Artículo de: Carlos Francisco Monge Meza
DOSCIENTOS AÑOS DE
POESÍA CENTROAMERICANA
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Unas pocas palabras sobre el título de estas páginas: ¿poesía centroamericana o poesía en Centroamérica? Si es temerario suponer la existencia de una poesía característicamente centroamericana (como se podría hablar sobre el vino de Chile o la lengua de los aztecas), más lo es creer que la poesía es un absoluto ubicuo, que se instala de pronto en un lugar. Hablar de la poesía en Centroamérica equivaldría a pensar que en cualquier lugar se manifiesta sin diferencias ni particularidades. La poesía, como todo hecho de la cultura, está arraigada en la historia. Puede que en la centroamericana han privado las afinidades, más que las influencias internas entre un período y el siguiente, que le han dado cierta unidad, si no aparente, deshilvanada.
No es aventurado sostener que la poesía centroamericana nació con la proclama de independencia de las pequeñas provincias que hacia 1821 integraban el Reino de Guatemala, si no fuera porque rastrear sus orígenes, inciertos y difusos,llevaría a considerar solo algunos indicios del período colonial, circunscritos a los limitados espacios de la cultura letrada. Es preferible pensar en la descripción y análisis de un corpus más delineado, que empieza a ser visible desde las primeras décadas del siglo xix, que fue creciendo y diversificándose hasta lo que presenta hoy día como poesía centroamericana. Para la breve historia moderna del istmo centroamericano, doscientos años de poesía no son poco; aun dentro de esa relativa brevedad, la descripción cronológica, incluidos los análisis y comentarios que se pudiesen emprender de lo hecho hasta hoy se hacen más laboriosos por la variedad de manifestaciones, que van desde millares de poemas de ocasión hasta proyectos monumentales de épica histórica, y entre ambos extremos la lírica esteticista, la poesía patriótica (o simplemente patriotera), los altisonantes versos laudatorios, himnos a la naturaleza, poesía revolucionaria y otros modos y modas más.
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Al final de su vida, el ecuatoriano-guatemalteco Rafael García Goyena (1766-1823) escribió un «Canto a la independencia de Guatemala», de exaltado tono con el que invoca a los dioses del Olimpo, según los tópicos y retórica del neoclásico español, a favor de los sueños de libertad y clemencia para «los hijos de Kachiquel». Es un ejemplo del fuerte lazo que unió la poesía centroamericana decimonónica con la neoclásica peninsular, mediante la influencia de la poesía novohispana. Por su fecha de composición, constituye uno de los primeros ejemplos de poesía exaltadora de la libertad y la independencia, anunciadora de la poesía patriótica que se desarrollaría poco después en la región. La reunión de sus Fábulas y poesías se publicó en 18251.
Los convulsos movimientos políticos y sociales centroamericanos, originados casi al día siguiente de la declaratoria de independencia en 1821, fueron el origen y motivación de numerosa poesía cívica o patriótica, cuyo cultivo se prolongó durante casi todo el siglo xix. En 1845 el poeta guatemalteco Juan Diéguez Olaverri (1813-1866) publicó su poema «La independencia», en el que con no menos exaltación que la de García Goyena, aunque menos libresca, se decanta por un lenguaje próximo al estilo declamatorio del romanticismo (a lo Espronceda). Lo escribió a propósito de las conmemoraciones del primer cuarto de siglo de independencia. También merece atención el Clarín patriótico, de Tadeo N. Gómez, que entre la exhortación al combate, los laudos a los jefes de la lucha liberadora y algunos pasajes de notable lirismo, el poeta denuncia el inicuo espectáculo de la invasión mercenaria de 1856 a Centroamérica2. Aquel conjunto adoptó un tono que con frecuencia se usó en la poesía cívica decimonónica: la alabanza a los héroes, algunos de los cuales no fueron sino dirigentes con buena cuota de poder político. Gómez exalta la figura del presidente costarricense Juan Rafael Mora, como lo había hecho a su manera en 1827 el salvadoreño Miguel Ángel Álvarez Castro (1795-1856) en la oda «Al ciudadano José Cecilio del Valle»3, Francisco Díaz con el «Himno patriótico» , hacia 1840, o Eduardo Hall con «A Centro América».
