Artículo de: Carlos Francisco Monge Meza
LA HABITACIÓN DEL POETA
(Reflexiones sobre la poesía costarricense
en tiempos de pandemia y confinamiento)
Vista desde cierta distancia, la poesía costarricense parece enclaustrada. Como el poeta no ha podido conciliar su tiempo subjetivo con el devenir de la historia, lo contempla con desencanto incapaz de ajustarlo a sus deseos. Su conciencia le dice que al presente lo rodean muchas limitaciones, porque no ha sentido en el país el necesario peso para moldear un carácter, un temple particular. Nuestra corta historia está hecha de pequeños saltos, de etapas de indolencia y extenuación, que historiadores y sociólogos han confundido con el pacifismo social y político. Los buenos poetas han querido rebelarse contra esa abulia, y el costarricense no se siente solo porque lo desconocen o porque pocos lo leen sino por hallarse ante un mundo que apenas le dice algo. Por ello inventa, crea utopías o se finge fantasma de obsesiones, con frecuencia insustanciales.
Se nada a contracorriente, no en el río del mercado ni en el de las trampas de la sociedad de consumo; tampoco en el de la frialdad de la industria académica, sino en la escasa y mansa historia del país. En algunos poetas hay un ocasional deseo de reconocimiento: estatuillas, diplomas, notoriedad periodística. Entendible si lo explican los psicoanalistas, pero eso aburre a cualquiera; tiene que ver con el entorno capitalista, que ve en la poesía —en la literatura en general— un bien mercantil. Las verdaderas aspiraciones del poeta son otras, que con pudor oculta o las admite como estigmas vergonzantes: que vean su poesía como testimonio de una época, que se detengan en sus poemas tan solo unos minutos para enlazar aquellas palabras con un universo de nueva significación, el de la exploración de la realidad, aunque sea provisoria.
«La poesía no sirve para nada» han dicho ya muchos en poemas, comentarios, artículos de revista, recitales y tabernas. Si a ello vamos, tampoco la «Mona Lisa», ni un concierto para piano de Grieg ni una escultura azteca. A la poesía no hay que pedirle eficacia, a no ser que se la tome como un acto de servicio, quizá de servilismo; o como el capitalismo actual la entiende: como mercancía o como terapia. La poesía no es un motor a reacción ni una vacuna antiviral; es un lenguaje, el modo de organizar una interpretación del mundo, de la realidad inmediata o la imaginada, con cierta dosis de voluntad estética, aunque no solo de ello. Añádase que la poesía no es universal ni perdurable; es fantasía, imaginación y utopía, y por ello accidental: nace en las circunstancias, se desenvuelve y perece con ellas. La de Costa Rica se ha desarrollado como la suma de condiciones que la han marcado y le han dado cierto carácter, como el adn para los biólogos genetistas: el resultado de acontecimientos históricos que la han hecho vulnerable y resistente. Ayer les cantó a la guaria morada o a la patria desguarnecida; hoy afronta las incertidumbres y la disolución de las identidades caducas: políticas, morales, sociales, sexuales.
El ejercicio de la poesía es una profesión, una actitud hacia algo. Nace como afición de adolescencia, que se abandona ante distintos menesteres; en los menos casos es decisión de cultivarla con voluntad y constancia. Es actividad pública, un quehacer que se proyecta (en sus dos sentidos: como plan y como lanzamiento) y se entrega. Marcada por una tradición europea de siglos, en nuestro medio se escribe como acto de afirmación del yo ante los otros; la aspiración del poeta es que lo lean. Es una práctica acumulada en el tiempo, muy occidental: la poesía se escribe, se publica, se socializa y se vende. Es, para escándalo de muchos, mercancía sujeta a la oferta y a la demanda. ¿No será por eso por lo que hay jugosos premios en dinero auspiciados por instituciones de prestigio, a los que acuden en tropel los ambiciosos? A otras culturas distintas de la occidental contemporánea, esto provocaría estupor y desconcierto: ¿la poesía como oficio y lucro? No pensemos en los bardos de la antigüedad ni en ciertos santones ungidos con los misterios de fuentes arcanas; me refiero a la poesía como un ritual de autoconocimiento, para develar con la palabra verdades ocultas, estados de la conciencia en medio del caos, según se practica en cierta poesía oriental, la japonesa por ejemplo. Desde muy diversos tonos y posturas, aquí se escribe para algo más: como desahogo o confesión, como dicterio, inculpación o doctrina, como testimonio de obsesiones y miedos, para celebrar, cortejar o recriminar, para hablar de ella misma, para reivindicar causas o para injuriar. Se plantea como poesía funcional, útil y bella a veces; otras, demagógica e inane.
