad de San José, que velara por el idioma al promover sus mejores usos. Era esta la intención con las que las academias de aquel entonces entendían su función principal. El uso como pauta de evaluación y certidumbre de lo que debíamos buscar en la lengua española en su situación americana. Además de ello, cada una de las academias de la lengua en nuestro continente abría una ventana hacia la influencia de las lenguas aborígenes en su relación con el español y ello reportó unos beneficios tan grandes que duran hasta hoy. Lo español y lo indígena en clave lingüística hizo posible que se fuera consolidando un nuevo español que entendía su constitución criolla y que propugnaba la entidad de lo mestizo, lo híbrido y lo diferencial, tanto en clave general como en clave regional.

Al momento de fundarse la Academia Costarricense ya actuaban en nuestro continente ocho academias de la lengua. La de Costa Rica, a su vez, vendría a ocupar el tercer lugar entre las de Centroamérica, después de las de El Salvador y Guatemala, creadas en 1875 y 1887, respectivamente. La fuerza de esta tercera corporación, que venía a sumarse a las de Colombia, Ecuador, México, Venezuela, Chile, Perú y a las ya mencionadas de la América Central, fue determinante para el dibujo de la geografía académica de la lengua española. Si bien faltarían aún diez nuevas instituciones para completar el panorama americano, esas nueve primeras marcaban una pauta descriptiva y geográfica muy amplia, que se extendía desde el Río Grande hasta la Patagonia. Aunque pueda parecer un tanto especulativo, los datos anteriores confirman una vocación abarcadora en el rango institucional al buscar compendiar diversas variedades lingüísticas desde la perspectiva de las academias: español mexicano, centroamericano, caribeño y andino (comprendido por la casi generalidad de las naciones de todos los Andes americanos: Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Chile; con la sola excepción de Bolivia, que llegaría algunos años más tarde, en 1927).

Cada una de estas nueve primeras academias, a su vez, propiciaba sus visiones de la lengua y pautaba sus primeras investigaciones del español en muchas de las naciones mencionadas, gracias al empuje que algunos estudiosos precursores habían logrado, primero, a título particular y, más adelante, a título institucional cuando las academias de sus países comenzaron sus actividades. Por otra parte, muchos de estos estudiosos serían miembros fundadores de sus respectivas corporaciones o representantes notables en el estudio del español americano: Rufino José Cuervo para Colombia; Joaquín García Icazbalceta para México; Antonio Batres Jáuregui para Guatemala; Julio Calcaño y Baldomero Rivodó para Venezuela; Juan de Arona y Ricardo Palma para Perú; Zorobabel Rodríguez y José Toribio Medina para Chile; y, finalmente, Juan Fernández Ferraz y Carlos Gagini para Costa Rica.

Dentro de las consideraciones de naturaleza cronológica y, en suma, histórica, que estamos haciendo, la Academia Costarricense ocupará otro escaño de capital trascendencia al ser la primera de las academias del español creadas en el siglo xx. Cuando se podía pensar que la racha fundacional del siglo anterior había culminado en 1887 en Guatemala, se activa la simiente, treintaiséis años más tarde, cuando en San José se instala una corporación con el perfil y con la misión, entre otras como vemos, de reiniciar el germen fundacional académico. Muy pronto, siguiendo el ejemplo de Costa Rica, se fundarían academias en Filipinas, Panamá, Cuba, Paraguay, Bolivia, República Dominicana y Nicaragua, durante la segunda década del siglo. Este refortalecimiento venía a hacer frente al auge, cada vez más desmesurado, de la lengua inglesa en nuestros países como consecuencia del preocupante colonialismo económico, político y cultural de los Estados Unidos en suelo americano. A los escritores, filólogos, académicos y hombres de pensamiento de este tiempo preocupaba, y mucho que la presencia del inglés en el panorama de nuestra cultura adulterara la lengua española hablada en nuestros países. Centroamérica y el Caribe serían las regiones lingüísticas inicialmente más afectadas. Más tarde, el continente entero se vería sumido en procesos muy complicados de interferencias. Los estudios, tanto prescriptivos como descriptivos, sobre el anglicismo léxico se sucederían como intentos científicos para comprender el fenómeno o como mecanismo de contención ante esta situación. Poco a poco la ruta científica se deslindaría de la ruta purista que muchos impulsaban en favor de una vuelta al casticismo lingüístico, igual o más dañino que el elemento anglicista en el español americano. Las academias creadas en la segunda década del siglo xx se encontrarían ante las disyuntivas binomiales descripción frente a purismo y estudio científico frente al retorno casticista.

