Artículo de: Peggy von Mayer Chaves
DESDE LA ALTA VENTANA DE LOS AÑOS,
DE JULIETA DOBLES
Desde la alta ventana de los años es el más reciente poemario de Julieta Dobles, publicado por la Editorial Universidad de Costa Rica. Cuando presenté otro de sus libros, Trampas al tiempo, hice una reflexión sobre la categoría temporal. Recordé que el filósofo John Mc Taggart intentó demostrar que nuestra percepción del tiempo es una ilusión y que «el tiempo mismo» es solamente una abstracción sin existencia real. Henri Bergson opinaba que «el tiempo es lo dinámico y espontáneo, la vida, la experiencia interna, la filosofía. La realidad solo se conoce desde adentro, en el contacto inmediato e intuitivo de la conciencia en continuo devenir», lo que él llamó la duración real (durée réele).
Desde la alta ventana de los años es también una experiencia interna, una reflexión sobre aspectos filosóficos existenciales a través de la poesía, que transcurren en un tiempo interior, psíquicamente condicionado, cuyo poder de evocación al conjuro de la palabra rememora diferentes vivencias, recuerdos o experiencias ocurridas en épocas diversas. Está estructurado en tres planos: «Peldaños del gozo», «Peldaños del amor» y «Peldaños de la compasión». La primera categoría espacio-temporal le permite a la poeta hilvanar momentos, situaciones, afectos y desafectos, relaciones con el mundo que la rodea, con sus amores, con su familia, cuya tónica intimista sugiere un universo de cosas compartidas, desde la perspectiva espacial de una ventana, marco propicio para la ensoñación y el recuerdo, provocando efectos de realidad que nos hacen recordar aquellas palabras de Friedrich Schelling, cuando afirma que «ninguna cosa tiene un tiempo exterior, sino que cada cosa solo tiene un tiempo interior, propio, innato e inherente a ella».
Si en Costa Rica poema a poema la evocación de la patria se da partir de sensaciones olfativas —el recuerdo del olor del café, de la tortilla, de los frutos—, en este poemario el espacio interior se elabora con imágenes visuales, pictóricas, como si lse estuviera pintando una acuarela. Así describe la contemplación de una montaña:
Cuando el sol que amanece
se coloca en rotundos esplendores
enfrente de su rostro,
cientos de caminillos relumbran, se recogen,
recorridos por las ansias humanas.
Las cornisas rocosas y salientes
exponen su relieve entre los verdiazules
despejados, lejanos.
Los pueblos se evidencian,
develan sus techumbres y esperanzas,
como si la mañana nuevecita
los envolviera en su renacimiento.
Y las áreas boscosas compiten entre sí,
por verdes y vitales, luminosas y plácidas.
Hasta la humilde flor de lantana parece un cuadro de algún impresionista francés, quizás de Monet:
Los naranjas compiten con los rojos
y los amarillos brincan sobre los blancos;
algún morado furtivo se enamora también,
en un reclamo de perfumes y néctares
que las mariposas asaltan de inmediato
en su vuelo febril.
Esa sucesión de pinceladas cromáticas se mantiene a través de su visión contemplativa, estética; con ellas construye el universo íntimo de la evocación. Es el marco espacio-temporal de pasiones, sensaciones y recuerdos que encuentran resonancias en nuestro ser más íntimo. La escritora sabe, como decía Goethe, que «todo lo temporal es solamente una metáfora»; por eso maneja a su gusto y arbitrio la categoría espacio-temporal, jugando con el calendario astronómico desde su experiencia vital, mediante una serie de juegos retrospectivos que ponen en escena sus memorias, conflictos, afectos y pasiones, acontecimientos históricos y personales, tamizados por la conciencia lúcida del tiempo como metáfora de la vida.
Por el poderoso conjuro evocador de su palabra, el recuerdo y el presente se convierten en una sola cosa. Mira hacia atrás para recordar acontecimientos que alguna vez pusieron un regusto sabroso, pero no se queda anclada en la nostalgia, sino que su visión de mundo está puesta en el gozo del instante, del aquí y ahora, con miras al porvenir. Por eso este poemario, «perpetua juventud de la experiencia», está cargado de esperanza, de gozo en la plenitud del amor otoñal, y así lo expresa en «Peldaños del amor»:
Quizás porque los años se amotinan
frente a la pasión inesperada,
y el brillo que acontece,
repleto de vigor y de ternura,
nos deslumbra de nuevo,
juventud que regresa, subrepticia,
ignorando los surcos de la edad,
y trastornando todo nuestro mundo.
En cierto sentido, la palabra poética es un desafío al tiempo o a la idea del transcurrir, que es tan relativa, puesto que su enunciación fija las memorias amadas, las trae al presente y las conservará en el futuro. La palabra, entonces, no es estática, sino que tiene el poder de moverse en las regiones internas atemporales que el espíritu les confiere.
La última parte está dirigida a la compasión, a la solidaridad humana, a la sororidad que se establece en las eviternas cofradías de mujeres poetas, a la emigrante que lucha por dar a sus hijos un mundo mejor; a los jóvenes que mueren por causa de las guerras, en Nicaragua o en Normandía, da igual: el resultado es el mismo. Algunos poemas son desgarradores:
La playa, largamente desnuda,
lamida por las lenguas
de la marea baja,
mostraba sus cicatrices
de cemento y acero,
allí donde tantos arrastraron las heridas
sobre la arena clara.
Allí, donde miles llegaron a morir
en una tierra que nunca vieron,
extraña muerte sin territorio propio,
huesos que migrarían sin una lápida,
acariciados solo por el mar.
El alba, solo el alba pondría su mortaja de luz
sobre los cuerpos jóvenes
que no conocerían otra mañana.
Desde la alta ventana de los años es una clave para entender, para comprender. Nos quedamos demorados en ese tiempo interior, único e irrepetible, sin precipitaciones. Antídoto ante la fugacidad de la vida, la fuerza generadora de la palabra poética nos permite abrazar un instante la ilusión de atrapar la premura del tiempo y a la vez perpetuarlo, trascenderlo. Naturalmente, el poemario no escapa a las representaciones sustanciales del tiempo, a sus referencias naturales, elementos binarios que gobiernan y dominan nuestro sistema de representaciones conceptuales: día-noche, antes-después, comienzo-fin, vida-muerte. El poemario instaura, como dice Ricoeur, un nuevo tiempo, un nuevo orden, una re-descripción del mundo. Julieta Dobles apunta directo al corazón de las cosas, estableciendo en su poesía un complejo sistema de relaciones variables en relación con el espacio físico desde su atalaya ––ventana del tiempo psicológico, fenoménico, íntimo, existencial, del que no podemos sustraernos. Como siempre, la poesía de Dobles nos involucra en el mundo de las emociones, los afectos, las reflexiones y los encuentros intersubjetivos que cada uno de nosotros, como lectores, vamos desencadenando. Constituye una experiencia psicológica, filosófica y espiritual gratificante y transformadora.