Artículo de: Flora Ovares Ramírez
JUEGOS DE MÁSCARAS EN LOS EPISODIOS
NACIONALES, DE BENITO PÉREZ GALDÓS
Entiendo que el juego de máscaras
es cifra de la poesía social.
Benito Pérez Galdós
La referencia al teatro es constante en la obra de Benito Pérez Galdós, tanto en sus novelas como en los Episodios nacionales. Continuamente, el lector se topa con personajes que asisten a espectáculos teatrales o que se disfrazan así como con numerosas alusiones a piezas clásicas y dramaturgos. Más allá de eso, el espacio es descrito en ocasiones como un gran escenario. A lo anterior se une la utilización en las novelas de un sistema dialogal que refuerza el sentido dramático del texto. Ante la presencia de estos elementos, es comprensible que se acentúe en las novelas la percepción de la vida como un espectáculo, que se borren los límites entre la realidad y la ficción y que tanto el mundo real como el de las tablas se reflejen el uno en el otro. Este efecto se refuerza con el despliegue de un universo de personajes y situaciones dobles, espejos y realidades opuestas que conviven. Varios estudiosos se han preguntado por la articulación de algunos de estos elementos y por la función que poseen en la visión del mundo y de la literatura del escritor. Con el ánimo de llamar la atención acerca de las interrogantes que el tema propone, las líneas que siguen ofrecen una mirada general a esta particular manera de narrar en algunos de los Episodios nacionales.
Obras teatrales y dramaturgos
Las referencias a diversos autores dramáticos en la novela galdosiana han sido señaladas en numerosas ocasiones. William H. Shoemaker observa las menciones a Shakespeare en La de los tristes destinos1 y Gareth J. Wood se interesa en mostrar la importancia del dramaturgo inglés en Pérez Galdós, al señalar las relaciones intertextuales y paralelismos entre Otelo y Tormento2. También Hope K. Goodale indica las alusiones a Otelo en La corte de Carlos IV, donde Isidoro Máiquez es dominado por los celos del personaje que interpreta e intenta matar a Lesbia; también rastrea huellas del El mercader de Venecia en Zaragoza, a Macbeth en Lo prohibido, Casandra y Tristana, a Hamlet en Torquemada en la hoguera, a Romeo y Julieta, Otelo y Macbeth en relación con Vicente Halconero en España trágica; a Ricardo III en La de los tristes destinos y a El rey Lear en El abuelo3.
Arístides G. Paradissis destaca algunas de las escenas básicas de La corte de Carlos IV y su importancia en el desarrollo de la trama4. En esta novela de la primera serie, Gabriel Araceli sirve a Pepa González, una actriz del teatro del Príncipe. Apunta que una de sus tareas es «Acompañarla al teatro, donde me era forzoso tener el cetro y la corona cuando ella entraba después de la segunda escena del segundo acto, en El falso Czar de Moscovia, para salir luego convertida en reina, confundiendo a Osloff y a los magnates, que la tenían por buñolera de esquina» (La corte de Carlos IV, 7-8). Al referirse a los gustos de la actriz y su consecuente rechazo a la propuesta estética de Fernández de Moratín, Gabriel satiriza acerca del melodrama tradicional. Se detiene en la escena en que «el relato, entremezclado con diálogos satíricos y reveladores, del estreno de El sí las niñas el ٢٤ de enero de ١٨٠٦, cuando una claque de tradicionalistas trató de hundir la comedia de Moratín»5. En este conocido pasaje, el joven, que asiste al estreno, se había comprometido a abuchear la representación y debía «Concurrir a la cazuela del teatro de la Cruz, para silbar despiadadamente El sí de las niñas, comedia que mi ama aborrecía, tanto por lo menos, como a las demás del mismo autor», pero el desarrollo de la obra lo va cautivando y debe reconocer a su pesar los méritos de la pieza teatral: «al mismo tiempo descubría vagamente en el centro de la trama un pensamiento, una intención moral, a cuyo desarrollo estaban sujetos todos los movimientos pasionales de los personajes» (La corte de Carlos IV, 7 y 27).
La presencia de Moratín en Pérez Galdós la estudia igualmente Pablo Cabañas, quien rastrea las menciones y juicios sobre el dramaturgo desde las primeras novelas y a lo largo de buena parte de los textos posteriores6. Indica la influencia del dramaturgo en el interés de Galdós en algunos temas, el uso de ciertas frases y la caracterización de algunos personajes, como el abate Panigua en El audaz. El literato aparece descrito a través de Gabriel Araceli en La corte de Carlos IV y posteriormente en las palabras de Amaranta en La batalla de los Arapiles y del padre Alelí en Los apostólicos. Cabañas analiza particularmente el pasaje de la presentación de El sí de las niñas en La corte de Carlos IV. En su opinión, en La Estafeta Romántica, la sustitución de la proyectada representación teatral de El trovador por El sí de las niñas, «simboliza el cambio de gusto de Galdós, su paso de la atracción por los dramas románticos de García Gutiérrez a la admiración por la comedia moratiniana»7. Otro dramaturgo que se menciona es Molière, en el comentario de Vicente Halconero sobre Fernanda Ibero: «En el mundo literario, no en el real, había visto Vicente algo semejante al solícito reclamo de los señores de Ibero. Recordaba la niña enferma de El médico a palos, y otras niñas neuróticas que graciosamente revestían de melindres patológicos su desolación» (España trágica, 19).
Además, los personajes galdosianos asisten al teatro y disfrutan de esta actividad social, que en ocasiones influencia la conducta de varios de ellos. En su diario, escribe José García Fajardo: «Mañana iré por primera vez a casa de Montijo con Aransis. Anteanoche estuve en el Príncipe y vi dos actos de La Rueda de la Fortuna» (Las tormentas del 48, 161). Durante una visita a Madrid, Vicente Halconero agasaja a su pretendida:
Bien aprovechadas fueron las cuatro noches: en ninguna de ellas dejó de llevar al teatro a Eulogia y Lucila, armonizando el gusto de ellas con el suyo, pues los lances de la escena le divertían e impresionaban grandemente. Vieron y gozaron en El Drama (Basilios) La Escuela de los maridos; en Variedades, García del Castañar, y en El Circo, la preciosísima zarzuela Jugar con fuego (Los duendes de la camarilla, 241).
En varios episodios de la tercera serie, Fernando Calpena asiste a los teatros y tertulias, lo que le permite conocer, personalmente o de oídas, a los dramaturgos y poetas españoles y franceses del Romanticismo, entre otros a Hartzenbusch, el Duque de Rivas, Larra, Espronceda, Dumas, Breton. El teatro tiene el poder de incidir en la acción novelesca, como señala Hazel Gold en relación con Tormento. En esta novela los personajes conocen bien el teatro como fenómeno histórico-cultural y que, a la vez, las menciones al teatro ponen en marcha la intriga. Además de asistir al teatro como tantos personajes galdosianos, señala, los personajes de Tormento también lo viven. La consecuencia de lo anterior es que «por una manipulación irónica del viejo tópico del gran teatro del mundo, los protagonistas de Tormento personifican la idea de la vida como proceso de apariencia y enmascaramiento»8.
La máscara, el disfraz, el vestuario
La mención a la máscara, al disfraz y al acto de disfrazarse es también frecuente a lo largo de los episodios. En ocasiones, los personajes pueden ser poseídos por la máscara, identificarse con el personaje que representa o ser manejados por este, y perder entonces su propia esencia. Esta es lo que presiente Lucila durante su estancia en Palacio. Confiesa la joven a su amiga Rosenda: «Nunca he sido más inútil que en aquel tiempo; nunca me he sentido más sola; nunca me han aburrido tanto las máscaras, pues máscaras me parecían cuantas personas traté en aquella casa» (Los duendes de la camarilla, 263).
Algunas veces, la máscara estereotipa a un personaje. Tras el atentado contra Isabel II llevado a cabo por el cura Martín Merino, Pepe Fajardo describe así en su diario el estupor de su suegro: «En aquel momento me sentí cogido por el brazo, y volviéndome encaré con mi suegro, el señor don Feliciano de Emparán, en quien reconocí la imagen del terror: su boca era como la de una máscara griega, de la guardarropía de Melpómene, y sus cabellos, si no los empobreciera la calvicie, habrían estado en punta como las crines de un escobillón» (La revolución de julio, 6-7).
También Vicentito Halconero, aunque en circunstancias muy diferentes, ve «la semejanza, más bien exacto parecido de su madre Lucila con Melpómene, la musa de la Tragedia (…) Una y otra tenían las mismas facciones: nariz y boca eran idénticas; y cuando Lucila, por algún enojo doméstico, fruncía su helénico entrecejo, creyérase que la personificación del numen de Sófocles y Esquilo andaba por estos mundos» (España trágica, 28). Aparentemente, Lucila se oculta así ante la mirada de los otros que, como el lector, no pueden conocer las consecuencias vitales del renunciamiento a su pasión y de la aceptación de una forma de vida. Sin embargo, la misma máscara descubre ese interior oculto y ardoroso y le permite expresar los sentimientos reprimidos. Un ejemplo de lo anterior se percibe en la respuesta emocional de la mujer ante la tragedia de Fernanda Ibero:
Hijo y madre se miraron un rato con fijeza intensísima. Vicente permaneció mudo un mediano rato, viendo más claro que nunca el parentesco fisonómico entre su madre y Melpómene. Con terrible entrecejo, cerrado vigorosamente el puño con que golpeaba la mesa, Lucila pronunció estas entonadas estrofas: «Admiro a la mujer valiente, que supo llenar de ira el corazón que tuvo lleno de amor... Admiro a la heroína que castigó la maldad, matando a la rival embustera, prostituida y ladrona... Así... así. Digan lo que quieran, esto no es crimen: es justicia, es virtud... Y aún le faltó matar al bandido, al canalla... aunque debemos reconocer que la medio monja y medio judía era más culpable que él. Ella le embaucaba... así pienso yo... ella le arrastró a la fuga; él era el robado y ella la ladrona... Bien, Fernanda, bien... Eres la mujer fuerte, que no espera de los hombres la justicia... Los hombres hacen la justicia para sí, no para nosotras. Ellos matan a sus rivales, ellos odian, y a nosotras nos mandan que seamos muñecas de amor» (España trágica, 29-30).