Proclive a su esencia exhibicionista, ¿quiénes la leen y qué destino le ha deparado la magra industria editorial del país? Las relaciones entre quien escribe, la actividad editorial y el consumo son complejas pero no inextricables. Hace poco más de cien años subsistía gracias a la generosidad —casi compasión— de unos cuantos propietarios de imprentas y a la tenacidad de editores que lo arriesgaban todo: dinero, prestigio y tranquilidad. Como siguió ocurriendo hasta bien entrada la década de 1960, aquellas empresas apenas lograban superar los diez o quince años de trabajo. Las primeras casas editoriales de gestión más moderna y estable aparecieron con apoyo del Estado, mediante la única universidad pública de entonces, el Ministerio de Educación y poco después una editorial estatal. Un estímulo algo tardío para las viejas generaciones literarias; tempranero y oportuno para las siguientes. Pero ello aún no responde a la pregunta: ¿quiénes han leído y leen la poesía costarricense? Digamos, de entrada, que los más fieles a la poesía misma y a la causa de escribirla; los asiduos son los propios poetas, que reciben y abren los libros de sus amigos y compañeros de aventuras, o bien los de sus maestros y los de quienes gozan de prestigio y notoriedad. Aun así, hay tela que cortar; las pueriles rivalidades y desavenencias han llevado a ciertos poetas a hacer a un lado la obra de los demás. También los hay que les dedican el tiempo y la atención al nuevo libro, al poema aparecido en la revista, y los cotejan y comparan con obras anteriores y hasta con la propia. A los primeros los vence la soberbia o el resentimiento; los segundos se han dejado cautivar por el deseo de saber de qué madera está hecha nuestra poesía y adónde va.
Otro tipo de lector es el común y corriente —sin ofensas— que, bien mirado, suele ser leal y constante. Es quien visita librerías, revuelve en los tenderetes de libros usados, el que siempre lleva alguno en el bolsillo. También entran en este grupo —¡oh calamidad!— los obligados a leer bajo amenazas inicuas, como el colegial para cumplir los deberes, sin comprender muy bien de qué va la cosa. El tercer lector es el crítico literario, el experto en materia literaria, erudito las más veces y conocedor del entorno. Sabe que la poesía costarricense no es una isla, sino una región de un continente literario, una pequeña provincia en un país de extenso territorio y de larga historia: la poesía escrita en castellano desde hace más de cuatro siglos. ¿Cuánto le debe el desarrollo de la poesía costarricense a la crítica? Difícil responderlo, porque de todo ha habido en la cultura letrada en el país. Durante mucho tiempo la crítica fue la hija enclenque en el desarrollo de las letras nacionales; se la vio como un apéndice cuando no un estorbo, y solo se la tomó con indulgencia cuando sus elogios suplantaron el análisis. Por fortuna, las cosas van cambiando, cuando la inteligencia del crítico no riñe con la valía del poema. ¿Será necesario recordar que crítica se deriva del griego krinō: decidir, separar, juzgar? La verdadera crítica literaria describe, analiza y reflexiona; la otra ataca, adula, zahiere o glorifica. En el fondo de los debates yace una dicotomía: ¿hay que sentir la poesía o hay que pensarla?; ¿la estética o la poética?; ¿hedonismo o criterio?; ¿pasión o inteligencia?