La poesía patriótica pronto se combinó con la de encomio a las bellezas naturales de la patria y al simbolismo espiritual que los autores le otorgaron en sus versos. Así lo hace Diégez Olaverri en «A los Cuchumanes»4, Alberto Mencos en «El quetzal»5, José Flamenco en «A la patria»6, y José Batres Montúfar en «El volcán Agua»7. En su extensión natural, social y política, la patria constituye uno de los motivos en la poesía decimonónica del istmo, como también el que resulta de una convergencia de la herencia del neoclasicismo español y el movimiento romántico, a través de la poesía novohispana. De esos modos neoclásico y romántico que se expandieron a lo largo de casi todo el siglo xix también abundan la poesía de tema amoroso y la satírico-burlesca o satírico-moral. De la primera no podría esperarse otra cosa, connatural al talante lírico del género: poesía lírico-sentimental que retoma, adopta y adapta temas y motivos del Hugo, de Lamartine, de Musset, de Byron, de Espronceda o, más tardíamente, de Bécquer. Como también en el siglo xx, la poesía lírico-sentimental ha sido la más abundante aunque no la más reconocida. El canon literario forjado a lo largo de dos centurias se ha inclinado por otros asuntos, de índole social, política o histórica, sobre lo cual volveremos más adelante. La amorosa decimonónica suele ser poesía de ocasión: celebraciones, homenajes, epitalamios, misivas, madrigales, poesía para álbum. Si hablamos del romanticismo, el centroamericano —como el de Hispanoamérica en general— se escindió en sus principales ramales: el patriótico, de exaltación a héroes y sucesos, y el sentimental.
La poesía satírico-burlesca hinca sus raíces en los versos moralistas habituales en el neoclasicismo, pero encuentra inmejorable espacio en la necesidad de reprobar o motejar, fuese el otro, fuese el al otro, al adversario político, al gobernante, al privilegiado, o bien a personajes dignos de escarnio y vituperio. Tuvo durante el siglo xix un marcado desarrollo y un notable éxito entre los lectores. Por su propia índole, es una poesía fácil, divertida, frívola y por ello popular; es decir, que se leía profusamente, no que se originase en el pueblo. Se tiene noticia de una «Cartilla irónica para entrar a la moda», escrita casi clandestinamente hacia 1806, por el militar José Tomás de Adalid y Gamero (1771-1811), que se difundió en copias manuscritas, aunque no llegó a publicarse en vida de su autor8. En 1867 aparecieron las Poesías satíricas y burlescas, de Antonio José de Irisarri (1786-1868)9, conjunto de poemas, fábulas y epigramas, posiblemente escritos desde 1820. Como sus biógrafos lo han señalado, Irisarri fue un poeta nacido en Guatemala, aunque buena parte de su trayectoria y de su labor literaria las desarrolló en otros países, especialmente en Chile, donde además escribió notables estudios filológicos. Sus versos constituyen un preciso ejemplo de la poesía satírica y festiva que se escribió en América Central a mediados del siglo xix; una mezcla de tonos reflexivos y admonitorios extraídos del neoclasicismo aprendido localmente, y la energía expresiva de un moralista que no perdió la sonrisa, a veces humorística y otras teñida de mordacidad e ingenio. Su poema «El bochinche», antologado con frecuencia, ejemplifica la confluencia de la sátira, la crítica política y el humor10. El bochinche no es pasajero ni ocasional; es el rasgo esencial y permanente de la realidad política de las republicas americanas, sinónimo de ineptiud, ignorancia, desgobierno; «el orden constante del desorden», dice el poeta. Versos satíricos escribieron muchos otros poetas ocasionalmente: Rafael García Goyena, José Batres Montúfar, Joaquín Vasconcelos, Francisco Díaz, Antonio Guevara Valdés.
Vistas en su conjunto, la poesía satírica es la contraparte de la poesía patriótica. Mientras esta conserva la fe en la nación y en sus atributos como madre, diosa o vergel, la satírica es un dechado de escepticismo y escarnio. Con una se creyó en el presente y en el futuro; con la otra se desconfió de ambos porque se entendió la realidad histórica y política como espacio de decepciones, corruptela y decadencia.