El encuentro entre Lucila y su antigua rival Domiciana, narrado por Vicente, hace renacer el añejo rencor:
Mi madre la miró como dudando si era o no era persona conocida. La feróstica quiso recobrarse de su asombro; le costó trabajo echar una sonrisa y estas palabras: «Lucila, ya no me conoces?...». Mi madre, sin esperar más razones, puso la cara trágica... Cuando mi madre se pone la careta de Melpómene... se acabó... trapatiesta segura... Pues me cogió del brazo, como amparándose de mí, y con fiereza me dijo: «Vicente, echa de casa a esas mujeres» (España trágica, 59-60).
En otros momentos, la máscara, que oculta, sirve fácilmente para engañar. En España sin rey, don Juan de Uríes la utiliza para tratar de manipular a Fernanda Ibero: «Fernanda —le dijo poniéndose en el rostro la máscara patética que usaba en las críticas ocasiones—, no ates el paquete de tus cartas con cinta negra por Dios te lo pido» (224). En ocasiones, la decisión de los personajes de afrontar la verdad y asumir las consecuencias de ello, se entiende figuradamente como un desenmascaramiento. La dama incógnita que protege a Fernando Calpena decide mostrar su identidad ante Pedro Hillo, mentor del joven:
Muy bien le parecieron a D. Pedro estas resoluciones, sobre todo la de arrojar la careta, enseñando el rostro verdadero, pues la lealtad y abnegación que él en tan delicado asunto mostraba, bien merecían la supresión del disfraz. Otra cosa sería ya denigrante para él, ofensiva de su decoro. Tanto se penetró de esta idea el buen presbítero, que hizo firme propósito de renunciar el cargo si la señora no le daba prueba palmaria de su confianza abandonando el misterioso disfraz (De Oñate a la Granja, 69).
En relación con el mismo asunto, Pilar de Loaysa expone a su amiga Valvanera sus meditaciones en relación con el fingimiento, la representación:
¿Imaginas tú algo más enojoso y abrumador que una vida en que tenemos que figurarnos y representarnos de otra manera que como somos? En esta existencia, amasada y recompuesta por la general simpleza, no sólo nos es forzoso disimular nuestras faltas, sino también nuestro talento (…).
Rara es la que no se ha creado una representación falaz de su persona para poder vivir; pero en mí el histrionismo es más meritorio que en ninguna, por la enorme distancia entre lo que soy y lo que represento, entre mi ingenio secreto y mi estolidez pública (La estafeta literaria, 195-196).
Finalmente, decide quitarse la máscara de los convencionalismos sociales le han impuesto y aceptar la verdad: «Pues bien, amada mía: yo quiero romper este capullo, que con mis palabras y pensamientos de representación he tejido, quedándome encerrada en él. Ya tengo mi pico bien afilado para taladrarlo y echarme fuera. .. quiero volar, pues me han salido aquí dentro unas alas grandísimas» (La estafeta literaria, 196).
Junto con la máscara, resalta la importancia del vestuario y el disfraz. Chad C. Wright estudia el papel de la ropa en Tormento, en relación sobre todo con el ascenso social: cada personaje debe llevar el traje que le asigne la sociedad para así participar de lo que el mismo Galdós califica como «la eterna mascarada hispanomatritense»9. Agrega que a veces, el vestuario funciona como un disfraz que oculta los deseos o cambia la identidad del personaje. En el caso de Rosalía de Bringas, según apunta el estudioso, la importancia del vestido se acentúa al relacionarse con el teatro al que asiste: sus deseos y ambiciones se simbolizan en la indumentaria con la que se transforma para tales ocasiones. Una vez despojada de esos ropajes, vuelve a ser una mujer corriente: «la de Bringas».
Los narradores y personajes de los episodios parecen estar al tanto del significado social y del valor simbólico de las vestimentas. Entre otros, el narrador de O´Donnell se refiere al reflejo del cambio social en el vestido:
Era de ver en aquella temporadita el súbito nacimiento de innumerables personas a la vida elegante o del bien vestir. Se dice que nacían, porque al mudar de la noche a la mañana sus levitas astrosas y sus anticuados pantalones por prendas nuevecitas, creyérase que salían de la nada. La ropa cambiaba los seres, y resultaba que eran tan nuevos como las vestiduras los hombres vestidos. El cesante soltaba sus andrajos, y mientras hacían negocio los sastres y sombreros, acopiaban los mercaderes del Rastro género viejo en mediano uso. Y a su vez, pasaban otros de empleados a cesantes por ley de turno revolucionario, que no pacífico (O´Donnell, 27-28).
En Cádiz, los personajes cambian de ropaje de acuerdo con sus intereses e inclinaciones: los enemigos de las Cortes y la Constitución se visten «a la antigua» (51); don Pedro Congosto se disfraza, al igual que el resto de los integrantes de la Cruzada del Obispo de Cádiz, de una forma que merece las burlas del público y del mismo narrador; e incluso Amaranta solicita jocosamente a Gabriel que se decida a trocar su «uniforme a la francesa»” por «el español» (60). Juan Bragas (o Juan de Pipaón) explica sus vaivenes políticos como cambios de vestimenta: «Yo hablé desde un terreno en que fácilmente se podía volver la vista al absolutismo y al constitucionalismo, vistiendo al uno con los trajes del otro, según conviniera; ellos quemaban sus atrevidas naves, declarándose jacobinos» (La segunda casaca, 116). Tras convertirse al credo liberal a raíz de la derrota de sus ideas políticas anteriores, explica la mudanza social y política en términos de cambio del vestuario o de careta: «Todo era abrazarse y congratularse. ¡Qué hombres tan negros blanquearon su semblante con la sonrisilla del regodeo liberal! ¡Qué trasmutación de rostros, qué quitar y poner de caretas, conforme el caso exigía! Muchos derramaban lágrimas» (La segunda casaca, 187).
Por su parte, don Buenaventura le reclama a Bragas lo que considera una traición:
¡Ah, gran canalla! -exclamó D. Buenaventura dando fuerte puñada sobre la mesa- .Te me has pasado, te me has pasado al enemigo. . . ¡Ira de Dios! Ya van hoy doce, doce traiciones. Llega el simple anuncio de una insurreccioncilla con esperanzas de triunfo, y ved aquí a mi gente mudando de casaca, como histriones que, concluida la tragedia, se preparan para el sainete. . . ¡Esto no se puede sufrir! (La segunda casaca, 147).
El vestuario, como la máscara, tiene el poder de trasformar al personaje y lo constriñe a representar un papel: «Yo he visto en el Cuartel el simulacro de asalto y rendición. Los valientes soldados han desempeñado su papel a maravilla, y los generales han igualado con su arte exquisito a los más hábiles cómicos… Dentro del Cuartel, he visto a Prim con sencillo y airoso disfraz de hijo del pueblo» (Prim, 340). El disfraz les permite a los personajes participar de un juego o de una comedia de enredos o bien ocultar su identidad con otros propósitos, sean políticos o de otra índole. Gabriel Araceli huye del «vergonzoso arrimo de cómicos y danzantes» y corre en busca de Inés. En su huida, deja atrás sus disfraces:
Volé al cuarto piso tomando la pequeña escalera, y por el camino, en mi precipitada marcha, iba arrojando los postizos y adornos que me habían servido para la representación. Aquí dejé las barbas y bigotes, allí las plumas de mi sombrero, más allá la escarcela, y por último eché a rodar el tahalí y el collar. Me parecían prendas de ignominia que no debían ir sobre mí al presentarme en la casa del reposo (La Corte de Carlos IV, 305).
Sin embargo, posteriormente debe recurrir a ciertas argucias que le permitan cumplir con sus proyectos personales: «mas para esto era también preciso no perder el disfraz, ni correr el velo de aquel gracioso engaño, pues si esto ocurría, todo acababa con echarme a la calle o ponerme a disposición de un alguacil» (Napoleón en Chamartín, 288).
El alucinado Fago, protagonista en Zumalacárregui y una especie de doble de ese personaje histórico, cree reconocer a su antigua amante, Salomé, tras las ropas de monja:
Dígame usted, puesto que la vio en Zumárraga: ¿cómo iba vestida?
—De monja.
—¿Lo ve usted?… Y digan que los sueños son burla de los sentidos. Monja, sí, señor; vestidita de monja, lo que no quiere decir que lo sea. El traje es un artificio o salvoconducto para la conspiración que se trae esa señora, correveidile de una taifa de capellanes masónicos y de carlistas vendidos a la nefanda Constitución. (Zumalacárregui, 208).
De igual forma, el ya mencionado Pipaón, narrador de La segunda casaca, no duda en disfrazarse para pasar inadvertido:
Sr. de Mano, ¿tiene usted algunas ropas con que disfrazarme?
—Tengo vestidos de cómicos. ¿Quiere usted ir de rey turco?
—Hombre, no.
—¿Y de senescal de Polonia?
—¡Qué majadero!
—¿Y de majo? Sombrero ancho, capa encarnada, marsellés...
—Venga, venga. Me embozaré hasta las cejas.