Salvo algunos escarceos teoréticos, adosados a modernas teorías de la recepción, no hay todavía estudios sobre cómo se ha leído y se lee en nuestro medio la poesía costarricense. El poeta espera con ansiedad la respuesta de sus lectores; no hay nada más halagador, sobre todo para el principiante. A veces tentado por la notoriedad, aunque en los mejores casos por la convicción de que lo suyo vale la pena, el poeta cuenta con quien llega a sus escritos y le devuelve la mirada. Una opinión, una reacción de sorpresa, de angustia o de complicidad pueden ser el estímulo para mantener la llama encendida. No sé todavía si esa comunicación cierra el circuito, pero es seguro que pone en marcha una andadura que no tiene un camino trazado ni meta conocida. Ahí van los poemas.
Tal vez la poesía está hecha para el silencio y la soledad en estos tiempos que corren. Es cierto que aún reclama la vocación originaria de las antiguas culturas: palabra colectiva, mensaje de los dioses, canción comunitaria, mester compartido cercano a la plegaria, a la celebración y al gozo, convocatoria a la fiesta y a la fraternidad, pero mi conjetura —no pasa de eso— es que en la sociedad posindustrial el poeta vive su experiencia de la historia desde su conciencia individual; se siente compelido a replantear sus vivencias e ideas en torno a la poesía, y algunas de sus convicciones empiezan a entrar en crisis. Los tópicos —tan caros a algunos— de la poesía como acto de magia, de adivinación y de fantasía (en una palabra: de suprarracionalidad) se estrellan contra las nuevas tecnologías, en que la comunicación corre a la velocidad de la luz, con una eficiencia hasta hace pocos lustros apenas avisada. ¿Qué le queda a un poema ante la inteligencia artificial?, ¿qué puede el genio natural del poeta ante la capacidad de combinación infinita de conceptos y procesos de significación que ofrecen hoy día los cerebros-máquinas? Si nos dicen que la información, el conocimiento y la creatividad son al mismo tiempo indispensables e inevitables, ¿cómo puede el poeta de hoy gritar a los cuatro vientos sus deseos, sus propias amarguras, sus encantos y errores? Si los que tienen el verdadero poder son quienes se han apropiado del conocimiento, ¿qué le espera al poeta con sus buenos propósitos, su intachable corazón en llamas, sus versos bajo el brazo? Dos caminos: o valerse precariamente de las ofertas disponibles de la evolución tecnológica (algunos ya lo hacen) o claudicar y confinarse en la habitación. El poeta termina hablando consigo mismo, a la espera de tiempos mejores. Las reuniones con los amigos, los recitales y charlas sobre lo humano y lo divino, se transformarán en rituales privados, con lo cual la atención que le presten los otros (la sociedad, el pueblo, la muchedumbre) serán trastos inservibles. El poeta de hoy, como ya se ha advertido, parece condenado al exilio interior, a los lugares ocultos y secretos, a la habitación modesta o al cuchitril. Alguien lo ha señalado ya: la poesía de hoy tendrá que volver a las catacumbas.
La poesía de todos los tiempos ha mostrado una marca que la define: la utopía, el no lugar, la región imaginaria. Ha sobrevivido a la historia porque alberga un sueño, no importa si el poeta se siente un desgraciado o si promete el mejor de los edenes. Es imposible enumerar los temas que han llenado los incontables millones de poemas que se han escrito, pero no tan difícil comprender que los mejores han cifrado su condición en un haz de motivos que aspiran a estados superiores de la existencia humana: el deseo, la esperanza, la búsqueda de sentido, la libertad, la persistencia. No importa si efímeros, inanes o ilusorios. Aun en la poesía más escéptica o derrotada, la utopía está allí, ante su horizonte fatal. ¿Candidez ante la nada o ante el peso de las circunstancias?; ¿idealismo contemplativo e inútil en la actualidad?
