Boletín de la Academia Costarricense de la Lengua - tercera época

El lenguaje de la lluvia, una novela de Julieta Pinto

Año XVI, n.o 2. 2021    págs. 107--111
Artículo de: Emilia Macaya Trejos

EL LENGUAJE DE LA LLUVIA,
UNA NOVELA DE JULIETA PINTO

Cuando Julieta Pinto me pidió comentar su novela El lenguaje de la lluvia, señaló que era importante mi perspectiva de la teoría literaria. Quería —así lo interpreté— una aproximación en toda forma. Y en ese momento me dije que tenía razón porque, en efecto, he tenido que teorizar toda mi vida; aun más, me he ganado la vida y el pan de mis hijos exponiendo y enseñando teorías. Teorías de la literatura, que es una forma benévola de teorización, mucho más lúdica y por eso más agradable. Sin embargo, he llegado a un momento de mi historia personal —y eso tendría que comenzar por manifestarlo a la propia Julieta— en que querría simplemente vivir y hablar sobre la vida; tan simple como eso: vivir o revivir narrando. Quizás allí han de estar presentes mis anteriores teorías —no en vano las llevo en la carne— pero aparecerían dibujadas de otra manera. Todo para reconocer que no sé cuán fiable resulto hoy día como teórica de la literatura y, consecuentemente, cuánta razón habría para acudir a mí en tales circunstancias. Pero de lo que sí estoy segura es de que... Julieta es Julieta. Y si ella me lo pidió, aquí y en estas me encuentro, obediente, sumisa e ilusionada, a riesgo de no llenar sus expectativas.

Julieta Pinto ha tenido, como uno de los rasgos más persistentes en su discurrir por esta vida, la vocación por la palabra. En mi opinión, de eso trata ante todo El lenguaje de la lluvia. Una vida que es historia construida como acto lingüístico y, más aún, lingüístico poético en la acepción más creativa que puede darse al término poiesis. Constituida, en fin, como autoría, como transformación o devenir de un ser femenino en protagonista de su existencia y autora de sus textos, a partir de esa mágica conjunción de literatura y vida que logra la palabra poética.

Llama la atención desde la entrada al libro y, si se quiere, como golpe de vista inicial, el claro contraste a modo de un contrapunto entre los encabezados de cada segmento —en tipografía cursiva— y el resto del texto narrativo. Entre el lenguaje de la lluvia y el lenguaje de la autodevelación de la escritora, respectivamente, aunque construido este como la indagación en su ser y en su historia. Para ello los encabezados configuran el correspondiente apoyo lírico.

En fin, palabras, palabras…Y ya que de estas indudablemente se trata, continuemos por tal rumbo. La palabra crea el objeto, se afirma en la filosofía del lenguaje, y en ello parece que acuerpan lingüistas, filósofos, estudiosos del arte, y demás seres afines. Las palabras y las cosas, ¡menudo problema! Las palabras y las subjetividades, problema aún mayor. Somos, inevitablemente, entidades construidas con vocablos. Porque, ¿qué hay, sino el verbo? Y en un nivel de seriedad suprema, El Verbo, con todas sus mayúsculas. Nos construimos inscribiéndonos en el lenguaje. Dicho de otro modo, somos porque se nos nombra; a la vez, el mundo existe para nosotros porque nos aferramos a ese asidero que es el poder de apelar a las cosas: y puesto que puedo invocarlas —atraerlas a la voz para darles su cuerpo— elaboro el espejismo por el cual me empecino en creer que así las poseo.

Afirmar que nombro resulta, pues, afirmar que soy. Pero decir «yo soy» es decir «yo quiero»; no hay vuelta de hoja. Cuestiones de la mismidad y la otredad; cuestiones de la identidad. «Solo no eres nadie —decía Brecht—, es preciso que otro te nombre». Y quiero las cosas del mundo —la «maldita» otredad— puesto que es en relación con ellas que me defino. Las necesito para ser, o, en sentido inverso, al menos para saber que no soy lo mismo. Pero las quiero porque no las poseo. Las busco, porque se empeñan en escaparse. Si las tuviera, no necesitaría invocarlas. No necesitaría llamarlas. Palabra y deseo parece que van irremediablemente juntos. Quiero, en fin, porque me adivino como esa hondonada de vacíos que aspiro a llamar mi ser; ese algo nunca saciado y, más bien, siempre dispuesto a colmarse, aunque sea con palabras. Aunque sea con simulacros. Me lanzo hacia las cosas en su piel de palabras porque las necesito para vivir y, más allá, para sobre-vivir. ¡Eternos hambrientos nosotros, seres humanos! Por eso nos llenamos de palabras.