La posición de la academia de Costa Rica, dentro de este cuadro de nutricias discusiones y debates, tomaría partido por una vía de equilibrio, como ha sido y es característica de su buen hacer en favor de la lengua. La invocación y seguimiento de los postulados del sabio humanista caraqueño Andrés Bello (1781-1865) aparece en la escena de estos debates para buscar situaciones de ponderación entre la liberación de las amarras castizas en materia gramatical y la práctica germinal de los usos particulares. Bello, como se sabe, propugnará la primera seña consciente del panhispanismo lingüístico y de los derechos democráticos en el ejercicio de la lengua. Bello será, a este respecto, nuestro primer demócrata del idioma.

Una de las vías que ensayó la lingüística hispanoamericana desde las décadas finales del siglo xix y durante las primeras del xx fue el fortalecimiento de los repertorios nacionales o regionales de voces de cada una de las variantes dialectales del español como una forma de ponderar frente a las intromisiones léxicas del inglés la riqueza del español americano. En este contexto científico o vocacional, según los casos, tan fecundo, Costa Rica ofreció desde 1892, un resultado sobradamente meritorio. Ese año se publicó la «primera entrega», que consistía en la letra a y las advertencias que el autor hacía a modo de introducción. Me estoy refiriendo al trabajo de uno de los fundadores de esta academia centenaria, Carlos Gagini (1865-1925), cuando publica completo el Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica, en 1892. Con esta obra pionera, Gagini cumpliría el cometido de señalar y clasificar las voces usuales y propias del español de Costa Rica en la cuádruple entidad que constituían, en los estudios americanos del momento —por allí habían pasado antes, Cuervo y Calcaño, entre otros—, corruptelas, neologismos, extranjerismos y alteraciones sintácticas. La tercera de estas categorías, la presencia de voces extranjeras, vulgarizadas con el término barbarismo, venía a entenderse como una respuesta a la situación colonialista que hemos referido y, también, venía a significar la adhesión a una manera de entender la lengua española desde el casticismo y el purismo, especies que tanto daño harían a los estudios americanos. Gagini tuvo el acierto de virar parcialmente el esquema teórico de este primer diccionario cuando en 1919, edita el ya definitivo Diccionario de costarriqueñismos, sumido en la dinámica de la lexicografía de -ismos, que poco o nada tenía que ver con la simiente prescriptivista del siglo xix y, ahora, sí mucho con una manera más científica y descriptiva de concebir el trabajo lexicográfico. A este respecto dirá en el prólogo a la que se considera segunda edición de este diccionario: «Sale, pues, esta edición notablemente aumentada y bajo un plan menos empírico: en ella considero las divergencias de nuestro lenguaje con relación a la lengua madre, no como simples corruptelas, introducidas por el capricho o la ignorancia, sino como resultado natural de la evolución fonética y semántica a que están sujetos los idiomas vivos». Gagini, además, había incluido en los cuerpos introductorios de esta edición, un notable texto prologal de Rufino José Cuervo y una carta, no menos notable, del escritor venezolano Nicanor Bolet Peraza (1838-1906), dirigida desde Washington al diplomático costarricense Joaquín Bernardo Calvo Mora (1857-1915), que constituye uno de los primeros ejemplos de crítica metalexicográfica de ese tiempo. Gagini califica este escrito del «celebrado autor de las Cartas Gredalenses», como «primer juicio publicado sobre mi libro», a partir del conocimiento de la aludida entrega de 1892.