Es necesario insistir en que Costa Rica es un país con muy breve historia, sin grandes cataclismos ni épicos sucesos. Puede que ello explique su poesía de tono menor, más de murmullo que de gritería, cercana a la conversación sin alzar la voz, más sentimental que locuaz. Ha soñado y evocado, por lo que no ha dejado de ser utópica, si bien empeña sus proyectos e ilusiones en un porvenir de rasgos difusos, como la historia patria. Los héroes costarricenses no han sido guerreros ni caudillos que campean con la espada en alto, ni el gran conquistador. La nación erigió como suyo a un valiente muchacho al que a sus veinticinco años alistaron sin más, en un ejército de campesinos, y pereció en una desgraciada escaramuza. Quedó en la historia como lo que fue: un jornalero que cumplió con defender su modesta patria, ante una invasión mercenaria. Junto a él, otros tantos compañeros de batalla, en el anonimato hoy día. Mas su heroísmo no es épico, como tampoco lo han sido otros episodios descollantes de la historia nacional. Por eso carecemos de una poesía épica y la poca que se ha escrito con tal membrete ha resultado convencional, retórica, acartonada; en dos palabras, simulada y falsa, porque aquí los tonos declamatorios aburren. Épica libresca en cualquiera de los casos.
La idea de ruptura es apenas aplicable a la poesía costarricense. No la ha habido: ni con una tradición, ni entre generaciones, ni con un sistema de ideas en torno a poéticas o a principios generales. Más bien antipatías o desavenencias, sin enfrentamientos. Antes ocasionales, hoy más numerosos, en el medio costarricense los colectivos se han formado alrededor de proyectos estéticos; colateralmente, a propósito de doctrinas o posiciones políticas o morales, que germinan por añadidura. No tanto de qué escribir, sino cómo hacerlo. La cofradía, qué duda cabe, es vital en el grupo, para reconocerse y para diferenciarse de los otros, principalmente de las generaciones precedentes; también para explorar, experimentar y cotejar. Tal ha sido en todos los casos. A diferencia de sus antecesores, muchos de los jóvenes poetas contemporáneos (escribo esto a inicios de 2021) reconocen que no les interesa pertenecer a esta o a aquella facción, engancharse al carro de una tendencia y menos adoptar posiciones doctrinarias o dogmáticas; todo sin caudillismo alguno. Una actitud ejemplar, inteligente y aleccionadora para sus mayores; muestra de libertad y de tolerancia. La poesía, sostienen, no es un arma arrojadiza ni el estandarte de un ejército dispuesto a la guerra. Trabajan en voz baja, lejos de la bullanga y de la parafernalia periodística o editorial. Como modestos Sócrates, saben que saben poco, y que algún día ejercerán con dignidad y aplomo el oficio de poeta.
Pese a lo dicho y dentro de su tono mesurado, en la poesía costarricense ha pasado momentos de sedición y de crítica; a veces contra el poder, otras contra la moral de turno y unas terceras contra el lenguaje mismo, contra ciertas retóricas al uso. Aunque hay carretadas de poesía afectada, esnob y cursi, no han faltado voces dispuestas a cualquier riesgo y precio. Es la poesía que les ha dicho no al sistema y al orden oficial. Ha puesto patas arriba el discurso demagógico, la moralina gazmoña, el buen gusto prudente, la corrección política, la censura y el confort. Es cierto que los ejemplos son pocos, pero son. Mordisquean desde sus entrañas el organismo infectado, para acabar con él o para restablecerlo de sus males. No es fácil discernir con claridad cuándo el poema es una metáfora de la realidad y cuándo su antítesis, la negación del mundo. En un arrebato de melancolía, un poeta costarricense podría añorar su patria como a la madre, al amante o a un entramado de recuerdos gratos, refocilarse con una arcadia deseada o imaginada; pero también es dable que el poeta refute ideologías, recrimine tópicos de la historia y reniegue de una felicidad más fingida que real. Más especulación que idea, la poesía no representa ni refleja una realidad; en el mejor de los casos la reimagina, elabora un sucedáneo. La poesía costarricense no lo es porque hable del país, sino porque lo contiene en su interpretación del mundo, desde la historia concreta en la que se escribe. Un poema sobre Ruanda, Nueva York o Tenochtitlan nos dice menos de esos lugares que de la habitación donde el poeta escribe, de su vecindario o de la ciudad que contempla por la ventana. Por eso no caben las impostaciones ni las imposturas.
