Artículo de: Albino Chacón Gutiérrez
ESCRITURA DE MUJERES Y MEMORIA
EN LA LITERATURA CENTROAMERICANA
La literatura escrita en Centroamérica durante todo el siglo xx sería imposible de entender si no es a partir de múltiples presencias, de la emergencia de nuevos sujetos sociales, hoy insoslayables, y que hacen posible la riqueza de un fenómeno cuya importancia radica, precisamente, en su heterogénea complejidad. Ahí es donde se hace visible un sujeto cuya voz había permanecido oculta –si no negada– en los intersticios de una sociedad, y más que de una sociedad, de una historia que había sido hasta entonces escrita e interpretada desde una centralidad masculina dominante, segregadora y excluyente.
Hoy día costaría trabajo interpretar y entender la historia literaria del Istmo centroamericano sin tomar en cuenta ese lugar de enunciación propio desde el cual hablan y se construyen las mujeres como sujeto de producción literaria. Igual podríamos decir de otras producciones, con un lugar de enunciación propio dentro de la institución literaria, como es la literatura escrita por afrodescendientes latinoamericanos, o la escrita por las comunidades gay y lésbica, que ocupan un lugar cada vez más notorio en nuestros países. Todo ello forma parte de nuestras coincidencias y contradicciones, formando esa totalidad contradictoria, heterogénea, de la que tanto habló Antonio Cornejo Polar, como el necesario punto de partida para entender e interpretar nuestras sociedades latinoamericanas y las posibilidades de habla de sus distintos sujetos.
Algo de (breve y necesaria) arqueología literaria femenina
Pareciera un lugar común afirmar que la literatura escrita por mujeres ha venido creciendo de manera permanente a lo largo del siglo xx y lo que llevamos del xxi. De ahí, por su especificidad, es necesario reflexionar del papel ejercido por esa nueva escritura, a la que las mujeres han echado mano para un mejor conocimiento de sí y de su condición social y personal. Quizás la gran diferencia que tenemos, hoy en día, son dos componentes que diferencian la escritura femenina actual de otros momentos históricos que vale la pena rememorar rápidamente, haciendo un poco de arqueología literaria: como sabemos, incluso en la tradición europea, cuando algunas mujeres comenzaron a escribir, tuvieron que tomar nombres de hombres para que sus textos pudieran salir a la luz. Fue el caso de Charlotte Brontë, y de sus hermanas Emily y Anne, que respectivamente pasaron a llamarse Currer, Ellis y Acton Bell. A pesar de que lucharon por tener éxito con sus nombres reales, nunca estos aparecieron en la cubierta de un libro, al menos mientras estuvieron vivas. Después vinieron otras escritoras como Mary Ann Evans, que utilizó el seudónimo masculino de George Eliot; Amandine Dupin, que firmaba como George Sand; o el caso de Louisa May Alcott, conocida en sus escritos como A. M. Barnard. Otro caso es el de la escritora francesa Colette. Sidonie Gabrielle Colette tenía tan sólo veinte años cuando en 1893 se casó con el escritor Henry Gauthier Villars, quince años mayor que ella. Su esposo no tardó en notar el talento literario de su joven esposa y le pidió que escribiera novelas inspiradas en los recuerdos que ella tenía de su niñez y su adolescencia, la cual se llamaría Claudine y que serían firmadas por el mismo Gauthier. La primera obra de la serie, publicada en 1900, se convirtió en un éxito inmediato y resultó un éxito editorial. Gauthier se llevó los elogios de la crítica y del público. Con la excusa de facilitar la concentración de su esposa, decidió encerrar a Colette en la casa para forzarla a escribir más novelas. Luego de más de una década de infeliz matrimonio, Colette decide divorciarse de Gauthier y al año siguiente publicó Diálogos de animales, primer libro firmado por ella. Recordemos también a la española Fernán Caballero; cuando a mediados de 1800, Cecilia Böhl de Faber y Larrea quiso publicar sus primeras novelas supo que tendría que usar un seudónimo masculino, por lo que firmó sus obras como Fernán Caballero. Desde joven, su padre le había dicho que no perdiera el tiempo escribiendo porque esa era una labor de hombres. Un caso actual, entre otros, sería el de la escritora J. K. Rowling, autora de la saga de Harry Potter, quien decidió usar las siglas J. K. tras aconsejársele que evitara usar su nombre propio, Joanne. En 2013 publicó El canto del cuco bajo el seudónimo de Robert Galbraith.
Otro aspecto que podemos señalar relacionado con la escritura femenina ocurrió con la suplantación o invisibilización de la autoría de muchos textos antiguos; se trata de textos que, en su origen, podían ser de autoría femenina, pero por circunstancias fueron falsamente atribuidos a una autoría masculina. Es el caso de las Cartas portuguesas, de Sor Mariana Alcoforado, publicadas primero en francés en el siglo XVIII, con un gran éxito, pero atribuidas a Gabriel Joseph de Lavergne.