El mismo año 1919, en el que se publica el diccionario de Gagini, abandonaba Costa Rica un científico suizo de nombre Henri Pittier (1857-1950), en el que quisiera detenerme un instante, debido a la importancia de sus aportes y al vínculo que establece entre Costa Rica y Venezuela, en los procesos de modernización científica, tanto institucional como en investigación, promovidos por el sabio helvético. Durante los quince años que vivió en Costa Rica, Pittier fundaría el Instituto Meteorológico Nacional, dirigiría el Instituto Físico Geográfico (donde hoy funciona el Museo de Ciencias Naturales) y, lo más destacado, elaboraría el Ensayo sobre las plantas usuales de Costa Rica (1908), una obra gemela del Manual de las plantas usuales de Venezuela (1926), sus dos primordiales aportes a la botánica americana.

Entre Gagini y Pittier se debe establecer una relación de primer orden en torno a la consolidación del estamento científico y de la praxis lexicográfica. Por una parte, no hay que olvidar que, en estas obras, como en las de la mayoría de los naturalistas, de Linneo a esta parte, los resultados se presentan en un formato que pudiéramos calificar de lexicográfico. Por otra, que el rigor en la descripción quedará instalado en la lexicografía de este tiempo como un trasvase afortunado de las ciencias naturales; cuya sociedad entre ciencia y lengua ya venía afirmándose desde tiempo muy lejano en la lingüística comparada (el caso estrella será la teoría naturalista de Augusto Schleicher, abanderado del darwinismo filológico). El propio Gagini, en la «Advertencias» a la edición de su diccionario, de 1919, reconocerá su deuda con Pittier: «He aprovechado sobre todo la obra del señor H. Pittier, Plantas útiles de Costa Rica». En esta idea, el aporte del lexicógrafo costarricense será entendido en conexión con los de autores foráneos que hicieron ciencia en el país centroamericano. A este respecto, leamos el veredicto del doctor Adolfo Constenla Umaña: «Hay que recordar también que entre las principales obras escritas sobre temas lingüísticos nacionales entre 1875 y 1925, el único costarricense que destaca tanto como los ilustres extranjeros William Gabb, Bernardo Augusto Thiel, Henri Pittier y Walter Lehmann es Carlos Gagini».

Determinar cuánto debe la lingüística a las ciencias naturales y cuánto estas a la ciencia del lenguaje resulta un capítulo de teoría e historia muy notable y complejo. Desde las más remotas recolecciones y descripciones de la fauna y flora de una región a través de sus nombres hasta las más recientes implicaciones que botánicos y zoólogos han tenido con las tareas de elaborar repertorios diccionariológicos que anoten y expliquen los nombres comunes de las distintas especies, quedan claros los intercambios disciplinarios y, especialmente, permanecen muy asidas en un punto estos dos universos de ciencia y cultura. Aportando uno la realidad material (las cosas) y otro las formas comunicativas (las palabras), se han acompañado y enriquecido mutuamente la lingüística y las ciencias de la naturaleza, nunca en detrimento de otras ciencias. El diccionario ha sido el punto de encuentro y el espacio en donde la diversidad se hace diálogo y en donde lo que parece distanciado comienza a entenderse indubitablemente próximo. Muy productiva, a este respecto, la investigación dialectológica que estima los nombres que plantas y animales tienen en una comunidad y, a la inversa, la importancia que junto a taxonomías técnicas y a las clasificaciones de especies tienen los nombres populares en la tarea descriptiva de los botánicos y zoólogos. El romanista Iorgu Iordan distinguía estas dos situaciones en su notable Lingüística románica —desarrollada en las sucesivas entregas de los años 1932, 1937, 1957, 1962 y la española de 1967— y lo hacía como un refuerzo de lo que el método «palabras y cosas» vendrían a aportar a la investigación sobre las hablas populares y los dialectos. Las dos posiciones que el dialectólogo rumano destaca serán, por una parte, la de los lingüistas que se interesan por los fitónimos y zoónimos y, por otra, la de botánicos y zoólogos que se han hecho verdaderos lingüistas interesado en la penetración de los nombres comunes de especies naturales y sensibles a los géneros dialectológicos y lexicográficos idóneos para reflejar el léxico de la fauna y la flora. He aquí su formulación: «Los autores de estas obras [sobre fauna y flora] (con algunas excepciones) no son lingüistas, por ello sólo nos sirven de guía en la parte referente a las “cosas”, es decir, a los animales y plantas, sobre los cuales nos dan datos veraces y extraordinariamente valiosos. Pero hay también lingüistas especializados en el campo de la zoología y de la botánica popular, una especie de zoólogo-lingüistas y botánico-lingüistas, que se ocupan habitualmente de los nombres de los animales y de las plantas, intentando explicarlos con ayuda de las particularidades más características de la existencia de éstos». La moderna investigación terminológica, por otra parte, ha venido a señalar la necesidad de que en la elaboración de glosarios naturalistas (como de otras disciplinas o actividades científicas) participen lingüistas y técnicos de la disciplina en cuestión en una muy bien lograda hermandad que unos y otros por separado no podrían alcanzar. El acercamiento que hemos querido entre Gagini y Pittier en relación con la práctica de una lexicografía naturalista ofrece posibilidades de análisis que apenas aquí dejamos apuntadas.