Deseosos de romper el cascarón del espacio nacional en el que ha transcurrido su existencia y de abandonar el nido, muchos poetas han deseado conocer otros lares y vivir en ellos. Se han marchado del país en busca de aventuras, con ansias de conocer de primera mano tierras exóticas, ciudades renombradas, lugares añorados, tal vez idealizados en exceso. Algunos han quedado prendados, como un amor de adolescencia, y en lo que escriben se nota la influencia de sus viajes. Países y ciudades extranjeros han sido la vida y la tinta: México, Madrid, París, Roma, Los Ángeles, La Habana, Santiago de Chile, Nueva York, Lima, Buenos Aires, Bonn o San Petersburgo. La lista es interminable. Varios decidieron radicar en ellas; otros, los más, retornaron con el corazón partido: el allá venerado, el aquí conocido y pacato. Por evocación o por convicción, la poesía se convierte en el resultado de una simbiosis entre lo original y lo trasplantado. Entonces, la memoria inicial (el poeta ante su historia materna) y la imaginación alterada (la experiencia extranjera) impulsan una tercera e híbrida dimensión, que recoloca la poesía en una nueva zona, la que rebasa lo nacional o que prescinde, incluso, de ello. Aquí no entra en juego cuán «nacionalistas» o extranjerizantes son los poemas que escribe un costarricense, sino cuánto de la experiencia nacional se contiene y se siente en sus versos, no importa dónde fueron escritos. Si hace un siglo la poesía costarricense mantuvo escaso contacto con el exterior, hoy día la comunicación es abundante, múltiple y nutritiva. Ya bien entrado nuestro siglo, los jóvenes editan y difunden sus poemas en las incontables páginas de internet; dialogan y debaten con sus pares del exterior, crean revistas digitales, opinan y discuten en blogs, charlan a distancia en videoconferencias. Eso es esperanzador y mueve al optimismo, pero aún hay tareas por delante. Aunque la situación ha cambiado un poco en los últimos lustros, los poetas suelen recelar de la crítica literaria sistemática y fundamentada. Pareciera que la dosis de rigor y de inteligencia analítica les ha provocado a algunos ciertos escozores y alergias. La confunden, claro, con la esterilidad académica, con la pedantería de unos cuantos profesores o con las jerigonzas terminológicas en revistas y congresos de eruditos. Como siempre, una confusión producto de la ignorancia, del despecho o de la impotencia.
¿Será posible describir siquiera la silueta de la poesía costarricense? Hay un riesgo: cuanto más se analizan las partes, menos se vislumbra la unidad del cuerpo; la mano no es la suma de sus dedos y el movimiento de las falanges. Por motivos didácticos, las clasificaciones literarias se organizan según las épocas (incluidas las generaciones), los territorios (países, regiones y hasta continentes), los temas y la lengua. Ninguno de esos factores define la novela alemana, el teatro japonés o la poesía cubana; tal vez porque definir no es el concepto apropiado al categorizar las manifestaciones literarias. ¿Existe una poesía costarricense? Desde luego, puesto que en el país la conciben, la escriben y la publican muchos que habitan en su territorio. Pero si la pregunta es ociosa, la respuesta es insuficiente. Los geómetras pueden definir un hexaedro irregular; los químicos el ácido clorhídrico y los astrónomos un perihelio; en cambio, definir una manifestación poética con adjetivo incluido (hispanoamericana, medieval, comprometida) es una vana tentativa. No quedan más que rodeos, aproximaciones, encajonamientos provisionales.