Escritoras centroamericanas pioneras
La situación ha cambiado mucho desde entonces, sin duda. El siglo xx posibilitó el surgimiento de una cantidad sin precedentes de narradoras y poetas, de manera general, y en América Latina en particular. América Central no ha sido la excepción, y a esa producción estarán dedicadas las páginas siguientes. Debe tomarse el siglo xx como el punto de inflexión. Sin embargo, en este recorrido vale la pena iniciar con dos mujeres que podemos considerar las pioneras de la escritura literaria en Centroamérica. Una de ellas, por la documentación conocida hasta la fecha, sería la primera escritora de la región centroamericana, nacida en 1796 y muerta en Guatemala en 1848. Se trata de María Josefa —Pepita— García Granados. Aunque nacida en Cádiz, pasó la mayor parte de su vida en Guatemala, donde participó activamente en la vida intelectual, cultural y política de la época, en ese período turbulento que atravesó la independencia de los países centroamericanos. Escribió poesía lírica, amorosa, y con el seudónimo de Juan de las Viñas, para ocultar su condición de mujer, participó en la fundación de dos periódicos. Además de su poesía lírica, escribió textos de carácter político en los que se reconoce su vena satírica, llena de humor crítico sobre personajes y hechos de la vida política y cultural de la vida guatemalteca. Entre sus composiciones propiamente poéticas están A la ceiba de Amatitlán, Himno a la luna (1830), La resolución, A una hermosa joven, desgraciadamente enlazada con un achacoso viejo, A una abeja, Plegaria y Despedida. Es el caso más antiguo, el primero que podemos documentar hasta ahora de una escritora centroamericana.
La segunda mención corresponde a la costarricense Rafaela Contreras Cañas, nacida en San José y fallecida tempranamente, a sus veintitrés años en El Salvador en 1893. Más que como escritora, se le conoce por su marido, pues fue la primera esposa de Rubén Darío, una sombra, o más bien habría que decir un sol, luz demasiado poderosa para estar a su lado como escritora; sin embargo, en abono a Darío, hay que decir que él la promovió y apoyó la publicación de sus cuentos, pues ella fue sobre todo creadora de cuentos modernistas, como se muestra en los títulos de algunos de ellos: «Mira la oriental o la mujer de cristal», «Revêrie», «La turquesa», «La canción del invierno», «Delirio o sonata», entre otros. Publicó sus páginas tras el seudónimo «Stella», si bien el primero lo publicó como «Emelina», en periódicos o revistas de El Salvador, donde a la sazón vivía el matrimonio. El proyecto de publicación de un libro que reuniera todos los cuentos fue incluso presentado por Darío, cuando este escribió una nota que acompañaba el cuento «Rêverie», que también según él sería el título del libro, pero nunca se publicó. La mayoría de los cuentos habría sido escrita durante 1890, como podemos ver luego de la publicación de Azul, de Darío. Con sus cuentos modernistas, Rafaela Contreras sería la primera en exteriorizar literariamente la influencia del primer libro modernista, y ella sería la primera escritora de esta tendencia. Su obra ha sido, finalmente, reunida en una publicación realizada en San José, en 1990, en celebración del centenario de su obra.
Y llega el siglo xx
Llegaremos así a inicios del siglo xx para dar con una serie de escritoras con una labor literaria más permanente, y que forman un primer bloque1. Es el caso de la guatemalteca Angelina Acuña (1905-2006), cuyos textos reflejan temas con un tratamiento bastante tradicional y que también encontramos en otras escritoras del mismo período de inicios de siglo: temáticas de la niñez, ligadas con el paisaje nacional, así como leyendas y elementos regionalistas, en un tipo de poesía en que todavía es muy importante la rima y la métrica. Igual que en Acuña, esas características las encontraremos en otra escritora del mismo período, la hondureña Mercedes Agurcia Membreño (1903-1980), escritora de obras de carácter dramático dirigidas a un púbico infantil o juvenil, dentro de patrones axiológicos cristianos, cuya trama termina resolviéndose mediante la intervención de hadas, gnomos o ángeles.
Como en estos dos casos, hay un patrón que se repite en otras escritoras, como es el caso de la también guatemalteca Romelia Alarcón de Folgar (1900-1971), autora de cuentos infantiles que combinan la fantasía, la magia y la leyenda. Además de sus escritos dirigidos al público infantil, Alarcón de Folgar también escribió himnos destinados a reafirmar los valores cívico morales. Mencionemos también a la hondureña Fausta Ferrera (1891-1970), con cuentos que exaltan la vida campesina, escritos con una fuerte tendencia didáctico-moralizante, dentro de una clara idealización de la vida rural. Dentro de esta línea, está la también hondureña Herminia Cisneros (1926), autora de relatos breves y textos infantiles con una intención didáctica excesivamente obvia. En especial en estos últimos, la visión moral se basa en el tradicional enfoque del bien y del mal, del premio y del castigo. Sin embargo, diferente a lo que ocurría con sus cuentos, en su única novela Tiempo de nacer… tiempo de morir, publicada en 1998, a sus 72 años, observamos un cambio que no notamos en otras escritoras nacidas durante los primeros tres decenios del siglo xx, quizás por la época reciente en que fue publicada y la apertura de la autora a las nuevas ideas. Efectivamente, en la novela subyace un mesurado planteamiento feminista dirigido a exaltar la dignidad y la libertad de la mujer, al mismo tiempo que insinúa el lesbianismo, la pedofilia y el incesto.