Aunque la reflexión anterior pudiera parecer un desvío del asunto central de esta intervención, es decir, el festejo de los logros de la Academia Costarricense de la Lengua, no lo es, si tomamos en cuenta que lo que busco destacar es cómo la academia se funda en un momento en que la ciencia lingüística ya hace su entrada decidida en nuestros estudios. De esta suerte, la Academia Costarricense de la Lengua nace deslastrada de los viejos purismos y de los dañinos diletantismos lingüísticos que tuvieron que padecer muchas de las academias del siglo xix.

Abonando aun más lo anterior, el mismo año en que se crea esta institución, otro de sus miembros fundadores, esta vez en clave literaria, Roberto Brenes Mesén (1874-1947), daba a la imprenta un libro de título Las categorías literarias que va a transformar el estamento teórico de la literatura en Costa Rica y en todo el continente. El carácter precursor de este estudio, rico en propuestas y argumentaciones en favor de una teoría americanista deslastrada del seguimiento aristotélico característico de la preceptiva literaria general, ocurre veinte años antes de la aparición de los trabajos del gran Alfonso Reyes (1889-1959); concretamente del ensayo «Aristarco o anatomía de la crítica», de 1941, y del tratado El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria, publicado en 1944. Un siglo después, coincidiendo con la presente celebración centenaria de la Academia Costarricense de la Lengua, se ha publicado, en el número quince de la colección «Clásicos» de la Asociación de Academias de la Lengua Española, una edición moderna del libro de Brenes Mesén, bajo el cuidado del actual prosecretario de la corporación Carlos Francisco Monge y por iniciativa de la propia institución costarricense.

A partir de 1951, cuando se crea en México la ASALE, comienza una historia compartida entre la Academia de San José y la Asociación de Academias. Esta vida en común puede exhibir hoy, en clave de recuento, los siguientes momentos, actividades y aportes recíprocos entre las dos instituciones. Los detalles de esta relación son conocidos de sobra por ustedes. Yo solo quisiera recordar la organización del IX Congreso de la Asociación de Academias, celebrado en San José en 1989. La mesa directiva de este congreso estuvo presidida por D. Oscar Arias Sánchez, a la sazón presidente de la República y Premio Nobel de la Paz de 1987. En esta exitosa reunión intervinieron diecisiete académicos costarricenses y cincuenta y dos de las otras academias, que trataron temas relativos a la defensa del idioma y su unidad y, especialmente, a la relación de la lengua de España y América de cara a la celebración de los distintos eventos para conmemorar el «V Centenario del Descubrimiento de América». Los saldos de este evento han sido establecidos por Humberto López Morales, tercer secretario general de la ASALE, en su Historia de la Asociación de Academias de la Lengua Española, de 2016.