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La bibliografía disponible muestra que hacia 1850 el cultivo de la poesía en Centroamérica era copioso y variado, particularmente en Guatemala y en El Salvador, donde la actividad editorial era destacada. La afición o el verdadero interés por la poesía, sin embargo, no era el asunto principal al que se dedicaban quienes la cultivaron, si bien lo hacían con dignidad y aplomo. No todos los poetas llegaron a reunir sus versos en libros; muchos los conservaron inéditos o bien los dejaron impresos en periódicos o en hojas sueltas. En algunos casos, otros se empeñaron en recopilar, en plan de rescate, la obra de este o aquel escritor. En esta materia, sobresalen en el desarrollo de la poesía centroamericana las recopilaciones colectivas; es decir, las antologías; varias dedicadas a un país, otras con voluntad regional. Sus editores les dieron diversos nombres: guirnaldas, parnasos, liras, florilegios, florestas, galerías. Para las limitadas condiciones socioeconómicas de la región, sorprende la cantidad de parnasos aparecidos hacia el último cuarto del siglo xix. En 1873, Rafael Uriarte publicó el primer tomo de la Galería poética centroamericana, con prólogo, notas biográficas y otras observaciones, que incluyó poetas de la región. Una segunda entrega —con la segunda edición del primer tomo y el añadido del segundo— se imprimió en 1880; ocho años después apareció el tercer tomo11. Es un trabajo admirable, por el cuidado puesto en la selección de poemas y por el esfuerzo para darles representación a las diversas formas y temas que se habían cultivado a lo largo de la segunda mitad del siglo xix. De 1882 es la edición original de El parnaso centroamericano, de José María García Salas12. Entre 1884 y 1886 apareció en El Salvador otra recopilación no menos admirable: la Guirnalda salvadoreña, de Román Mayorga Rivas; tres cargados tomos en los que se incluyen muchos autores de aquella nación, hoy olvidados si no hubiera sido por la acuciosidad del compilador13. De 1890 y 1891 son los dos tomos de Lira costarricense, que Máximo Fernández se apresuró a conformar, como respuesta a cierta frívola opinión de que en el país no se daban los poetas14. En las postrimerías del siglo se publicó en Tegucigalpa Honduras literaria (1899, cuyo tomo i reúne a los «Escritores en verso»), de Rómulo E. Durón15.
En el siglo xix centroamericano las antologías de literaturas nacionales. En general apuntan a la reafirmación de una identidad —histórica, social o cultural— y su confirmación en el campo del arte literario. Con frecuencia se ha dicho que las antologías nacionales son un proyecto político asociado a consolidar cierta idea de la nación; el epítome de una ideología: qué somos, por qué y cómo lo demostramos. La Guirlanda salvadoreña no solo congrega a numerosos poetas de mérito literario; es la exhibición de aspiraciones, sentimientos y expectativas ante la realidad y principalmente un desfile de voces que procuraban ser testimonios o intérpretes del país, de su historia, de sus relaciones sociales. La Lira costarricense, a juzgar por lo que dice el compilador en su prefacio, fue más bien una réplica a un nacionalismo lastimado. Si bien escondida o dispersa, la poesía costarricense existía y era insoslayable dar cuenta de ella… y del propio país.
Las antologías regionales fueron asunto aparte y, en cierto modo, en dirección opuesta a las nacionales. Sus compiladores se afanaron por desprenderse de los particularismos de cada país, para indagar sobre aspectos comunes e integrar en un cosmos, por pequeño que fuese, lo que en Centroamérica se producía en materia cultural. Si bien finisecular, la recopilación que mejor lo consigue es la Galería de Uriarte (cincuenta y siete poetas, trescientos setenta y nueve poemas). Con su lectura se confirma que aquella poesía corrió por los senderos del neoclasicismo español, incluida la poesía patriótica, la satírico-burlesca, la sentimental y la pedagógica. Posteriormente oyó los ecos del romanticismo europeo, incluido a veces el tono enfático y grandilocuente, y en algunos aspectos ideológicos, como la exaltación patriótica, el encomio a figuras políticas, convertidas en adalides o en héroes. Naturalmente, también una correntada de poemas lírico-sentimentales en los que las pasiones, la nostalgia, la atracción por los plenilunios y la naturaleza agreste fueron las notas más frecuentes.
No se ha estudiado con la debida atención la presencia de mujeres en el desarrollo de la poesía centroamericana. Un vistazo a las dos principales antologías del siglo xix —la de Uriarte y la de Mayorga Rivas— muestra algunas cifras: en los tres tomos de la Galería poética centroamericana (1877, 1880 y 1888) se incluye a seis escritoras; en Guirnalda salvadoreña (1884-1886), a tres. ¿Es minoría?; ¿qué duda cabe de ello en una sociedad poscolonial profundamente elitista y excluyente?. Aun así, entre esas pocas se pueden se pueden oír voces como la de Lola Montenegro (Guatemala, 1857-1933), en cuyos versos asoman temas que más tarde se formularon más y con mejor desarrollo; el principal: la reivindicación de la condición de la mujer en un mundo de iniquidades mal disimuladas. Sobre la presencia y actividad de las escritoras en las letras centroamericanas, volveremos en la sección 9 de estas páginas.