Las líneas temáticas que marcaron esa literatura escrita por mujeres nacidas a fines del siglo xix o en los albores del xx siguieron siendo cultivadas por no pocas escritoras a lo largo de todo el siglo, con un trabajo dirigido al público infantil o escrito para ser utilizado con fines didácticos en el medio educativo, con recreación de leyendas populares, tradiciones orales indígenas o anécdotas con protagonistas infantiles. No es que la literatura infantil o de intención didáctica y formativa sea exclusiva de mujeres, pero sí que estas son sus principales cultivadoras, lo que podría deberse a una escritura propia de un rol de género autoasignado, dada la condición de maestras de muchas de ellas.
Notable el caso de otra escritora de este período, la costarricense María Isabel Carvajal (1887-1949), más conocida por su seudónimo Carmen Lyra . Miembro del Partido Comunista, y figura prominente de las luchas políticas y sociales llevadas a cabo en las décadas de 1930 y 1940, fue desterrada por el gobierno de turno y murió exiliada en México. Fue educadora de avanzada, poseedora de una gran cultura y perspicacia intelectual, traductora de autores clásicos y modernos. Como escritora, fue pionera del realismo social en la literatura nacional, con publicaciones como Bananos y hombres (1931), en que hace ingresar en la literatura nacional el tema de las condiciones de vida y de trabajo de los peones bananeros en la zona atlántica, a la vez que realiza una furibunda crítica a la explotación extranjera y a diversas instituciones cómplices de esa situación, entre ellas la iglesia. En cierta manera, esta obra constituye un antecedente directo de Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas, publicada diez años después. Sin embargo, esa es la Carmen Lyra menos conocida; a quien recoge la historia literaria es la autora de Cuentos de mi tía Panchita, conjunto de cuentos en los que reelabora y adapta al español costarricense relatos de raíz folklórica provenientes de la tradición del cuento popular europeo y de la tradición oral afrocaribeña. Hay ahí, sin duda, una reducción ideológica de la escritora al rol que le correspondía como educadora, según la tradición de la escritura femenina, y no al de mujer revolucionaria y luchadora social.
En esa misma línea, de una escritura comprometida con las causas sociales desde una militancia de izquierda, debe mencionarse también a Luisa González (1904-1999), educadora literata y ensayista costarricense, quien fue dirigente del Partido Vanguardia popular, de orientación comunista y fundadora de la Unión de Mujeres Carmen Lyra, de la que luego surgiría la Alianza de Mujeres Costarricenses. Su obra más conocida es A ras del suelo (1970), cuya trama desarrolla lo que sería su ideario para la superación de las mujeres: educación y participación política.
Merece resaltarse también a la poeta y ensayista guatemalteca Alaíde Foppa (1914-1980), pionera del movimiento feminista en México, donde vivió muchos años, y también con un gran trabajo en ese país como activista y promotora cultural, al lado de Elena Poniatowska y Margarita Peña, entre otras, así como traductora y profesora universitaria, siempre con la preocupación de ahondar sobre la problemática de las mujeres. Regresó a Guatemala en 1980, donde el ejército guatemalteco la detuvo e hizo desaparecer. Hasta 1977 escribió sobre todo poesía intimista, pero en sus últimos años publicó ensayos políticos, lo que sin duda motivó la reacción militar que llevó a su asesinato, luego de la muerte trágica de su marido en México y el asesinato de uno de sus hijos por parte de las fuerzas reaccionarias guatemaltecas.
En esta sección del mapa literario es necesario referirse a dos escritoras de estatura continental, ambas costarricenses, y que son las dos escritoras más importantes en la historia literaria de este país. Y cuando decimos las dos escritoras más importantes, podemos afirmar que ese juicio podría comprender a escritoras y escritores. La primera de ellas es Eunice Odio, la poeta más importante de la literatura costarricense y, quizás, de la literatura centroamericana. Junto con Yolanda Oreamuno y Carmen Lyra integra el trío más relevante en la historia literaria de Costa Rica.
Eunice Odio (1919-1974) es un caso muy particular, junto a Yolanda Oreamuno (1916-1956), ligadas por una historia y un destino similares. Cada cual dejó su patria natal desde su juventud, pues no se sentían cómodas en el país por su carácter sumamente conservador, pasaron por Guatemala y acabaron en México, luego de vidas personales bastante complicadas2. Ambas vivieron siempre muy resentidas con Costa Rica; a Odio se le debe el adjetivo «costarrisible» para referirse al país, a su gente y a sus costumbres. Esta escritora tomó primero la nacionalidad guatemalteca y luego la mexicana, lo mismo que Oreamuno, como una manera de renuncia a su país de origen. Ambas se han convertido en verdaderos mitos de la historia literaria y cultural del país, por la época que vivieron marcada por una cultura patriarcal, por las actitudes transgresivas que mostraron, así como por sus trágicas historias personales. Sus tres obras principales aparecieron fuera del país: Los elementos terrestres (1947) en Guatemala; Zona en territorio del alba (1953) en Buenos Aires, y El tránsito de fuego (1957) en El Salvador. Debe anotarse que, en vida, esos títulos no alcanzaron mayor reconocimiento literario. El reconocimiento a su calidad, otras ediciones importantes de sus libros, así como múltiples estudios sobre su obra han sido llevados a cabo en Costa Rica posteriores a su muerte3.