Mano sacó unos vestidos, que yo me puse, acomodándolos lo mejor posible a mi cuerpo. Peineme a lo majo, tizneme el rostro, y quedé convertido en chispero, tan al vivo, que era muy difícil conocerme (La segunda casaca, 170).
Ni las supremas autoridades escapan de la necesidad de disfrazarse: el Papa y el rey cambian sus vestiduras para ocultar su condición de tales para evadir un peligro o moverse con libertad: «Las noticias de hoy confirman que Su Santidad huyó de Roma. ¿En qué forma? ¿Disfrazado de aldeano como Juan XXII escapando del Concilio de Constanza, o de mercader como Clemente VII escabulléndose por entre las tropas españolas?» (Narváez, 121). Y como explica Centurión a la «cerera» Domiciana, según las malas lenguas:
Su Majestad el Rey, que no puede vivir sin visitar cuatro veces al día a las señoras Franciscas de la calle de Leganitos, se incomoda de que el público le vea pasar en coche tan a menudo, y de que la guardia de Artillería del cuartel de San Gil señale su paso con toque de corneta... ¿Y qué ha discurrido para guardar el incógnito? Pues vestirse de clérigo. Así ha podido hacer de noche sus visitas, atravesando a pie las calles... (Los duendes de la camarilla, 118).
El disfraz se convierte en el compendio de la experiencia vital de Juan Santiuste, especie de místico, Quijote y pícaro a la vez. Al igual que Gonzalo Anzúrez, Juan lleva en tierras africanas una vida de fingimiento. Ambos personajes cambian de nombre y de costumbres y engañan con sus nuevas apariencias. Anzúrez se convierte al islamismo con el nombre de Sidi El Hach Mohammed Ben Sur El y Santiuste se hace llamar Yahia. El encuentro entre ambos da pie al descubrimiento de la identidad previa de los personajes:
Paráronse ambos, se miraron, y el profeta Yahia se encontró frente a la gallarda figura de El Nasiry.
No hizo Santiuste por evitar la mirada del moro, ni menos trató de escabullirse y poner pies en polvorosa; antes bien afrontó gustoso la presencia de aquel sujeto y se fue a él con donaire y confianza. «Yo soy Juan -le dijo-, no Yahia, como tú me llamas»; y de esta sola frase surgió una larga conversación (Aita Tettauen, 320-321).
Advierte el moro fingido a Santiuste que la seguridad de ambos depende del fingimiento y la ocultación:
Yo debo alejarme de esta pompa y fingir que me entristece lo que me regocija... Tengo aquí un nombre, tengo una posición, tengo un estado, que gané a fuerza de trabajo y de astucia inteligente. No puedo renegar de mi estado, Yahia; no puedo arrojarlo a la calle por un melindre de patriotismo... Guárdame el secreto, y adelante... Sigamos, observemos y disimulemos. El traje que vistes te obliga, como a mí, a ser cauto y prudente». (Aita Tettauen, 324).
El Nasiry comprende que Juan lo ha identificado como Gonzalo Anzúrez, quien al salir de su país había cambiado «de ropa, de habla y de conciencia» (Carlos VI en La Rápita, 109). Confiesa que vive una simulación y reflexiona acerca de ello: «Ponderó El Nasiry las ventajas de vivir en Marruecos en calidad de moro, disfrazándose para ello de lenguaje, de costumbres y de religión» (Aita Tettauen, 326).
Y, a la vez que aconseja a Juan que retorne a España, agrega: «En mí tienes ejemplo vivo del arte de figurar lo que no es... Después de tanto tiempo y de aprendizaje tan largo, ya vencedor en la lucha, todavía me veo precisado a representar más papeles, según las ocasiones que se van presentando.». Por su parte, «Juan, metido también en sí, no echaba en saco roto la lección de fingimiento» (Aita Tettauen, 329-331).
Cuando Juan o Yahaia debe abandonar Tetuán, obligado por El Nasiry cambia su vestimenta una vez más:
Y he aquí que el hijo de Ansúrez, llevándome por otra, me hablaba con su habitual donosura. «En tu casa te vestirás con yoka, ceñidor y bonete judío, y vendrás conmigo a donde yo quiera llevarte (…) No diré que fui, sino que mi tirano me llevó a la que había sido mi casa: allí Mazaltob y Simi me proveyeron de la yoka, ceñidor y bonete. Vestido de hebreo, dejeme conducir por El Nasiry (Carlos VI en La Rápita, 37-38).
La mudanza de los atuendos lo lleva a representar a diferentes personajes porque cada cambio corresponde a una situación otra, a un papel distinto: «Trabajo me costó meter mi cuerpo en aquellos andrajos de la civilización, tan diferentes de los airosos trajes árabe y hebreo a que se habían hecho mi rostro y mis carnes; pero al fin me vestí a la europea, que tal era el deseo de mi protector» (Carlos VI en La Rápita, 85).
En los episodios que relatan las guerras de España en África —promovidas por militares como los generales O’Donnell, Zabala, Ros de Olano y Prim— y en los que aparecen Gonzalo Anzúrez y a Juan Santiusite en el papel de Yahaia, la confusión de identidades propiciada por el disfraz permite una reflexión acerca de las razones de la guerra y la identidad del enemigo que combaten. Afirma Juan:
Yo te aseguro que al ver en estos días el sinnúmero de muertos destrozados por las balas, no he sentido más lástima de los españoles que de los moros. Mi piedad borra las nacionalidades y el abolengo, que no son más que artificios. Igual lástima he sentido de los españoles que de los africanos, y si pudiera devolverles la vida, lo haría sin distinguir de castas ni de nombres... Y más te digo... Creo que has sentido tú lo mismo que yo: creo que en el moro muerto has visto el prójimo, el hermano. Sin quererlo, tu piedad ingénita ha reconocido el gran principio humanitario y la ley soberana que dice: «no matar» (Aita Tettauen, 105-106).
Para su interlocutor, sin embargo, los conceptos cristianos riñen con los hechos y la experiencia y con las ideas de patria y nación:
Te confieso ingenuamente que ante los cadáveres moros veo la Humanidad; pero ante los moros vivos, que brincando y aullando vienen contra nosotros, veo las naciones, veo las razas, el Cristianismo y Mahoma frente a frente... Celebro, pues, con toda el alma que nuestros soldados les maten, único medio de impedir que ellos nos maten a nosotros (Aita Tettauen, 106)10.
Tras haberse disfrazado de moro y de judío, debe esconderse bajos las ropas de un sacerdote para llevar a cabo la misión política encomendada:
Vi ropas de cura, bonete, breviario, viejos librotes, la Summa y los Lugares Teológicos (…) Ya no hay duda de que me disfrazan de clérigo para esa misión que me va pareciendo una humorada carnavalesca. ¿Qué será? Por Dios que rabio de curiosidad, y que doy gustoso mis barbas por salir de esta incertidumbre(Carlos VI en La Rápita, 133 y 134).
Creo, como usted -dije yo-, que esta comedia es el supremo arte de los disparates graciosos... Y en comedia tan chusca voy yo a desempeñar un papel de clérigo: ya me han traído la ropa (Carlos VI en La Rápita, 140).
En Los duendes de la camarilla, después de escapar de un convento, donde había sido encerrada por los celos de otra mujer, Lucila Ansúrez se enamora del apuesto capitán Baltazar Gracián, quien se oculta de las autoridades por razones políticas. La mujer y su amante discuten la posibilidad de disfrazarse de gitanos, para así facilitarle la huida al joven, perseguido por la policía. En numerosas ocasiones el vestuario condiciona la actuación de la protagonista, a quien la posesión de los zapatos rojos confiere poder y audacia. La propiedad de este calzado está vinculada con el teatro, en este caso con Macbeth:
«Paréceme que esos chapines encarnados que acaban en punta son de la medida de tus pies. Cógelos y no repares, hija de mi corazón». (…) Díjome el padre que este calzado es para unas brujas de no sé qué tragedia con solfa, en la cual sale un caballero al que las viejas malditas, amigas del demonio, le anuncian que será Rey, y él se lo cree, resultando que, por la comezón del reinar, mata a su soberano, y luego... no me acuerdo de más (…)
—Sí, hijo, todo está muy bien pensado -y llegándose a él calzada con los borceguíes rojos y puntiagudos de las brujas de Macbeth, añadió-: «Min, tú serás General» (Los duendes de la camarilla, 21-22).
El desplazamiento inicial de Lucila por las zonas oscuras y peligrosas de la ciudad laberíntica en busca de su amante subraya la seguridad que le confieren sus zapatos: «Pero la viajera de los rojos escarpines, que ya dominaba la orografía de aquellos lugares, se escabulló lindamente con viradas o quiebros oportunos, hasta que arribó al puerto» (Los duendes de la camarilla, 7). Este arrojo le permite también la aceptación de la propia sexualidad11. Los zapatos rojos, simbólicamente relacionados con el poder y la sensualidad así como con la magia, en este caso refuerzan la relación de Lucila con otro personaje femenino: Domiciana, monja exclaustrada, quien posee también rasgos de hechicería, pues se dedica a la elaboración de remedios y brebajes. A ella se ve obligada Lucila a entregar los zapatos, cuyo poder mágico hará que surja el deseo sexual en Domiciana, quien se enamorará a su vez de Gracián. Al regalar sus zapatos, Lucila renuncia al manejo libre de sus sexualidad, hecho que se subraya mediante a varias alusiones a lo largo del episodio. Tras desistir de su pasión por Gracián, la mujer se casa con Vicente Halconero, comerciante adinerado12. Años después, su hijo Vicentito menciona la descripción que de ella hace otro personaje, quien la compara con una imagen casi religiosa y descalza: «que eras tan guapa como la Virgen, y que en un castillo te apareciste ... sin zapatos... quiere decir, con pies como los de las estatuas, y que los que te vieron aparecer se cayeron al suelo encandilados de ver tu hermosura» (Aita Tettauen, 26).