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Como todas las letras hispanoamericanas finiseculares, aquellas corrientes heredadas de Europa habían empezado a entrar en agotamiento, sobre todo en lo que —sin remedio— habría que señalar como la poesía culta, escrita por las elites artísticas e intelectuales. En Centroamérica la situación empezó a modificarse con la llegada de jóvenes generaciones de poetas que se comprendieron como tales. El oficio del poeta, si bien no lucrativo, había que distinguirlo de sus otras actividades o profesiones (periodistas, abogados, funcionarios de gobierno, maestros, etc.). Esto situó la poesía en otra dimensión, que llevó a atender un nuevo conjunto de problemas: antes que los temas de sus versos estaba el lenguaje empleado. Esto lo fueron aprendiendo de las nuevas lecturas europeas a las que poco a poco tuvieron acceso. Las primeras noticias del parnasianismo y del simbolismo empezaron a llegar a oídos de los poetas, quienes adaptaron las nuevas métricas, ritmos y léxico. Los tonos exaltados del romanticismo mermaron, lo que favoreció el interés por la palabra precisa, el ritmo elegante, a imitación de los nuevos poetas franceses y, sobre todo, lo que los propios escritores entendían como la musicalidad. Se estaba a las puertas del esteticismo. Antes que el propio Darío, el salvadoreño Francisco Gavidia (1863-1955) había experimentado con las nuevas formas y los nuevos tonos de una poesía marcada por lo moderno, término que se fue empleando cada vez más.
Como nueva señal de su voluntad modernizadora, muchos de estos poetas se dedicaron a traducir poesía francesa, inglesa y alemana. Juan Diéguez, Joaquín Aragón y Joaquín Méndez tradujeron a Victor Hugo y a Couppée; Adolfo Rodríguez a Lord Byron, Ignacio Gómez a Thomas Gray, a Byron, a Lamartine y a Goethe; Calixto Velado a Lamartine, Eduardo Hall a Thomas Moore, Ramón Uriarte a Heine. Eran las grandes voces del romanticismo europeo, aunque también José Batres Montúfar y Juan José Micheo tradujeron poesía latina, como algunas odas de Horacio, y el mismo Batres Montúfar al parnasiano Teófilo Gautier. Este oficio de la traducción—aunque ocasional— situó a los escritores ante dos escenarios: uno, el que les permitió conocer de primera mano la literatura europea no escrita en castellano; otro, el de ejercitarse en una forma distinta de escritura, no inspirada en el yo, sino en las obras de otros. ¿Se habían sentido atrapados en la tradición española?; ¿fue la suya una aventura diletante o un deseo de superar, con sus propias manos, los límites de su formación literaria? Poco después lo haría Darío, quien tradujo a Victor Hugo , al italiano Marinetti y, a través del francés, una novela de Gorki. El ejemplo de estos poetas traductores lo siguieron otros desde los primeros decenios del siglo xx, y entre ellos uno muy llamativo: el nicaragüense Salomón de la Selva (1893-1959), quien además de haber escrito su primer libro en lengua inglesa, se dedicó a traducir poesía hispanoamericana —y la suya propia— a esa lengua, que publica en revistas literarias de Nueva York y Chicago.
La crítica suele referirse al libro Azul, de Darío, como el punto de inflexión desde el que echa a andar el movimiento modernista en Centroamérica. Eso tiene algunas inexactitudes. El emblemático libro se había publicado lejos de Centroamérica, en Valparaíso (Chile) en 1888, y solo se empezó a leer más a partir de su segunda edición, impresa en Guatemala en 1890. Gavidia, con su estancia en París entre 1885 y 1886, se familiarizó con la poesía parnasiana, alguna de la cual tradujo con dedicación y decoro16. Pero no hay que buscarle pelos a la sopa; el natural genio creador de Rubén Darío no deja lugar a especulaciones menores. Tanto Azul como Prosas profanas (1896) no solo confirmaron su extraordinario talento personal como poeta, sino también la revolución que impulsó en la poesía hispanoamericana. En Centroamérica, el modernismo echó raíces en todos los países del istmo, con sus más y sus menos, y con él se abandonó —¿para siempre?— la tradición de la poesía romántica europea.