Eunice Odio, considerada hoy la más grande escritora costarricense del siglo xx, mantuvo un ligamen con círculos esotéricos en toda América. Su poesía incorpora modalidades procedentes de los movimientos de vanguardia, con una imaginación surrealista del mundo, la búsqueda siempre infecunda del sentido existencial, la certidumbre de la soledad como condición humana, así como un gran erotismo y sensualidad, estos últimos muy presentes en Los elementos terrestres (1947), un canto a la entrega entre amantes, donde se perciben ecos de San Juan de la Cruz, del Cantar de los Cantares y de otros textos bíblicos. Su siguiente poemario, Zona en territorio del alba (1953), publicado en Argentina, es más audaz, con imágenes surrealistas rompedoras; es considerado el mayor aporte de la poeta a la vanguardia. Su prosa va por otros caminos, definida como acerada y contundente. Tránsito de fuego es un largo poema dialogado, dividido en cuatro partes y de carácter alegórico-dramático, de un carácter bastante hermético4.
A Yolanda Oreamuno, en cuanto persona, la sociedad de entonces la consideró una de las mujeres más hermosas del país en su época, lo que hizo que prestigiosos pintores la tomaran como modelo para diversos retratos. Al igual que Eunice Odio, tuvo una historia trágica —el suicidio de su primer marido cuando ella no tenía ni 20 años—, marcada por la soledad y la enfermedad. Murió en México en la casa de Eunice Odio, quien era su gran amiga. Fue también amiga de otra costarricense que estaba también en México en ese momento, la cantante Chavela Vargas5. Ahí estaban entonces, reunidas en ese momento, las tres más grandes mujeres de la historia cultural costarricense.
Su primer texto, escrito a los 17 años, el ensayo «¿Qué hora es?» (1938), es pionero en el análisis de la situación de la mujer centroamericana de la época, por el cuestionamiento que hace de la ausencia de posibilidades para las jóvenes de desarrollar un proyecto de vida personal. En él critica las doctrinas patriarcales y la frivolidad que caracterizan a la educación y a la formación cultural estipulada para la mujer:
«¡Que no haga la mujer poses de feminista, mientras no haya conseguido la liberación de su intelecto, de lo mejor de ella misma preso dentro de su propio cuerpo! Nunca hay que olvidar que la tarea se acomete por el principio. El feminismo que busca reivindicaciones “políticas”, sin haber conseguido otro éxito que el de ponernos tacones bajos y el cortarnos el pelo, será por fuerza un movimiento equivocado mientras no le quite a la mujer el prejuicio de que el hombre debe mantenerla y mientras no borre de la masa cerebral femenina el “miedo de decir”, el decir mal, y la deliberada tendencia a ignorar todo lo que no sean nuestros mediocres y pequeños problemas individuales […]. No sabemos de nosotras mismas sino lo que el hombre nos ha enseñado»6.
La novela La ruta de su evasión (1949) es su obra más importante. La década de los años 40 había estado marcada por la literatura realista, política, la llamada novela de la tierra; Oreamuno no siguió esa vía; optó por el psicoanálisis y el monólogo interior, y en ese sentido fue precursora en el país y en la región de ese cambio fundamental en la escritura literaria. En su novela, profundiza en la psicología de los personajes; desde su lecho de muerte, la protagonista recrea distintos episodios de su vida matrimonial, situaciones de soledad e insatisfacción, producto de la exclusión y la violencia física y sicológica que sufre por parte de su pareja. En suma, el punto medular de La ruta de su evasión es el universo femenino, en especial el papel subordinado de la mujer y la injusticia que vive dentro del ámbito familiar. En una carta a Joaquín García Monge, editor de Repertorio Americano, del cual era muy cercana, escribió: «Costa Rica estaba decidida a acabar conmigo para poder cantar mis leyendas libremente, mi existencia humana de mujer les molestaba. Yo era demasiado buena para lo mala que me hubieran deseado, o demasiado mala para lo buena que me trataban de hacer … Les dejo mi leyenda para que se distraigan»7.
Últimas décadas del siglo xx
En la historia más reciente ha habido cambios profundos en las condiciones de producción textual, pero también en el campo político de Centroamérica. Las décadas de 1970 y 1980 estuvieron marcadas por los conflictos armados, y en lo textual por el alto número de testimonios producidos; el papel de las mujeres como autoras de muchos de esos testimonios fue central. Era algo que se venía viendo desde los años 60, lo que ya mostraba una fuerte irrupción de la literatura de mujeres de una manera mucho más amplia que en las décadas pasadas. El siglo xx, bien sabemos, fue un siglo contradictorio y violento, pero también de liberación y presencia de nuevos sujetos sociales hasta entonces reprimidos. La mayoría de los países de la región centroamericana estuvieron gobernados por dictaduras en algún momento, lo que produjo guerras civiles, particularmente a partir de los años 60 años en los que la vida y la escritura de muchas mujeres estuvieron inmersas en experiencias de autoritarismo, prisión, exilio, tortura, violencia y censura. Al mismo tiempo, ese período vio el surgimiento de nuevas sensibilidades; algunas podrían ser calificadas como feministas, otras no, pero sus obras y su vida manifestaban la manera como esas mujeres participaron también en la lucha contra los regímenes autoritarios en la región.