Como casi toda la hispanoamericana, la poesía costarricense se ha desarrollado entre dos grandes extremos: el nativismo y el cosmopolitismo. Influida seguramente por diversas corrientes de pensamiento, se ha inclinado hacia uno o hacia el otro o los ha combinado de alguna manera. Su nativismo, nacionalismo o regionalismo la han puesto en riesgo de aislarse y quedar como una curiosidad cultural; su propensión al cosmopolitismo la ha llevado en ocasiones a que se la considere interesante, pero no distinta, diferenciada. Entre ambos extremos no se ha perfilado una «personalidad» cuyo retrato la identifique. Sin embargo, se ha movido con propiedad en los salones de la historia literaria, en los encuentros de poetas, en el cosmos virtual de la internet. Aunque lentamente, ha ido superando su timidez y modestia; se ha codeado con grandes, medianos y pequeños ambientes editoriales y, como digo, con la crítica literaria, que hoy día la vuelve a ver con más cuidado. Todavía no dispone más que de un escaso margen de acción en el «canon» de la industria librera internacional, con magras excepciones. Pero cabe preguntarse: ¿es tal el propósito final de la poesía en nuestros tiempos?; ¿no sería mejor preguntarnos adónde va y qué destino podemos adivinarle? Sobre todo hoy día, los poetas no se conforman con escribir y recitar sus versos; ahora discuten, exponen, cotejan sus ideas sobre las vicisitudes de la cultura, cómo ven la poesía en medio de esa danza y qué atributos suyos se proponen defender.
Por algún lado había que empezar. Si bien es necesario un estudio profundo y detenido, la idiosincrasia costarricense seguramente cuenta para entender el desarrollo de su poesía, en particular con relación a la cultura letrada. Es una tarea que los buenos historiadores y sociólogos podrían emprender. Pero en materia literaria, tal vez nos den luces los filólogos, los lingüistas y los estetas (incluidos los poetas) sobre un asunto clave: la actitud ante el lenguaje poético que se ha adoptado a lo largo de los años en la poesía nacional. Cuando escribe, en primer lugar el poeta se enfrenta al lenguaje, para hacerlo suyo. No es su instrumento de trabajo (como el estetoscopio del médico o la computadora del ingeniero de sistemas), sino la materia misma que no puede dejar intacta, para moldearla a su talante y talento. ¿Han sido los poetas costarricenses críticos o confiados con el lenguaje?
Después de casi un siglo y medio de historia, deberíamos admitir sin pudor que la poesía costarricense carece de verdadera tradición interna. No me refiero a la innegable valía de obras particulares, sino a la inconstancia de su desarrollo (¿podría decir evolución?). No ha habido liderazgos ni referentes que hayan puesto en marcha movimientos, tendencias o estilos. Algunos grupos literarios tienen su dirigente, pero no su comandante; además, la actividad de los grupos —los de antes y los de ahora— se ha limitado a la labor de taller: lecturas, comentarios, entrenamiento, recitales y alguna vez declaraciones públicas o petición de principios. Digámoslo con nombres: no hemos tenido un Darío, un Vallejo, un Neruda; tampoco un Dylan Thomas o un Fernando Pessoa. Si no conciencia generacional, nos ha faltado una labor conjunta y bien conducida alrededor de unas ideas de la poesía, en especial de su lenguaje. Pero sin una tradición difícilmente se puede hallar un lenguaje; más bien dicho, los lenguajes reconocibles de una tendencia.
No se puede afirmar que la más fácil, pero la dirección tomada por la poesía costarricense ha sido la del eclecticismo, en su sentido recto: como posibilidad de elegir entre las mejores opciones (del griego ekléctō, escoger). Ha recogido de aquí y de allá posibilidades estéticas, temas y tópicos, posturas políticas e ideológicas, a veces el histrionismo, otras la solemnidad y casi siempre la voluntad de ponerse al corriente. Esto no le quita ni le da un carácter específico y definitorio; por el contrario, se desplaza con cierto placer entre la inmensa variedad de la poesía, en especial la contemporánea, tan lábil como multicolor. En el fondo, porque a la poesía costarricense no le interesa portar estandartes ni condecoraciones. Se escribe porque no hay otro remedio, entre la soledad y las calles de una ciudad inerme, como lo es la historia.