El tópico barroco del mundo como teatro enfatiza el carácter transitorio del papel asignado para la representación, la rotación en el reparto y la condición aparencial, no sustancial, de la actuación13. Por eso, la constante mención al disfraz y sus funciones lleva a reflexiones semejantes a las que se leen en el teatro barroco y en el Quijote en relación con la igualdad de los seres humanos ante la muerte. Por ejemplo, en las palabras de Gabriel Araceli o en los juicios de Lucila Anzúrez en relación con su vida en Palacio. Reflexiona el primero: «Nada de esto es mío, Inesilla —repliqué con profundo dolor—. Estas ropas son como las que se ponen los cómicos cuando salen a la escena vestidos de reyes. Después se las quitan y quedan hechos unos mendigos: lo mismo soy yo» (Napoleón en Chamartín, 297). Por su parte, en Los duendes de la camarilla expresa Lucila: «En todo no ves más que vanidad, mentira, y todo se te confunde y se te vuelve del revés; llegas a no saber si los criados parecen señorones o los señorones parecen criados» (263).
Como dice Pavis, el recurso a la máscara y al disfraz como marca de la teatralidad, «permite disertar sobre la ambigüedad sexual o sobre la intercambialidad de los individuos y las clases», lo que le confiere un gran poder subversivo14. En el caso de alguno de los episodios, permite formular un juicio amargo acerca de la propia esencia del cambio histórico. Por eso, algunos personajes, como García Fajardo, narrador de Narváez, se muestran desconfiados del futuro y temen que el cambio social se reduzca a la muda de las vestimentas, que se convierten así en otros tantos disfraces:
que si la Historia, mirada de hoy para lo pasado, nos presenta la continuidad monótona de los mismos crímenes y tonterías, vista de hoy para lo futuro, no ha de ofrecernos mejoría visible de nuestro ser, sino tan sólo alteraciones de forma en la maldad y ridiculez de los hombres, como si estos pusieran todo su empeño en amenizar el Carnaval de la existencia con la variación y novedad pintoresca de sus disfraces morales, literarios y políticos (Narváez 5, 6).
El espacio, un gran escenario
La calle, la plaza, la ciudad son grandes escenarios en que se desplazan personajes, cuyos movimientos muchas veces son descritos con una terminología propia del teatro. Así procede el marqués de Beramendi cuando se queja de su encierro: «Órdenes severas había dado mi señor suegro para que ni a Sebo ni a Rodrigo se les permitiese llegar a mi presencia. Querían encerrarme, aislarme de la vía pública, que era mi encanto, como escenario de la más bella función teatral» (La revolución de julio, 257).
Y Juan Santiuste describe como un escenario la hospedería donde se encuentra: «Me sobrecogió la presencia de dos sujetos que aparecieron por el foro del Fondac, y siempre vi en aquel patinillo disposición semejante a la de un escenario: paredes a izquierda y derecha con puertas practicables; foro de tenduchas arrimadas a una pared con angostos ajimeces; bambalinas de emparrado» (Carlos VI en La Rápita, 12-13). Así se describe la entrada a la ciudad de don Beltrán de Urdaneta y sus amigos: «A la caída de la tarde entraron en la noble Alcañiz (…). A la luz crepuscular, los esquinazos góticos y mudéjares parecían bastidores de teatro, dispuestos ya, con las candilejas a media luz, para empezar el drama» (La campaña del Maestrazgo, 59).
En algún momento, por el contrario, el teatro intenta reproducir la calle, como indica Gabriel Araceli:
Mirando el teatro desde arriba parecía el más triste recinto que puede suponerse. Los palcos o aposentos eran unos cuchitriles estrechos y oscuros donde se acomodaban como podían las personas de pro; y como era costumbre que las damas colgasen en los antepechos sus chales y abrigos, el conjunto de las galerías tenía un aspecto tal, que parecía decoración hecha ex profeso para representar las calles de Postas o de Mesón de Paños (La Corte de Carlos IV, 20).
Este relato de la primera serie de los Episodios nacionales narra acontecimientos históricos relacionados con las Cortes de Cádiz, nombre de la Asamblea constituyente inaugurada en San Fernando el 24 de septiembre de 1810 y posteriormente trasladada a la ciudad de Cádiz15. En esta obra, el tratamiento particular de la metáfora de la vida como teatro se torna perceptible sobre todo al analizar la configuración del espacio novelesco, aunque se relaciona también con otros planos, como el de los personajes y el de la narración. A medida que avanza la lectura, se percibe cómo todos los espacios se convierten en escenarios. Por ejemplo, en la calle Ancha se discuten los sucesos políticos. Ese paseo público se convierte, en « el corazón de España» (Cádiz, 165), lugar en que se conocen los chismes, los proyectos legislativos, las disputas políticas; ahí circulan los periódicos, y tienen lugar los enfrentamientos entre liberales y oponentes de las reformas. La ilusión teatral se refuerza porque, a lo largo de esa calle, los vistosos uniformes de los militares se unen los vestidos de las mujeres, trajes que todos ostentan a manera de disfraces. En imágenes goyescas, la calle Ancha se transforma en la gran plaza donde convergen indistintamente los peregrinos de todo el mundo.
Teatro es también la taberna de Poenco, ámbito de reunión de «majos, contrabandistas, matones» y otros individuos semejantes que se enfrentan bulliciosamente en actuaciones farsescas (Cádiz, 133). El carácter de espectáculo que adquieren los hechos históricos lleva a otras comparaciones: «Parecía aquello preliminar de función de toros», recuerda Gabriel, a propósito de la inauguración de las Cortes (Cádiz, 133). Sobre todo, es un gran escenario el lugar mismo de las Cortes y son actores los participantes de ese acontecimiento histórico: «—Habrá Cortes —dije yo, porque que en la Isla están pintando y arreglando el teatro para salón de sesiones» (Cádiz, 121). El narrador, Gabriel Araceli, insiste constantemente en la semejanza: «el congreso nacional ocupó toda nuestra atención. Estábamos en el palco de un teatro; a nuestro lado, en localidades iguales, veíamos multitud de señoras y caballeros (…). Abajo, en lo que llamamos patio, los diputados (…) en el escenario había un trono ocupado por un obispo y cuatro señores más…» (Cádiz, 134). Cuando Araceli y la joven Presentación contemplan una sesión de las cortes, indica Gabriel refiriéndose a la participación de un diputado: «Jamás actor tan aborrecido y antipático recibió tan atroz silba en corrales de Madrid» (Cádiz, 177).
La Historia, un gran espectáculo
En este mismo episodio, el edificio de las Cortes no es en realidad un teatro, sino una iglesia, el templo de San Felipe Neri. Lo anterior permite al narrador una serie de comparaciones entre el fervor religioso y los rituales católicos y la percepción popular del hecho histórico de las Cortes de Cádiz. Araceli ironiza acerca del carácter religioso de las festividades laicas: el desfile que inaugura la actividad no se diferencia de una procesión religiosa; para algunos personajes, como doña Flora, los filósofos y políticos que discuten en las cortes, «predican»al igual que los sacerdotes y la actuación de los políticos, más que una contienda ideológica es un espectáculo que recuerda las ceremonias religiosas. Queda clara la intención crítica ante la persistencia de las formas de pensamiento y conducta más conservadoras, que a la larga terminan sometiendo los esfuerzos de reforma en la sociedad española.
En el caso de la primera serie, las novelas juegan con dos aspectos estructurales que se contraponen y complementan: la participación cercana de Gabriel Araceli como protagonista de los sucesos históricos y la narración que de ellos hace el mismo Gabriel tiempo después. En varias ocasiones, Araceli insiste en la importancia de su intervención en los acontecimientos como garantía de objetividad, así como del valor de una «historia íntima» que descubra aspectos ocultos por la Historia oficial. De esta manera, el texto recuerda que nos encontramos tanto ante hechos vividos como ante hechos narrados. La estructura que imbrica y hace que se reflejen entre sí los personajes y acontecimientos heroicos y políticos con los íntimos, logra la amalgama entre ambos mundos. Además, la falta de heroicidad de los actores políticos, muchas veces retratados de forma burlesca, vuelve familiares y cercanos los hechos que tienen lugar en los espacios públicos. También las despojan de grandeza las opiniones de los espectadores, generalmente ignorantes de lo que acontece a su alrededor y ansiosos de diversión. Los hechos narrados, contemplados por personajes corrientes, aparecen muchas veces alejados de cualquier retórica idealizadora.
El paralelismo espacial entre ambos mundos —el público y el privado— fortalece el paralelismo de la historia narrada, a la vez gloriosa y pública, amorosa y familiar. Y ambas se refuerzan por la dicotomía apuntada en el plano temporal: el ayer juvenil de Gabriel, enamorado, testigo de todas las guerras de aquellos años, y el presente del narrador don Gabriel, maduro y desencantado. Gabriel protagonista cree en la heroicidad de los hechos en que se ve envuelto, se entusiasma ante las posibilidades de cambio de las gestas bélicas y políticas. Pero, ya mayor, don Gabriel Araceli, narrador, en ocasiones se siente fatigado de un recuento de historias de violencia. Los años le han ensañado que nada permanece, que todas las victorias son pasajeras, que la guerra expulsa el amor, que todas las ilusiones se desvanecen. Incluso, a veces se avergüenza de algunas de sus propias actuaciones, ocasionadas por el odio, la violencia o la embriaguez: «la vergüenza, motivada por el recuerdo de mi envilecimiento, vino más tarde. ¡Y qué vergüenza aquella, señores! Mucho tiempo tardé en perdonarme» (Cádiz, 159).