La lucha textual en ese período se decantó por el concepto de literatura como arma ideológica. La forma literaria que predominaba ampliamente sería la testimonial; es cierto que algunos de los testimonios más mencionados y conocidos son Miguel Mármol (1972), del salvadoreño Roque Dalton; Los días de la selva (1980), del guatemalteco Mario Payeras; La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982), del nicaragüense Omar Cabezas. Pero también un testimonio fundamental como es Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983), de la líder indígena guatemalteca Rigoberta Menchú; la salvadoreña Ana Guadalupe Martínez publicó en 1979, en México, su testimonio Las cárceles clandestinas de El Salvador. Luego vendría Claribel Alegría, con No me agarran viva: la mujer salvadoreña en la lucha, escrita en colaboración con su marido Darwin J. Flakoll, de 1983, y también Para romper el silencio: resistencia y lucha en las cárceles salvadoreñas, de 1984. Asimismo, el testimonio Nunca estuve sola, de la salvadoreña Nidia Díaz, de 1988. También cabe mencionar Este es mi testimonio. María Teresa Tula, luchadora pro-derechos humanos de El Salvador, de Tula y de la norteamericana Lynn Stephen como editora del texto. Interesante este último caso porque Tula, en una situación semejante a la de la antropóloga venezolano-francesa Elizabeth Burgos con Menchú, pero sin generarse conflictos por la autoría como sí sucedió con estas últimas, tuvo a cargo el trabajo de investigación, traducción y edición del libro, que apareció primero publicado en inglés, en 1994; la publicación en español es de 1995, y es una traducción de esa primera publicación en inglés. La guatemalteca Yolanda Colom escribió Mujeres en la alborada, publicado en 1998, pero escrito a inicios de los noventa.
Es de notar, así, la abundante presencia de testimonios escritos por mujeres. Ciertamente debe también anotarse que no se trata de una característica solo de la producción testimonial, sino de la producción literaria en general, con lo que la «autoridad autoral» y la perspectiva de la literatura como actividad típicamente masculina, dominante hasta entonces, fue definitivamente rota en las últimas décadas del siglo xx. La función de reconstrucción histórica por parte del testimonio de la experiencia recientemente vivida, así como la urgente interpretación de esa inmediatez aportada por el testimonio, fue una función que recayó sobre todo en las mujeres autoras. La intención de esos textos, y esto nos lleva a otro aspecto interesante de la caída de un modelo de escritura literaria, nunca fue constituir, de entrada, un texto literario, sobre todo si tomamos en cuenta que esos textos fueron escritos por mujeres que, en su mayoría, no habían tenido previamente ninguna experiencia con la escritura de libros. Muchas de esas mujeres tomaron primero las armas, el monte o la clandestinidad, y luego tomaron la palabra para seguir su lucha mediante la escritura, sobre todo para dejar memoria de lo que estaba aconteciendo en esos años aciagos de la historia centroamericana y de su propia condición de mujeres revolucionarias.
Después de los conflictos bélicos, la política de los cuerpos
La relación entre el cuerpo y la violencia ocupa un lugar central en las experiencias narradas, en la medida en que los gobiernos de turno pusieron en práctica estructuras de control institucional para cercenar los cuerpos, lo que incluía la detención, la prisión, la tortura y la muerte. Las mujeres eran particularmente vulnerables bajo esos regímenes; a algunas de las escritoras las apresaron o exiliaron. Por ello sus testimonios expresan la resistencia política, al expresar una posición contra los métodos sancionados por el Estado para provocar miedo, pero también contra el machismo —de derecha e izquierda— y la invisibilización social.
Esa escritura femenina documenta eventos traumáticos que no constan en los archivos oficiales y por eso tienen una gran importancia para la reconstrucción de la memoria histórica. Esta función no fue exclusiva del testimonio, sino que ha sido retomada por la literatura de ficción que diversas mujeres han venido escribiendo luego de la finalización de los conflictos armados y que les permite abordar otras problemáticas sociales post-conflicto, a menudo combinadas con las problemáticas que aún siguen viviendo las mujeres por su condición misma. Es el caso de la escritora guatemalteca Carol Zardetto, y su novela Con pasión absoluta (2005). La trama está constituida por un entretejido de historias que tiene como centro el retorno de una mujer, Irene, a Guatemala, adonde había jurado no volver. La novela narra la vida de varias generaciones y cómo las relaciones de autoritarismo se van expandiendo desde el poder hegemónico hacia todas las relaciones. Las mujeres protagónicas tratan de huir de esa situación volviéndose voluntariamente marginales, o bien sucumben a ella. Otro aspecto es la relación con el deseo, tan ausente en la producción testimonial; frente a las relaciones de poder, el deseo se vuelve escurridizo: sin poder establecer una conexión con su deseo, los personajes pierden la dimensión de su destino. La trama se mueve, entonces, entre la esfera íntima, personal y la conflictiva historia política. Podríamos decir que la novela de Zardetto es, en cierta manera, emblemática de esta nueva sensibilidad de la literatura de mujeres post-conflicto.