Nombramos las cosas porque están ausentes. De estar allí, tan sólo alargaríamos la mano, para señalarlas o bien asirlas. Y asunto resuelto. El nombre, la palabra, será entonces el sustituto del objeto y aún más, la evidencia de la desposesión, porque el objeto «falta». Pero queremos poseer, si es posible, el mundo entero. Y en ese mundo entero, una de las cosas más preciadas ha de ser aquel al que llamamos «otro». Ya no la otredad en general, sino específicamente «el otro»; paliativo de la soledad, fusión anhelada, apropiación obsesiva; en fin, eso que lleva el nombre amor. Poseer a ese otro hasta devorarlo, deglutir con la esperanza de transformarlo en carne nuestra para así, quizás, borrar su ausencia. Para que no se escape. Y si esa presencia escurridiza es más bien sombra, materia fugaz que huye de nuestras manos, querremos aunque sea beberla. «Amada, voy a beberme la sombra en que te convertiste», dijo una vez Mallarmé.

En fin, condición humana como desposesión y pérdida. Y valga todo lo anterior porque esto, la humanidad como desposesión y pérdida, es una de las más fuertes marcas de El lenguaje de la lluvia. Por ello, las palabras. Y por ello, también mis palabras previas.

«Hilos de agua se escurren por las tejas y quebrándose al caer sobre las piedras, despiertan el lenguaje oculto de la lluvia», así empieza la novela, en la conformación de un encabezado que, apuntábamos, se instaura como el correspondiente lírico de la narración que lo sucede. Y continúa: «Voces lejanas, perdidas en el tiempo, regresan en la bruma de la noche, golpean las paredes y se escuchan palabras desde un fondo de lágrimas: no puedo olvidar a mi hija muerta, no podré querer a esta niña como a ella. El padre le contesta: El tiempo te ayudará, aprenderás a amarla. Y me estrecha en un abrazo que esfuma el miedo».

Murmullos extraviados en la noche y el tiempo; una hija ausente porque ha muerto, la declaratoria de indefectible ausencia de amor ante la otra hija, por parte de esa madre impotente frente al recuerdo filial que es pérdida y carencia. Solo la palabra del padre —el lenguaje del Logos— tiene el poder de conjurar tanto vacío. La pérdida y la ausencia signan el inicio de la historia narrada y el comienzo, tanto de la escritura, como de la escritora. El final de la novela, en cambio, apunta hacia senderos muy distintos, en una transformación de situaciones sin duda notable:

Signos misteriosos, nacidos de un lenguaje que ha venido gestándose durante todos estos años en vivencias y sentires, se mueven lentamente y me rodean con su abrazo. Soy luz, colores, sonidos que brotan del follaje, capullos a la espera del sol, almizcles de tierra abierta... Comienzo a escribir: «La montaña más alta del Iral, inmersa por siglos en el agua de lluvia, da nacimiento...» Mi pluma corre, vuela sobre el papel y las palabras se deslizan de la montaña al valle, al bramido de furia cuando atraviesa la ciudad, al grito de luz en la llanura, a su canto de amor en el bosque de bambú, donde se detiene la corriente del río en juego de florecillas blancas que prolongan el tiempo del arrullo. La pluma sigue corriendo por el papel... Alguien levanta suavemente las sombras de la noche y el sol borra, por fin, las huellas de la lluvia...