Como apunta la crítica, la irrupción del tiempo del discurso (el momento en que don Gabriel narra) en el tiempo de la historia (el tiempo de los hechos narrados) se convierte en un signo de distanciamiento16. No obstante, también es cierto que Araceli intenta una distancia del mundo que describe para no dejarse llevar por el paroxismo de los hechos vividos, que ya en su momento lo arrastraron a acciones que recuerda con dolor. Mediante este distanciamiento, los hechos de Cádiz, como muchos otros sucesos narrados en los episodios, se contemplan desde una óptica crítica. Araceli comprende la veleidad que pueden tener las pasiones que agitan a los pueblos en busca de la felicidad. En el capítulo VIII se describe la emoción y la fiesta popular ante las cortes, la presencia de militares, clérigos, ricos y pobres y hasta mendigos que «no pedían en nombre de Dios y la caridad, sino de aquella otra deidad nueva y santa y sublime, diciendo: —¡Por las Cortes, por las Cortes!» (Cádiz, 78). Para la multitud, la jura de las Cortes es sólo un espectáculo teatral, un sainete, una función de la que quiere participar. Más adelante, el narrador reflexiona acerca de la inconsciencia popular ante los graves sucesos en que participa: «La general alegría me recordó la entrada de Fernando VII en Madrid en abril de 1808, después de los sucesos de Aranjuez ». Y agrega: «El pueblo no cesaba de gritar: “¡Viva la Nación”!, como pudiera gritar: ¡Viva el Rey!» (Cádiz, 79-80).
Entre la realidad histórica y la representación teatral se tejen entonces relaciones novedosas. En Cádiz, hay escenas burlescas que se trasformarán en tragedias y ciertos actores de la Historia de España poseen una «condición sainetesca y un tanto arlequinada» (Cádiz, 73). El combate fingido y grotesco en este episodio entre don Pedro Congosto y Lord Gray, imitación de los duelos quijotescos, tiene su correlato en la lucha de Gabriel y el inglés. El pasaje, como señala el mismo narrador, es una ironía sobre el destino de las grandezas de España: la espada del loco era la espada de Francisco Pizarro. Pero, a la vez, el suceso reafirma la correlación entre la ficción, la ilusión teatral y la realidad histórica: paralela y, diríase, posterior a la historia, la ficción, sin embargo, tiene el poder de anticiparla, de predecirla.
En ese escenario de ilusiones, que es a la vez el pasado de Gabriel y el de España, el narrador subraya constantemente el papel del espectador. El primer «espectador» es, por supuesto, el mismo Gabriel quien, al momento de narrar, debe volcarse hacia ese pasado y contemplarlo para tratar de hacerlo comprensible ante sí mismo y ante los lectores. Pero, en el escenario referido, casi todos los personajes se convierten en testigos del espectáculo histórico que se despliega frente a los ojos del pueblo. Como si se tratara de una gran fiesta, observan a los protagonistas y, de alguna manera, se sienten partícipes de los hechos vividos. Incluso la muerte se convierte en un espectáculo, al convocar la mirada de los curiosos o de las comparsas que, ocultas bajo los disfraces, contemplan con regocijo el dolor ajeno. Y, desde luego, el último espectador es el propio lector, compelido a espiar la puesta en escena y, tal vez, si la ilusión es suficientemente poderosa, a introducirse en ella.
Esta situación tiene un correlato en un importante pasaje que tiene como escenario la casa de Rumblar. Las jóvenes tratan de escapar de la tiranía a que las somete su madre e improvisan representaciones teatrales que Gabriel observa desde un escondrijo, maravillándose de la transformación efímera de las muchachas. En este momento, el joven se representa a sí mismo como espectador de los hechos escénicos e intenta permanecer entre bambalinas para oír y ver actuar a los otros. Este papel repite el que le confiere el texto más tarde en calidad de narrador testigo de los hechos históricos del siglo que le correspondió vivir. Pero la neutralidad le resulta inadmisible en ambos casos: en tanto personaje, Araceli se ve arrastrado continuamente a la acción y como narrador opina constantemente sobre aquello que recuerda; aunque en ocasiones así lo desee, Gabriel no puede mantenerse al margen del devenir histórico ni tampoco puede aislarse del torbellino de pasiones que surge a alrededor suyo. Finalmente tiene que actuar, aunque las consecuencias de sus decisiones lo persigan toda la vida.
La noción de la Historia como una gran representación teatral se repite a lo largo de los episodios. Entre muchos ejemplos, un curioso personaje interpreta la estadía de José Bonaparte en España mediante la comparación con una representación teatral:
Cuatro veces hemos visto salir al Sr. Pepe y cuatro veces le hemos visto entrar con más bríos (…) Los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro. Pero esto parece escenario de un teatro: el lord se va por la derecha y José se nos cuela por la izquierda... Señores, no puedo olvidar las acotaciones de las comedias, que dicen hace que se va y se queda... A mí que soy perro viejo y tengo sobre mi alma cristiana cuatro dedos de enjundia de marrullería, no se me emboba con estas entradas y salidas (El equipaje del rey José, 6-7).
Años después, en un episodio de la Quinta serie, el paso de Amadeo I por el trono de España (1870 y 1873) se resume igualmente en términos teatrales:
Corrió el tiempo arrastrando sucesos públicos y privados; se fue don Amadeo; salió por escotillón la República (Amadeo I, 55).
Los ministros fueron desde aquel momento pintorescos personajes de ópera cómica (…) La gran escena cómica de hoy en la Cámara regia y piezas inmediatas es de tal modo bochornosa, que me he quitado los coturnos por zafarme de la obligación de contarla. Para dar noticia de lo que hoy he visto, heme puesto estos borceguíes traídos y viejos (Amadeo I, 146-147).
Es frecuente la comparación de hechos bélicos con una función teatral: «Todo en aquel día feliz marchaba como el programa de una función histriónica, y los distintos papeles eran desempeñados con puntual exactitud, no sólo por parte de los suyos, sino de los contrarios» (Zumalacárregui, 150).
En relación con determinados planes militares, indica el narrador de Prim: «Esperando los hechos, contemplaba Chaves en su mente el plan trazado para realizarlos. Todo su afán era que los hechos correspondiesen con exactitud a su explanación teórica, como acontece en los programas de teatro» (Prim, 324).
Expresa Pedro Hillo en Luchana: «Y si una intriga de opereta derribó a Mendizábal para entronizar a su amigo Istúriz, este cae a su vez ignominiosamente por un enredijo de entremés con tonadilla. La historia de España, que hasta hace poco gastaba el coturno trágico, paréceme que se aficiona a la comodidad de los zapatos de orillo, o al desgaire de la alpargata» (Luchana, 66). En relación con los acontecimientos políticos de junio de 1869, apunta el narrador: «Vino a repetir Prim la muletilla de los Presidentes del Consejo en tales casos: que el nuevo Gobierno era continuación del anterior, y que si cambiaban los hombres, inmanecían las ideas; o en otros términos: que la idea, Prim, se perpetuaba, aunque por dar pasto a las ambiciones se variaran las figurillas del retablo» (España sin rey, 176).
La renuncia del pretendiente al trono de España, tras décadas de guerra civil, muerte y división, termina como «una comedia pedestre»:
En su cómoda residencia de la Comandancia de Ingenieros, el titulado rey Carlos VI hizo formal declaración de renuncia de sus pretendidos e ilusorios derechos a la Corona. ¿Quién pudo pensar que a la trágica epopeya del Carlismo se le pusiera una escena final de comedia pedestre? Al bajar el telón sobre tal escena, ¿no se oirá la silba en el Polo Norte y en el Polo Sur? (Carlos VI en la Rápita, 288).
Esta idea aparece más clara aún es el juicio de don Beltrán de Urdaneta quien, en sus cartas a Fernando Calpena, ofrece una síntesis de los hechos políticos del momento como si se tratara de la narración de una obra teatral: «Los personajes de mi comedia son la Reina Doña María Cristina; su hermano el Rey de las Dos Sicilias; la Infanta Doña Luisa Carlota; Luis Felipe, Rey de los Franceses; Don Carlos V, pretendiente al Trono de España» (La estafeta romántica, 248-249). Cada personaje «sale » a escena a recitar su papel:
Sale Cristina maldiciendo, en férvido monólogo (…). Sale la Infanta Carlota, mujer de pesquis y entereza, y afirma que el mal grande, comprensivo de todos los males, es la guerra (…) Retírase Muñoz por el foro, y las dos hermanas continúan hablando en italiano con familiar viveza, ambas avispadas, nerviosas (La estafeta romántica, 249-250).
En ocasiones, los personajes o el narrador se preguntan acerca de la identidad del director de estas actuaciones: «Lo que yo veo, mi buen don Hilario -dijo Mariana-, es que aquí andan sueltas todas las pasiones menos la del patriotismo, única pasión que da salud y vida a los pueblos enfermos. Ya sabemos quién es el Ginés de Pasamonte que mueve los hilos de este retablo» (Amadeo I, 288).
La vida como espectáculo teatral
No sólo la Historia, sino la vida en general es un espectáculo, una función de teatro, como se evidencia en las palabras de narradores y personajes que recurren frecuentemente a las comparaciones entre el teatro y la existencia. En Cádiz, en la casa de doña María, reducto de la tiranía y el oscurantismo17, opuesto al departir más democrático de la calle o la taberna, todo es mentira y ocultamiento: «Sí; es preciso estar siempre sobre las tablas, Gabriel, fingiendo y enredando. Esto es muy triste», se queja Inés (Cádiz, 147). En la VII carta de La estafeta romántica, Fernando Calpena cuenta a su amigo Hillo un sueño suyo con Larra. En esta narración, Calpena se refiere a su propia vida como una obra de teatro: «entro, pues, en lo que los retóricos llamáis catástasis, la complicación del asunto, precursora de la catástrofe, que es a mi espíritu necesaria, pues no me conformo, no, no, con el desabrido desenlace que conoces precursora de la catástrofe, que es a mi espíritu necesaria, pues no me conformo, no, no, con el desabrido desenlace que conoces» (La estafeta romántica, 59)18.