No se podría dejar de mencionar en este apartado a la que quizás es la escritora centroamericana más notoria y de mayor proyección internacional, como es la nicaragüense Gioconda Belli. En sus novelas se funden lo mítico, lo erótico y lo político, aspectos que la crítica ha reconocido como uno de los principales aportes estéticos de su obra, aparte de manifestar una clara conciencia sobre la condición de las mujeres en la sociedad. Es el caso de su primera y quizás más conocida novela, La mujer habitada (1988), en que se mezclan lo ancestral histórico y el presente político nicaragüense con la concienciación femenina. Sus preocupaciones feministas serán ampliamente desarrolladas en la novela Sofía de los presagios (1990), con una reflexión acerca de la construcción de las identidades femenina y masculina y las relaciones de pareja, en tanto El país bajo mi piel. Memorias de amor y de guerra (2001), especie de crónica personal, narra, desde su perspectiva de mujer, el horror y la crudeza de la guerra, de los errores y desafíos, así como los triunfos y derrotas de los protagonistas de la historia contemporánea de Nicaragua.
Este mismo tipo de preocupaciones lo encontraremos en escritoras como las panameñas Rosa María Britton (1936), en cuya obra se mezclan los matices de la vida cotidiana con temas como la identidad, la memoria y la cuestión nacional, tema siempre muy presente en la literatura panameña, como sucede también con Gloria Guardia (1940-2019). Con una exploración incisiva de las causas del comportamiento incongruente y abusivo de las clases dominantes, hace denuncias claras del atropello imperialista sufrido por Panamá, y en lo personal busca la reivindicación de la voz, del proceder y del pensamiento femeninos.
En el paso de la década de 1960 a la siguiente merece destacarse de Costa Rica a la narradora, poeta, dramaturga y ensayista Carmen Naranjo (1928-2012), una de las principales modernizadoras y renovadoras de la narrativa costarricense. Con su obra la narrativa costarricense rompe de manera decisiva con el verosímil realista, cuya presencia había sido tan fuerte hasta entonces. Así, continúa con fuerza la línea de trabajo literario de Yolanda Oreamuno iniciada varias décadas antes. En la narrativa de Naranjo está muy presente la problemática femenina a través de mujeres protagónicas muy fuertes y mediante una pluralidad de voces y puntos de vista heterogéneos.
A partir de la década de 1970 comienza a desarrollarse otra serie literaria en la literatura de mujeres que sigue otra dirección, la cual tiene que ver con una mayor libertad en relación con el cuerpo, o para decirlo de otra manera, con las políticas del cuerpo. Fue un período –el cual todavía estamos viviendo– de redescubrimiento y reconceptualización del cuerpo femenino, en sí mismo, en su dimensión personal, pero también en relación con la sociedad. Esas escritoras proponen una desestructuración de los formatos sociales que regulaban el cuerpo femenino y los discursos sociales imperantes sobre estos. Al introducir cambios en las maneras de representarlo, lo liberaron de definiciones esencialistas de la subjetividad femenina y se comenzó a dar una revuelta por la emancipación, rechazando órdenes prescritos o roles predeterminados, en una búsqueda por crear un nuevo mapa del cuerpo.
Un caso particular es el de la guatemalteca Margarita Azurdia (1931-1998). Quienes la conocieron la recuerdan como una mujer excéntrica, cosmopolita, muy liberada. Es así como en su primer libro de poemas se autodenominó, de manera francamente transgresiva, «Margarita, Rica Rica Dinamita». Quizás Azurdia es una de las primeras artistas en la región que trata el tema escabroso del lesbianismo, y en una sociedad como la guatemalteca, altamente religiosa y conservadora. Otro caso por resaltar es el de la también guatemalteca Ana María Rodas (1937), con su conocido poemario Poemas de la izquierda erótica (1973), libro clave de la poesía centroamericana, dentro de esta nueva sensibilidad que señalamos, que desarrolla una postura política radical ante la vida, el cuerpo y la sexualidad de las mujeres. También en sus cuentos encontraremos tratado el tema de la sensualidad del cuerpo femenino, la crítica a la desigualdad erótica de la mujer y el derecho al ejercicio de su sexualidad. Como lo dice en uno de sus poemas:
Lavémonos el pelo
y desnudemos el cuerpo.
Yo tengo y tú también
hermana
dos pechos
y dos piernas y una vulva.
No somos criaturas
que subsisten con suspiros.
Ya no sonriamos
ya no más falsas vírgenes.
Ni mártires que esperan en la cama
el salivazo ocasional del macho.
Tal como el título del poemario lo indica, otro aspecto muy presente es el político, al juzgar la conducta de parte del compañero revolucionario de una manera contundente, para mostrar sus contradicciones entre los planos político/revolucionario y amoroso:
Mírame.
Yo soy esos torturados que describes
esos pies
esas manos mutiladas.
Soy el símbolo
de todo lo que habrás de aniquilar
para dejar de ser humana
y adquirir el perfil de Ubico
de Somoza
de cualquier tirano de esos
con los que juegas
y que te sirven, como yo para armarte
un escenario inmenso.