Inicio y fin de la obra. Y en el medio, las razones para esa inversión situacional ya señalada, a saber, el devenir de una escritura y la forja de una autora. En otros términos, la vocación de palabra, como el permanente humano intento de recuperar las cosas. «En esta noche infinita en que el tiempo ha hecho una pausa, en la vieja casona de la finca, entre sus anchas paredes y el piso de ladrillo rojo, escucho la lluvia y mi silencio. Se confunden las imágenes de dos pasados diferentes y se mezclan en este presente de añoranza y ausencia». Entre la lluvia y el silencio o, como diría Rousseau, entre el grito primitivo y el lenguaje de la razón, la naturaleza y la cultura tensan y anudan hilos, para formar el tejido que habrán de urdir las palabras.

En ocasiones es la palabra mágica, el nombre único por el que se cree encontrar el objeto absoluto y por tanto, la absoluta posesión: «Y es que quiero nombrarte, Felipe, con un nombre especial; si lo encuentro, quizás encuentre también esas palabras que se esconden cuando intento transferirlas al papel». Espejismo del amor, en el falso arribo a la posesión del otro, ese otro inalcanzable. Como inalcanzables son las fuentes de las palabras que «brotan de un manantial de espejismos frente a mí». Palabras mágicas -afirmábamos- como el nombre de la amada. «Corro a tu encuentro[...] con la sensación de que mi nombre, creado por tu voz, es único, como si lo hicieras nacer en este instante...»

También, palabras prohibidas, como el nombre de la tía Emilia, secreto e impronunciable en su asociación con el amor ilícito: «Hace días el nombre de tía Emilia se pronuncia en voz baja, y cuando pregunto, mi madre responde que salió del país y no regresará hasta dentro de mucho tiempo». Palabras vanas, palabras escurridizas, palabras indomables. Se busca asir su signo en el lenguaje del padre —en El Lenguaje, con mayúsculas— que termina igualmente por fugarse, cual si fuese un caballo desbocado. «¡Cómo me hubiera gustado, Felipe, domar el lenguaje como mi padre domaba su caballo! Quisiera adquirir la maestría y el garbo que él mostraba en su silla de montar, aquella seguridad contenida en cada uno de sus movimientos. Pero a mí las palabras se me escapan, me esquivan cuando me acerco sigilosamente, como el día en que el caballo me dejó con la soga en la mano y la desesperación en la mirada detrás de su galope».

Palabras, palabras…Y en su nombre, o mejor, tras su ruta, el maravilloso juego que entabla el relato con una de las imágenes míticas primordiales, en virtud de la reinterpretación del mito de la lluvia, la divina simiente de un dios padre tendido en fecundidad sobre la Madre Tierra. Primero, es Lucía niña quien despliega, en la narración, el lúdico reverberar de tales dimensiones mitológicas: «Tendida sobre el césped el verde me acaricia con sus dedos de hierba. Extiendo la mano para atrapar un insecto, casi lo alcanzo, y dos brazos me levantan a la vez que oigo voces conocidas. “José, Lucía no intenta incorporarse sola”. La respuesta inmediata: “Déjala, le gusta sentir la tierra”».

El respaldo lírico de los encabezados refuerza, por su parte, los ecos de asociaciones. «Dardos de lluvia —dice uno de ellos— lanzados desde el arco de una nube penetran la tierra y la fecundan en silencio». Y luego:

Una tarde reposo en el jardín y siento suaves toques en la cabeza, en los brazos y en las piernas; miro hacia lo alto para recibir las gotas que caen del cielo y permanezco inmóvil con la caricia que resbala desde el cuello hasta la espalda. Abro la boca para probar su sabor de aire, de árboles y de frutas y aprendo que esas gotas venidas del cielo se llaman lluvia, y que al caer inventan un lenguaje.

Gotas de lluvia que en su misión de caer, generan un lenguaje. Al final de la narración desaparece la lluvia, quizá, porque se ha vuelto innecesaria: presente está la Madre-Tierra-Autora, hallada y revelada en la fertilidad sin límites que es su tejido, el texto. De resultar así, esta novela regresaría a los orígenes telúricos de su quehacer literario, a aquellos Cuentos de la tierra que fueron la primera obra que publicó, su obra inaugural. Un ciclo como anillo al dedo, ciertamente, en esa búsqueda de sí para encontrar lo otro. Y en ese camino de perfección que, en consonancia, ha de signar tanto la escritura literaria, como la voz de autoría que aspira a la autenticidad.