En su proyecto de seducir a Fernanda Ibero, don Juan de Urriés, «Entregábase al acaso, fiando en su suerte loca; contaba con lo imprevisto, que rara vez deja de ser favorable en las comedias vivas de amor» (España sin rey, 226). El mismo galán, en sus cartas, compara su situación amorosa con una comedia de enredo, mientras que Fernanda se refiere a los momentos angustiosos que atraviesa su relación amorosa como «estos horribles sainetes del infierno» (España sin rey, 140 y 331).
En Los duendes de la camarilla, ante la desaparición misteriosa de Gracián, reflexiona Lucila:
Le sonaron las historias y comentarios de Rosenda a cosa trágica, compuesta para causar lástima y terror a las gentes, como lances de teatro inventados por los poetas... Y le pareció aún más extraño que tales cosas le pasaran a ella, criatura insignificante y pacífica, pues las tragedias eran siempre entre reyes o personas de elevada alcurnia... Recordó entonces lo que su padre le refería de los dramas cantados, y de las bellezas grandilocuentes de la ópera... Su inmensa desdicha, con las nuevas formas que tomaba, se le iba volviendo cosa de canto, o por lo menos de verso, que viene a ser la música parlada (Los duendes de la camarilla, 170).
Años después, la misma Lucila cavila sobre la textura teatral de los acontecimientos de la vida real. En referencia a los hechos vividos por Fernanda Ibero, le expresa a su hijo Vicente: «Tragedia, lance de teatro es lo que ignorábamos, lo que yo sé ya, y tú sabrás ahora... (…) ¡Y creemos que sólo en el teatro hay tragedias cuando da en escribirlas algún poeta que jamás mató un mosquito!» (España trágica, 28-29).
Narración y representación
Más allá de las especulaciones del narrador o de los personajes acerca del asunto, la importancia de la representación se muestra en la propia construcción del mundo novelesco. Se trata, por un lado, de momentos en que la acción narrada se conceptúa en términos dramáticos, como si se estuviera narrativizando una escena teatral. Por otro, de episodios en los que se acentúa la tendencia al ocultamiento del narrador o en los que incluso se borra la distancia temporal respecto a los hechos narrados.
La oscilación entre narración y representación se percibe en varios momentos de Los Episodios. Por ejemplo, el dramatismo en Los duendes de la camarilla no se limita a la función mencionada del vestuario de Lucinda y Domiciana. El capítulo XXVII narra el enfrentamiento entre ambas mujeres como una escena teatral. Por un lado, se desarrolla en un espacio en penumbras y silencioso, que contrasta con la luz de otros aposentos y el ruido de la calle. Por otro, el autor menciona varias veces la capacidad histriónica de cada una de las actoras. Finalmente, se señalan la entrada y salida de escena de Lucila, como límites o «telones» del escenario:
(Domiciana) Vio el punto culminante del peligro, la muerte, y acudió con un recurso heroico y de extrema agudeza. Necesitaba para emplearlo de un valor casi sobrehumano y de un fingimiento de serenidad que era el supremo histrionismo (190).
Menos cauta la otra y de escaso talento histriónico (194).
Al pasar de la penumbra del dormitorio a la luz del gabinete, tuvo Lucila clara conciencia de que Domiciana, con heroica maña más potente que la fuerza heroica, se había hecho dueña del campo de combate (194).
La cerera vio en aquella salida fugaz, como ciertos mutis de la escena, una reproducción del arrebato con que Lucila se había presentado en la alcoba; pero como iba en retirada, no fue grande su inquietud (213).
Con frecuencia la presencia de un efecto dramático en esos textos se apoya en la utilización de un sistema dialogal en las novelas. La crítica ha profundizado en la importancia del diálogo en la obra galdosiana, la preferencia por la forma dialogada o la escena dialogada y el poder mimético de este recurso. Algunos aspectos de este sistema dialogal son analizados por Ermitas Penas Varela en varias novelas de Pérez Galdós. Indica que el sistema dialogal, no narrativo ni descriptivo, muestra mejor los caracteres, les confiere mayor realismo y una mayor sensación de inmediatez. El estudio de estos textos muestra en Galdós la necesidad de romper con una estética precedente, fundada en la concepción literaria de «una modalización de omnisciencia que para él resulta caduca» y la creencia en que el «sistema dialogal» y no narrativo o descriptivo es el que muestra mejor, más directamente, los caracteres»19. Como expresa el propio narrador de España trágica: «Mejor que describiendo y perfilando sus caracteres, el narrador dará existencia real a las niñas de Calpena, dejándolas que hablen y se presenten a sí mismas» (España trágica, 130).
También Manuel Alvar analiza la relación entre el teatro y la novela en Pérez Galdós20. Enumera las novelas del autor que pasaron a las tablas, así como las dialogadas, para preguntarse por las dificultades técnicas que supone la relación entre ambos géneros. Considera que el predomino del diálogo es un resabio teatral en la narrativa del escritor, quien empezó siendo dramaturgo y nunca renunció a esta veta. Al recurso del diálogo sucede el procedimiento de la novela dialogada. «Y ya -de aquí- en una ininterrumpida progresión el «descubrimiento» del teatro». Alvar cita al propio Galdós para confirmar el manejo consciente de este procedimiento por parte del autor:
El sistema dialogal adoptado ya en Realidad, nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Éstos se hacen, se componen, imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra y con ella, como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo y firme de sus acciones. La palabra del autor, narrando y describiendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. Siempre es una referencia, algo como la Historia, que nos cuenta los acontecimientos y nos traza retratos y escenas 21.
Para Alvar, Galdós trasplanta la técnica del teatro a las novelas, que mantienen «el esquema fijo e ineludible del teatro: planteamiento, nudo y desenlace, todo ordenado en un orbe finito desde el principio hasta el fin, y el diálogo como el asidero en el que se van prendiendo las peripecias personajes» (158). Hazel Gold retoma esta última aseveración de Alvar e indica la mezcla y entrecruzamiento de géneros en la producción galdosiana. Señala varios ejemplos, entre ellos Realidad (١٨٨٩), novela dialogada dividida en jornadas, El abuelo (١٨٩٧) y Casandra (١٩٠٥), denominada por Galdós «Novela intensa o Drama extenso». La razón de la sinrazón (١٩١٥) es una «fábula teatral absolutamente inverosímil»; la primera versión de La loca de la casa (١٨٩٢), aunque tradicionalmente incluida en la serie de las novelas contemporáneas, lleva el subtítulo de «comedia en cuatro actos». A continuación, analiza Tormento (١٨٨٤), obra que considera situada entre la novela y el teatro y que le sirve para «la discusión de la confluencia novelístico-dramática»
Para Gold, Tormento combina la narración, la descripción y el análisis de conductas humanas y con los rasgos del espectáculo mediante «largos parlamentos (o solitarios o en coro polifónico) no interrumpidos por una voz narrativa, y dando a conocer una realidad de múltiples dimensiones dentro de un espacio, tiempo y reparto comprimidos»22. Yolanda Arancibia llama la atención acerca de la presencia de estrategias teatrales y opciones técnicas que hacen converger novela y drama en la novelística galdosiana23. En su opinión, sería conveniente utilizar la categoría de novela dramática para esta producción «entendiendo por tal aquella en cuya organización estructural predomina el mostrar o el presentar frente al describir, e incluso frente al contar. Y el paso del narrar al describir para enmarcar y, por fin, al presentar, acerca la novela al teatro24.
La estructura dramática ya observada por estos estudiosos, se acentúa también en los varios de los episodios en la disposición a apartarse de la descripción y la presentación de los acontecimientos para dar paso al hecho en sí mismo, sin que medie la presencia del narrador. Son momentos en que la fuerza dramática del hecho narrado parece obligar a dejar la narración para acogerse al diálogo. Es también un mecanismo que incorpora al lector en una función de espectador. En ocasiones, la narración es sustituida por acotaciones escénicas. Según Ubersfeld, «las didascalias designan el contexto de la comunicación, determinan, pues, una pragmática, es decir, las condiciones concretas del uso de la palabra»25. Al incorporarse a la narración, apuntan a borrar la distancia que garantiza la escritura entre la materia narrada y el lector. En numerosos momentos se encuentra el lector con acotaciones teatrales que simplifican y aceleran la narración. La conversación entre Santiago Ibero y el Bailío don Wifredo, en España sin rey, se convierte en algunos momentos en un diálogo de corte teatral, en el que la narración se sustituye por una serie de acotaciones escénicas. «Precisamente aquí tengo dos cartas... (Metiendo mano al bolsillo). Una es de don Joaquín Elío (sacándola) (22). Me dicen... (gravemente, envainando las cartas) que antes de San Juan estará el Rey legítimo en el Palacio de Madrid» (España sin Rey, 22).
En la misma obra, don Wifrido conversa con Fernanda y aparece el mismo procedimiento: «-Deje el incensario y respóndame a esta otra pregunta: ¿No estuvo ayer el Capitán General a visitar a su padre de usted? (Signo afirmativo de Fernanda.) ¿Hallose usted presente a la visita? (Nuevo signo afirmativo.) ¿Puede decirme lo que hablaron?» (España sin Rey, 280). En otros momentos, sólo se designa a la persona que habla, lo que se aparta de la convención utilizada para señalar los diálogos en la narrativa. Por ejemplo, se introduce así el parlamento de los personajes:
Cánovas: ¡Y esta gente anda buscando un rey!