Todo ello hace de Ana María Rodas un referente ineludible de la literatura de mujeres en Centroamérica. Más contemporáneamente, la salvadoreña Jacinta Escudos (1961) se presenta, a través de sus cuentos y novelas, como una de las más importantes narradoras actuales de la región, con novelas como El desencanto (2001) y A-B Sudario (2003), entre otras, en donde nos enfrenta a situaciones traumáticas, eróticas que ponen en entredicho, de manera cómica, pero también cáustica y dolorosa las relaciones de pareja. En general, su obra evidencia un interés por presentar la situación subordinada de la mujer y la violencia cotidiana que sufre, como se muestra, por ejemplo, en sus cuentos de Felicidad doméstica y otras cosas aterradoras (2002). Dentro de esta misma línea de tratamiento de una nueva sensibilidad femenina en el tratamiento de las relaciones de pareja y de la sexualidad femenina, también están las costarricenses Ana Istarú (1960) y Anacristina Rossi (1952). La primera con obras como La estación de fiebre (1983), Baby boom en el paraíso (1995) y Hombres en escabeche (1999), con una voz poética llena de sensualidad y erotismo con la que reivindica el goce sexual femenino y la experiencia de la maternidad, y un teatro en el que trata con humor e ironía los estereotipos tradicionales sobre la sexualidad y la maternidad. Anacristina Rossi, con la novela María la noche (1985), cuentos eróticos como los de Situaciones conyugales (1993), o su última publicación Tocar a Diana (2019), un canto a la vitalidad y libertad sexual de las mujeres.
En lo que se refiere a literatura lésbica, el primer poemario publicado en Costa Rica es Hasta me da miedo decirlo (1987), de Nidia Barboza, con la radicalidad con que ella lo hace, mediante un yo y un tú líricos claramente femeninos a la hora de declarar y manifestarse su amor. Hoy es un libro casi inhallable, que extrañamente no ha sido reeditado, cuando ya las condiciones históricas de legibilidad han cambiado radicalmente desde el momento en que salió. Un caso particular es el de una de las más reconocidas novelistas costarricenses, la ya mencionada Carmen Naranjo, con una profusa obra, pero quien solo en su última novela, Más allá del Parismina (2000), tocó el tema de un amor lésbico, cuando Isabel huye a un territorio mítico, más allá del río Parismina, como una salida a la violencia de género que había sufrido, luego de pasar por diversas y frustrantes experiencias amorosas, para terminar conviviendo con una pareja femenina. Podríamos leer esta novela como un arreglo de cuentas de la escritora consigo misma, el medio del que se sirve la autora para escribir una historia en la cual entrega un testimonio literario de su propia condición lesbiana, lo que no había hecho antes en ninguna de sus obras.
Los márgenes sitian el centro de la institución literaria. Fuentes para su estudio
Este repaso general sobre la literatura de mujeres en Centroamérica no podría cerrarse sin señalar a algunas de las autoras indígenas que ocupan ya un lugar importante en la producción literaria de la región. La gran mayoría de ellas son escritoras mayas guatemaltecas, y el nombre que inmediatamente podemos citar es el de la ya mencionada Rigoberta Menchú, pero también están muchas otras, como Maya Rossana Cu Choc (1968), con publicaciones en diversas revistas y antologías; igualmente, Calixta Gabriel Xiquín, Rosa Chávez Juárez, Ingrid Sajmoló Guch, Sonia Eugenia Sum López, entre otras. Entre las fuentes importantes para su estudio, además de artículos y ponencias presentadas en diversos congresos, tenemos los libros: Literaturas indígenas de Centroamérica (2002), de Magda Zavala y Seidy Araya, sobre escritores y escritoras en general; la antología Transitando entre la subjetividad poética y la comunicación. Antología de poetas guatemaltecas (2008), de Rossana Estrada, y de manera particular sobre mujeres mayas escritoras el importante y pormenorizado estudio La escritura de poetas mayas contemporáneas producida desde excéntricos espacios identitarios (2015), de Consuelo Meza y Aída Toledo.
Asimismo, la presencia de mujeres afrocentroamericanas, garífunas y criollas es cada vez mayor en el mapa literario centroamericano: Yolanda Rossman (1961), Déborah Robb (1965) y Andira Watson (1977), de Nicaragua; Eulalia Bernard (1935), Delia McDonald (1965) y Shirley Campbell Barr (1965), de Costa Rica; Nora Murillo (1964), Lecian Haye Francis (1962), garífunas guatemaltecas; Xiomara Cacho (1968), garífuna de Honduras; en Panamá Eyra Harbar y Lucy Cristina Chau (1971), pero son muchas más. Una fuente importante para su estudio es la compilación de artículos Mujeres en las literaturas indígenas y afrodescendientes en América Central (2015), de las compiladoras Consuelo Meza y Magda Zavala.
La publicación de los libros de las autoras de estos dos últimos grupos es, en sí misma, un acto, una performance de gran significado político y cultural para nuestro medio. El valor enunciativo de su publicación nos plantea, de frente, una relectura del Estado nacional, del papel de sus instituciones como agentes conservadores o modificadores, así como de nuestra propia concepción de cultura, no pocas veces reacia a reconocer, desde una centralidad hegemónica, la presencia viva de otras culturas y otras literaturas que habían quedado confinadas a su oralidad, al margen de las historias literarias nacionales. De ahí el papel preponderante que tiene la institución literaria, y el libro en particular, como espacio privilegiado de condensación social, y su contribución como agente provocador de cambios en los ámbitos cultural y político.