Muy notable ha sido la constante incorporación de la Academia Costarricense en la Comisión Permanente de la Asociación. Ello ha quedado recogido en la lista de delegados que esta academia ha enviado a Madrid para cumplir con las tareas académicas y administrativas de la Comisión Permanente, como órgano de gobierno de la Asociación. Arturo Agüero Chaves, Alberto F. Cañas Escalante, Miguel Ángel Quesada Pacheco y Mario Portilla Chaves, respectivamente, han dignificado con su buen hacer científico y académico la integración a las comisiones de 1966, 1975, 1982, 1991, 2000, 2005, 2010, 2016 y 2023. En este mismo sentido, los distintos directores y presidentes de la academia (Cleto González Víquez, Ricardo Fernández Guardia, Manuel Francisco Jiménez Ortiz, Víctor Guardia Quirós, Arturo Agüero Chaves, Alberto F. Cañas Escalante, Estrella Cartín de Guier y Víctor Manuel Sánchez Corrales) han concurrido en su representación a los dieciséis congresos de la Asociación y a los nueve congresos internacionales de la lengua española. Por último, la ACL ha cumplido cabalmente con la participación en los proyectos panhispánicos en los que todas las academias están comprometidas y que se coordinan desde la ASALE (Diccionario de la lengua española, Diccionario de americanismos, Nueva gramática de la lengua española, Diccionario panhispánico de dudas, Ortografía de la lengua española, Diccionario fraseológico panhispánico, entre otros). Fueron sus representantes en las distintas comisiones interacadémicas Adolfo Constenla Umaña, Enrique Margery Peña, Miguel Ángel Quesada Pacheco, Alberto Cañas Escalante, Estrella Cartín de Guier, Mario Portilla Chaves y Víctor Manuel Sánchez Corrales.

Un capítulo aparte en la relación entre la ASALE y la Academia Costarricense lo ocupa la consecución de la sede definitiva para la corporación. Sobre este largo y muy trabajado proceso, que concluyó el 23 de marzo de 2011 , solo diré que los agotadores empeños y las desgastantes tareas rindieron sus frutos y, gracia a todo ello, hoy podemos estar celebrando en este recinto este honroso acto de hoy. Varios directores y presidentes de la Academia, particularmente Estrella Cartín de Guier y Víctor Manuel Sánchez Corrales, así como tres presidentes de ASALE, Víctor García de la Concha, José Manuel Blecua y Darío Villanueva, acompañados todos por mi predecesor al frente de la Secretaría General de la Asociación, Humberto López Morales, además de un buen nutrido equipo de académicos integrantes de la comisión que para estos efectos fue constituida, hicieron posible el resultado deseado. En nuestro balance, se trata de un logro que ocupará siempre un lugar en la historia de esta corporación y de la propia Asociación, abocada siempre al beneficio de cada una de las academias asociadas.

Antes de terminar, quisiera felicitar a los académicos actuales como herederos de los académicos del pasado, y saludar a los amigos que esta generosa academia me ha regalado durante los últimos veinte años. Ellos han sido o son: la inolvidable Estrellita, cuya muerte no terminamos todavía de lamentar y de llorar; el siempre recordado sabio Adolfo Constenla, un amigo que me llegó por mi amigo y hermano Horacio Biord Castillo, actual presidente de la Academia Venezolana de la Lengua; el inagotable Miguel Ángel Quesada Pacheco, compañero y maestro de tantas lides de estudio; el equilibrado Mario Portilla Chaves, riguroso en los afectos y bondadoso en la promoción de sus muchos saberes; y, finalmente, el presidente Víctor Manuel Sánchez, cuya primera alusión a su valioso trabajo la escuché de labios del doctor Günther Haensch, en las aulas del proyecto «Nuevo Diccionario de Americanismos», en la Universidad de Augsburgo-Alemania, y que los muchos años de amistad e intercambios académicos han venido afirmativamente a confirmar.

Cuando una institución festeja sus cien años de vida no lo hace solo para rememorar los logros alcanzados y las personas que los hicieron posible, que ya sería suficiente, sino, que ese recuento histórico, cargado de registros de buen hacer y gratitud, compromete a la institución centenaria para las décadas venideras que se prepara a emprender. En este sentido, la Academia Costarricense de la Lengua puede estar tranquila, pues la brillante biografía previa no es sino un buen augurio de lo que vivirá en el corto y mediano plazo. Dicho de otra manera, cada centenario llama al siguiente y lo dibuja con mejores trazos. Felicito, entonces, a esta institución por sus primeros cien años de vida académica y me sumo a los mejores augurios para sus próximos cien que, estoy convencido, serán más productivos y nobles, si caben, que los cien primeros en sus tratos con la lengua española, nuestra mejor imagen de cultura y nuestro vínculo indestructible de unión entre todos los que la hablamos.