Urríes: (aparte de Gauna) Con furia lo ha tomado este señor
Eufrasia: Compadezco al que venga. Compadezco al que venga. Deseo la ruina y el fracaso más horrible a los empresarios de la traída de Rey.-
Urríes: (alto). Por Dios, don Antonio, no se incomode y, sobre todo, guárdeme el secreto (España sin Rey, 200).
Esta tendencia hacer desparecer la narración para dar espacio a la representación dramática se acentúa en el desenlace. Antes que nada, el asunto es en sí melodramático, un drama de engaños, amor y celos, lo mismo que la ambientación. La fuerza dramática del acontecimiento se impone y, a partir de cierto momento, desaparece la narración y toma su lugar el diálogo teatral:
Fernanda: (mirando a Céfora) Matarme tú a mí de dolor…matarte yo a ti con la espada…Son dos espadas… ¿Cuál de nosotras dos está más muerta?…Venga la Justicia Divina y dígalo.
Don wifredo: La Justicia Divina me ha burlado, Fernanda, pues creyéndome instrumento de ella, quise matar a un hombre perverso, y he matado a una mujer... a la infernal Antarés, la que induce a los hombres al vicio...…
Fernanda: He sido yo, señor.
Don wifredo: Mía es la espada.
Fernanda: Mía fue la mano...
Marciana: (Protestando con voz lacrimosa.) No delires, hija del alma. Tú no has sido... (España sin Rey, 336).
La última frase, dirigida al público, completa el sentido melodramático de la escena total:
Fernanda: (En brazos del atleta, gritando) Yo la odiaba... Ella me mató antes a mí. Muerta soy... Santiago, hermano mío, Teresa, ¿dónde estáis?... Espíritus fuertes, venid, resucitadme (España sin Rey, 339).
Esta cercanía con el teatro lleva a la disolución de las fronteras entre uno y otro mundo: el teatral, que apunta a la convención y la ficción, y el novelesco, que se ofrece como real. En el artículo mencionado, Paradissis hace referencia a las escenas que, a su entender, constituyen la crisis de la acción novelesca principal en La corte de Carlos IV:
Se trata primero de los preparativos y diálogos preliminares que preceden la representación de una obra teatral, Otello, por Teodoro Lacalle, adaptación de una traducción francesa por Ducis de la tragedia de Shakespeare. La obra, al ser presentada, está intercalada en el relato del narrador, de modo que la acción está concentrada en los amores y los celos del gran actor Isidoro Máiquez, de la González y de la duquesa Lesbia, tanto en el escenario como en la realidad de la narración de Gabriel26.
Se produce un insólito desplazamiento entre el escenario y la vida real, el desconcierto que los celos producen en el actor lo lleva a confundir ambos planos, en una situación extrema pero no desconocida para muchos personajes galdosianos.
En relación con La estafeta romántica, las cartas que se cruzan los personajes van dando cuenta del avance en los ensayos de El sí de las niñas por parte de Fernando Calpena y las niñas de Castro –Amézaga. Ya antes, el mismo Calpena había hecho referencia a esa obra en su disputa imaginaria con Mendizábal:
¿Tendremos aquí una comedia en que le toque a Vuecencia el papel de tutor, de ese anciano verde, siempre chasqueado? ¿Le seducen a Su Excelencia los viejos de Moratín? Pues tampoco ha de valerle el hacer el D. Diego, aun cuando tomara las precauciones para asegurar un desenlace contrario al de El sí de las niñas, porque aquí estoy yo para llevar las cosas a su término natural (Mendizábal, 348-349).
Al respecto, Marisa Sotelo Vázquez opina que Calpena proyecta las lecturas románticas en su vida: «En la vida de Calpena, como en la de don Quijote, se amalgama los sucesos vividos y los procedentes de la literatura: drama, novela, leyenda». Considera, además, que el contraste irónico entre la ensoñación romántica del protagonista y la visión pragmática de otros personajes es otro ejemplo de la presencia de Cervantes en Pérez Galdós27. Efectivamente, la vida de Calpena se desarrolla conforme a los tópicos del romanticismo literario, y sus acciones, como las de otros personajes, repiten comportamientos literarios. Toda su trayectoria, desde su origen misterioso y el proceso de descubrimiento de su identidad hasta sus relaciones con personalidades literarias y políticas o su amistad con Pedro Hillo, cercano al clasicismo, puede cotejarse con el desarrollo de este movimiento literario en España. Igualmente, su pensamiento y su quehacer con frecuencia se hallan determinados, anunciados o influidos por obras literarias de diferentes épocas, con frecuencia piezas teatrales:
¿O es que representas el galán desesperado, melenudo y ojeroso que, cuando las cosas ya no tienen remedio, pues están echadas las bendiciones, se aparece espada en mano, queriendo atravesar a la dama infiel, al segundo galán solapado, al primer barba, que es el padre, al segundo, que hace de sacerdote, y a la característica, zurcidora de aquel enredo? (La estafeta romántica, 82)
¡Quién le había de decir a Fernando Calpena, cuando con un amigo vio representar el Antony en la Porte Saint-Martin, que aquel drama, que entonces le pareció afectado, mentiroso, uno de tantos artificios con que los dramaturgos amañados satisfacen el convencionalismo teatral, había de ajustarse, traducido al castellano, a la realidad de su pensamiento! El drama de Dumas, y el de Calpena, drama real, no se parecían en el asunto, aunque sí mucho en la enfática desesperación del héroe, no bien motivada, y en el ardor de su lenguaje (Mendizábal, 346).
¿Querrá usted creer —dijo Álvarez— que a nuestro amigo se le ha ocurrido aplicar al caso de la calle de Milaneses el procedimiento del narcótico? Sí… dar a la señorita un bebedizo para que se quede tiesa y fría, simulando la muerte… Vamos, como en Romeo y Julieta y en Catalina Howard, y luego cargar con la difunta, que no es difunta más que de mentirijillas, y… ya supondrá usted lo demás. De las distintas clases de raptos, pienso que no se le ha quedado ninguna por estudiar… y ya verá usted cómo sale por algún registro inesperado, teatral, y a todos nos deja con la boca abierta (Mendizábal, 291-292).
Los paralelismos y contrastes espaciales señalados convergen así para dotar a los sucesos narrados en los episodios de un carácter aparencial, lo que a la vez refuerza el tópico del mundo como teatro. Ya en episodios tan tempranos como Cádiz, a la larga los acontecimientos heroicos que se despliegan en el escenario de la historia son tan ilusorios como aquellos que iluminan las candilejas de un teatro.
Fácilmente, una vez propuesto el tópico del mundo como un teatro y la condición aparencial de la realidad, el texto se desliza hacia asuntos cercanos a los anteriores: el mundo invertido, la locura, la vida como sueño, el carácter transitorio de los papeles, la rotación en el reparto, las mudanzas de la Fortuna28. Como dice Lord Gray disfrazado de mendigo: «—El mundo es así —me respondió—. Un día arriba y otro abajo. El hombre debe recorrer toda la escala» (Cádiz, 213-214).
Para reforzar esta visión del mundo, en los escenarios creados por la pluma de Pérez Galdós, no es de extrañar que aparezcan verdaderas cortes de los milagros, un sinnúmero de personajes disfrazados de Quijote y comedias de enredos en que los enamorados se engañan, llevados por la ilusión.
Detrás de lo visible
Más allá de esto, la presencia del teatro lleva a preguntarse sobre la condición ilusoria de la historia y la realidad mismas, sobre la verdad y la esencia de la propia literatura. Sucede así en las reflexiones de Juan Santiuste, quien vive el suplicio del general Ortega, cabeza de un fallido levantamiento, como si se tratara de una función teatral:
…nos colocamos en sitio donde podíamos ver cómodamente la función. Hubo un momento en que ésta se presentó en mi mente como función trágica de teatro, que nos da la emoción patética y compasiva. Al influjo del arte, llora uno y se aflige; mas todo ello es como si nos pusiéramos máscara de espanto. Debajo están el rostro sereno y la conciencia de que es mentira lo que vemos entre telones. Nos retiramos alabando el arte del dramaturgo y el bello fingir de los cómicos. .. En esta ilusión de tragedia teatral permanecí mientras estuvimos en espera del acto, y la causa de mi error no fue otra que el aspecto del apretado público, y su bullicio de impaciente curiosidad. Bullía y bufaba como una muchedumbre de parada militar, de teatro, de toros. .. (Carlos VI en La Rápita, 247-248).
Como indica Casualdero, la incertidumbre acerca de la realidad histórica y el arte se evidencia sobre todo en las últimas series de los episodios: «En los últimos episodios, Galdós cree que debió haber escrito “la historia de lo que debió haber sido”, no la historia de lo que fue. No una historia imaginaria, sino una utopía del pasado». Y agrega: «Esta época se distingue de las anteriores por tres elementos: «el sufrimiento moral, la preocupación estética y el paso de lo que es a lo que debe ser». El pasado se ha contemplado en toda su obra desde el presente, pero este era explicado por aquel. En cambio, ahora, el presente modifica el pasado29.
Por su parte, Ricardo Gullón anota que en esta última serie «el asunto harto visible de la novela no es referir la historia sino contar cómo se escribe (…) lo novelado no es tanto la historia como el momento en que pasa de suceso a página, imaginándola según fue o según se la desea»30. Señala en esta serie una progresiva acentuación de la tendencia a lo novelesco siempre presente en las anteriores series. Apunta igualmente la inseguridad del narrador, consciente de su falibilidad, que se pregunta «si la Historia es realidad o ficción» (26)31. En Cánovas, explica, como parte de este proceso, la Historia se desintegra en forma de una comedia de magia, un efecto de ilusionismo, un fantasma, una atmósfera de ambigüedad que resulta el «espacio adecuado a la comedia de magia», más bien drama nacional disfrazado de la comedia», por la propia estructura dramática del texto32.