Toda esa producción está rompiendo en la región centroamericana el espejo narcisista nacional de ciertos sectores cuando grupos, históricamente marginalizados, toman la palabra y producen sus propios discursos: ahí estamos hablando de los nuevos papeles políticos asumidos por las mujeres en general, por los grupos indígenas y negros, la emergencia de nuevas identidades sexuales y sus posibilidades de expresión dentro de las instituciones, de manera particular en la literatura, en tanto aparato institucional de construcción de imaginarios e identidades colectivas. Una muestra de ello son los libros de crónicas Atrevidas: relatos polifónicos de mujeres trans (2019), de Camila Schumacher (1977) y Fieras domésticas, también de 2019, de María Montero (1970), quien es también fina y aguda poeta, autora de un poemario esencial como es La mano suicida (2000). Fieras domésticas ofrece una colección de pequeñas crónicas sobre distintos personajes populares, hombres y mujeres, de la fauna citadina costarricense, con una prosa depurada, llena de originales imágenes para describir a esos personajes anónimos que están ahí, a nuestro alrededor, a los que apenas si percibíamos pero que Montero convierte en personajes literarios.
En el sentido que le dan Gilles Deleuze y Felix Guattari, podemos entender esas producciones textuales como literaturas menores, no como literaturas de menor categoría o que se escriben en un idioma menor, sino la literatura que grupos minorizados escriben dentro de una lengua mayor hegemónica, y de esa manera la modifica, la trastrueca, la redefine, a través de su función de práctica social contramayor. La lengua literaria mayor que hoy se escribe y publica en Centroamérica ya no puede prescindir de la presencia de lo que, a través de los años, han venido haciendo esas literaturas menores, revolviendo y reordenando las lenguas literarias nacionales y la regional en su conjunto, que hoy ya no es un closet cerrado sino, felizmente, una sala abierta de múltiples ventanas.
Bibliografía de referencia
Chacón, Albino, ed. Diccionario de la literatura centroamericana. San José: Editorial Universidad Nacional / Editorial Costa Rica, 2011.
Contreras Cañas, Rafaela. Rafaela Contreras Cañas, musa inaugural de la literatura costarricense. San José: Universidad Autónoma de Centroamérica, 1990.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. Kafka. Pour une littérature mineure. Paris: Les Éditions de Minuit, 1975.
Estrada, Rossana. Transitando entre la subjetividad poética y la comunicación. Antología de poetas guatemaltecas. Guatemala: Universidad de San Carlos, 2008.
Liscano, Juan (1975). Eunice Odio. Antología rescate de un gran poeta. Caracas: Monte Ávila Editores, 1975.
Meza, Consuelo y Aída Toledo. La escritura de poetas mayas contemporáneas producida desde excéntricos espacios identitarios. México: Universidad Autónoma de Aguas Calientes, 2015.
Meza, Consuelo y Magda Zavala, eds. Mujeres en las literaturas indígenas y afrodescendientes en América Central. México: Universidad Autónoma de Aguas Calientes, 2015.
Odio, Eunice. Obras completas. Ed. P. von Mayer. Heredia: Editorial Universidad Nacional / Editorial Universidad de Costa Rica, 1996. Tres tomos.
Umaña, Helen. La palabra iluminada. El discurso poético en Honduras. Guatemala: Letra Negra Editores, 2006.
Zavala, Magda y Seidy Araya. Literaturas indígenas de Centroamérica. Heredia: Editorial Universidad Nacional, 2002.
1 Lejos de una intención exhaustiva para la índole de un trabajo como el presente, intentamos trazar las principales tendencias que encontramos en la literatura de mujeres escritoras centroamericanas; por eso hablamos de bloques o grupos, como principio de organización y como puerta de entrada a un mundo de creación de muy amplios horizontes.
2 Ambas murieron muy jóvenes, Yolanda Oreamuno a sus 40 años, Eunice Odio a sus 55. A esta última la encontraron en su habitación después de ocho días de muerta.
3 Hay una cuidadosa edición de las Obras completas de Eunice Odio, aparecida en 1996, publicada por la Editorial de la Universidad Nacional. De Yolanda Oreamuno no se han publicado sus obras completas y aún hay textos poco conocidos, incluso se sabe de algunos que existieron, pero aún no se han localizado.
4 Eunice Odio tuvo como su gran admirador en Venezuela al poeta y crítico Juan Liscano, quien en 1975 publicó en Caracas una antología: Eunice Odio: antología de un gran poeta (Caracas: Monte Ávila, 1975).
5 María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano (1919-2012), conocida como Chavela Vargas, nacida en San Joaquín de Flores, en Heredia, Costa Rica, salió de su país rumbo a México cuando tenía 17 años, aparentemente huyendo de un matrimonio que quería imponerle su familia, en cuyo seno también sufrió diversas formas de violencia y acoso. Su salida del país fue una verdadera huida de ese entorno aterrador.
6 Yolanda Oreamuno, «Medios que usted sugiere al Colegio para librar a la mujer costarricense de la frivolidad ambiente», Repertorio Americano xxxvi, 2 (1938): 23 y 23.
7 Y se convirtió en una leyenda sobre la que ya se ha escrito y dicho en abundancia. El nicaragüense Sergio Ramírez escribió una novela, La fugitiva (2011), referida la vida de esta escritora costarricense. El fragmento citado procede de una reproducción de la carta que Oreamuno le envió a Joaquín García Monge en 1947. Fue reproducida en un artículo publicado por Eugenio García Carrillo, el hijo de García Monge, en su artículo «Combinación de criolla y francesa es peligrosa», en La Prensa Libre del 13 de junio de 1970.