Cabe pensar si en el recurso inicial a las imágenes cercanas al lenguaje teatral no existía ya el germen de esta nueva visión de la Historia. En todo caso, es válido preguntarse si la insistencia en las menciones al teatro y las metáforas de la vida como representación, que podrían leerse como simples rasgos estilísticos o como muestras de la predilección de Pérez Galdós por el arte teatral, deben vincularse con la concepción de la Historia en diferentes momentos de los Episodios nacionales y mostrar entonces todo su significado. Pero asimismo es importante comprender que la presencia del teatro transluce una idea de la vida y el arte que mueve a esos personajes galdosianos alucinados que buscan en el tablado de la vida «lo que está detrás de lo visible... », a esos soñadores que persiguen una imagen errante «mentira de la realidad y verdad casi desnuda que pasa como un relámpago de hermosura entre el polvo de los deshechos terrones»33.
Episodios nacionales citados34
La Corte de Carlos IV (1873, 3° ed. 1881), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcq8188
Napoleón en Chamartín (1874, 2° ed. 1876), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc9z932
Cádiz (1874, 2° ed. 1878) Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001.http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcp8477
El equipaje del rey José (1875), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc930r6
La segunda casaca (1876, ed. 1884) Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc8k776
Zumalacárregui (1898) Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcsj1g2
Mendizábal (1898), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcns0r0
De Oñate a La Granja (1898) Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcj1008
Luchana (1899), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcd7985
La campaña del Maestrazgo (1899), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcz0340
La estafeta romántica (1899), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcs17z1
Las tormentas del 48 (1902), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcgq6v5
Narváez (1902), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcbz644
Los duendes de la camarilla (1903). Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc79434
La Revolución de Julio (1903) Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmczs2r3}
O’Donnell (1904), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcv1211
Aita Tettauen (1905) Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcn8770
Carlos VI en la Rápita (1905)
Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcq8189
Prim (1906) Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcfq9t5
España sin rey (1908), Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc2j6b4
España trágica (1909) Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001.http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcxs5q4
Amadeo I (1910) Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmct1501
1 William H. Shoemaker, «Galdós’ La de los tristes destinos and its Shakespearean Connections», Modern Language Notes 71, 2 (1956), 114-119.
2 Gareth J. Wood, «Galdós, Shakespeare, and what to make of Tormento», The Modern Language Review, 109, 2 (2014), 392-416.
3 Hope K. Goodale, «Allusions to Shakespeare in Galdós», Hispanic Review, 39, 3 (1971), 249-260.
4 Arístides G. Paradissis, «Observaciones sobre la estructura y el significado de La corte de Carlos IV», Anales Galdosianos, xiv (1979), 97-103.
5 Paradissis, «Observaciones sobre…», 98.
6 Pablo Cabañas rastrea las menciones y juicios de Galdós sobre Moratín en «Moratín en la obra de Galdós», Actas del II Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Universidad de Nimega (Holanda), 20 al 25 de agosto de 1965, 217-226.
7 Cabañas, «Moratín en la obra…», 225.
8 Hazel Gold, «Tormento: vivir un dramón, dramatizar una novela», Anales Galdosianos, xx, 1 (1985), 35-45.
9 Wright, Chad C., «“La eterna mascarada hispanomatritense”: Clothing and Society in Tormento», Anales Galdosianos, xx, 2 (1985), 25-36.
10 Gilberto Triviños, Benito Pérez Galdós en la jaula de la epopeya (Barcelona: Mall, 1987). Para este autor, los personajes de Galdós entierran simbólicamente la gloria militar, se horrorizan de ella, se apartan de lo que tanto anhelaban. Ambicionan, como dirá Araceli, una paz oscura, apartada de la fiesta de la guerra. En palabras del investigador, «El sueño de la paz de las naciones, el mito de la paz privada y el sueño de la paz social, ocupan ostentosamente el espacio narrativo reservado en la epopeya renacentista y barroca a las exhortaciones épicas de los narradores», 93.
11 Como recuerda Nils Santiañez a propósito de La desheredada, el acto de caminar tiene relación con la construcción y autocomprensión del sujeto. En el caso de Isidora Rufete, su desplazamiento inicial es una especie de toma de posesión de la exterioridad urbana. Santiañez se concentra en el análisis de las botas de la protagonista y en las funciones que desempeñan: «1) condensan el conflicto entre los dos habitus de la protagonista (el de una joven de provincias y el de una persona perteneciente —así lo piensa ella— a la aristocracia); 2) expresan la conexión entre la formación del sujeto y sus prácticas espaciales; 3) constituyen el motivo central que articula una retórica del paseo; y 4) refractan, en tanto que objeto suntuario y herramienta básica con la que Isidora se apropia del espacio urbano, la «pluma» de Galdós, esto es, el instrumento empleado para la producción de un discurso novelesco centrado en la representación de Madrid», Nil Santiáñez, «Las botas de Isidora Rufete», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 37, 2 (2013), 355-373.
12 Nótese la comparación de Lucila con una paloma «Entró como paloma que vuelve al nido» (Los duendes de la camarilla, 11) la que permite una reflexión acerca del apellido del que será su marido.
13 José Antonio Maravall, La cultura del Barroco (Barcelona: Ariel, 1983), 320.
14 Patrice Pavis, Diccionario del teatro (Barcelona: Paidós, 1998), 139-140.
15 Cfr. Miguel Soler Gallo, «Reflexiones acerca de Cádiz de Benito Pérez Galdós como novela histórica: un reflejo de la vida y la época de las Cortes», Revista Electrónica de Estudios Filológicos, 16 (2008). Este estudio señala aspectos históricos y contextuales de interés para la comprensión de la novela.
16 Triviños explica a lo largo de su estudio, cómo la distancia que el narrador toma respecto de los hechos narrados, así como el entrelazamiento de ambas esferas, la privada y la pública, logran una perspectiva que desacraliza el hecho glorioso, lo pone en perspectiva, le confiere distancia, ironiza sobre los acontecimientos.
17 La realidad familiar de doña María y sus hijos se convierte casi en una alegoría de la sociedad, en la que España aparece como la madre dominante que causa el desastre y la perdición de sus hijas. La alegoría posee un potencial crítico evidente: doña María- España destruye con su religiosidad, gazmoñería y fanatismo, los valores que cree preservar.
18 Para Francisco Díez de Revenga y Díez de Revenga, «Fernando ha pasado a un estado eufórico y batallador que ahora le permite plantearse su vida como una obra de teatro. De la resignación, pues, ha pasado al deseo de aclarar las cosas y restablecer su dignidad»; vid. Francisco Javier Díez de Revenga y María Josefa Díez de Revenga, «Realidad y literatura en los episodios nacionales: “La estafeta romántica”», Actas II (1990), 308.
19 Penas Varela sintetiza los aportes de Manuel Alvar y otros críticos que estudian la reescritura de algunas novelas como obras teatrales por parte de Pérez Galdós, y que señalan el reordenamiento del contenido, la simplificación de las acotaciones, la reducción de número de personajes y eliminación de comentarios. En fin, la síntesis y la eliminación de lo que no es dramático. Para Penas Varela, «cuando Galdós pasa a la praxis, nos parece claro que se plantee la escritura de dos géneros literarios diferentes. No se trata, en efecto, de una simple poda, sino de la aplicación pragmática de toda una concepción distinta de la novela y el teatro». Ermitas Penas Varela, «El sistema dialogal galdosiano», Anales Galdosianos, XX, 2 (1985), 111-120.
20 Manuel Alvar, «Novela y teatro en Galdós», Prohemio: Revista de Lingüística y Crítica Literaria I, 2 (1970), 158-202.
21 La cita la toma Alvar de la página ٩ a de la introducción que precede a su novela El abuelo (O. C., VI).
22 Gold, «Tormento: vivir un dramón…», 38.
23 Yolanda Arencibia, «Bajo la impronta de Manuel Alvar. Notas sobre el juego de los géneros en Pérez Galdós», Archivo de Filología Aragonesa 59-60, 2 (2002-2004), 1841-1854.
24 Arancibia, 1847.
25 Anne Ubersfeld, Semiótica teatral (Madrid: Cátedra/Universidad de Murcia, 1989), 17.
26 Paradissis, «Observaciones sobre la estructura…»,
27 Marisa Sotelo Vázquez, «La visión irónica de la estética romántica en La estafeta romántica de Galdós» en AA.VV., Estéticas y estilos en la literatura del siglo xix (Barcelona: Universidad de Barcelona, 2014), 509-510.
28 Maravall, La cultura…
29 Joaquín Casalduero, «Historia y novela», Cuadernos Hispanoamericanos, 250-252 (1970/1971), 139.
30 Ricardo Gullón, «La historia como materia novelable», Anales Galdosianos, V (1970), 23.
31 Gullón, «La historia como…», 26. En esta misma línea está el siguiente juicio de García Fajardo: «Suelo yo incurrir en la alucinación de que la realidad no engendra el arte, sino el arte la realidad» (Las tormentas del 48, 186). Reflexiones semejantes habían aparecido antes, como la que hace un personaje de la tercera serie: «Lo que ocurre en todos los órdenes contradice la verdad y la lógica. La realidad es más peregrina que las invenciones de los poetas» (De Oñate a la Granja, 129).
32 Gullón, 33-34.
33 La Revolución de Julio, 151 y Narváez, 111.
34 Se anota en primer término la fecha de publicación del Episodio y a continuación la edición empleada en la versión electrónica