Con esta poderosa corriente —que no escuela, como el propio Darío en varias ocasiones lo advirtió— la poesía centroamericana se transformó; se acopló al movimiento mayor de la lírica moderna, tan europea como hispanoamericana. Por los años en que aparecieron, varias de las antologías muestran la lenta pero visible transformación de la poesía en la región: entre poemas de índole romántica se oían los ecos finales de variada poesía neoclásica, pero también nuevos timbres en las voces poéticas jóvenes —incluido un Darío veinteañero— que traían otras melodías, además de registros temáticos y estilísticos. Así, el modernismo se extendió como polvorín por toda la literatura centroamericana. Lejano su más notorio adalid, nicaragüense de origen, los poetas del modernismo centroamericano desarrollaron su obra al amparo de la gran riada que corría por toda Hispanoamérica. Puede que la crítica lo haya visto como un modernismo menor, pero escritores como el hondureño Juan Ramón Molina (1875-1908), el guatemalteco Carlos Wyld Ospina (1891-1956) o los costarricenses Lisímaco Chavarría (1878-1913) y Roberto Brenes Mesén (1874-1947) se unieron a la corriente con un propósito no del todo explícito, aunque hoy mejor perfilado por la distancia temporal. El suyo consistió en un ejercicio del esteticismo en función de otras causas: la teosofía, el paisaje rural o pueblerino, los mitos y leyendas, el orientalismo, etc. Algunos más ortodoxos, como el costarricense Justo A. Facio, se sintieron más cómodos en su afinidad con la vis parnasiana. En rigor, Darío no fue un compatriota, sino el gran maestro, el oficiante mayor con quien apenas los poetas centroamericanos tuvieron comunicación personal. Darío representó un referente literario, un modelo ejemplar, pero lejos de la grey ístmica.
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El siglo xx en la poesía centroamericana se puso en marcha con un modernismo que, si bien aún vigoroso, daba sus primeras señales de lasitud. El soneto «Tuércele el cuello al cisne», nacido en 1910 de la pluma del mexicano González Martínez, más que la abjuración del modernismo fue un llamado a atender los mundos interiores, los simbólicos y los reales; ya no París, Japón o Persia, sino el vecindario, la sierra tropical en lontananza o los veleros en la mar del istmo. En suma, la vuelta a lo propio, fuese consabido o vulgar. De la interiorización espiritual fueron ejemplos el propio González Martínez (Los senderos ocultos) o Amado Nervo (Los jardines interiores); en nuestro medio Brenes Mesén (En el silencio) y Lisímaco Chavarría (Manojo de guarias). La crítica historiográfica le ha dado el nombre de posmodernismo a esta nueva etapa, originada en la entraña del modernismo. Hay poetas que en su etapa de formación fueron modernistas y luego evolucionaron hacia un tardo-modernismo al que se le inventó un nombre, al mismo tiempo distintivo y asociador.
La poesía centroamericana halló en la nueva etapa una práctica literaria acorde con las limitadas condiciones históricas y materiales de la región. Después de haber «fingido» con la retórica y los temas de un cosmopolitismo artificioso y libresco —no todos los poetas viajaron a París ni supieron de japonerías ni de jardines versallescos—, los poetas se inclinaron por el territorio natural (montañas, mares, llanuras) y el creado por mano humana (pueblos, iglesias, tranvías, callejuelas urbanas, recámaras). Además, personajes de la vida modesta, pasajes sentimentales, sucesos nimios, objetos abandonados, otrora preciados; hábitos, en fin, de la vida presente y ordinaria de la que el poeta quiere recuperar su persistencia y significado. A diferencia del nacionalismo de alguna poesía decimonónica, el posmodernismo no se entretuvo en la poesía patriótica; no fue poesía de lo nacional sino de lo cercano e íntimo.
Alguna crítica ha visto en el posmodernismo una especie de transición entre el modernismo y los movimientos de vanguardia en Hispanoamérica. Le han restado identidad, quizá por su brevedad cronológica o porque no fue una corriente vigorosa, con las innovaciones de su precedente y de su consecuente. No cabe entrar a discutir esa tesis, pero sí señalar que en Centroamérica el posmodernismo fue más bien una seña de identidad, un redescubrimiento, un retorno a las raíces de cierta poesía nacionalista escrita en el siglo xix. No poesía arcaizante, sino una vuelta a la poesía de la patria, la histórica y la interior. Esto se observa en las voces de Alfonso Guillén, Azarías H. Pallais, Rafael Arévalo Martínez, Asdrúbal Villalobos, Alfonso Cortés, Julián Marchena, Claudia Lars, Alfredo Espino, Clementina Suárez, Rafael Estrada, Manuel José Arce, entre otros tantos. Heredero confeso del modernismo, el nicaragüense Pallais reorientó su obra para dialogar al mismo tiempo con la tradición hispánica y con la etapa en ciernes: la del paisaje modesto del vecindario o el recinto, lejos de la grandilocuencia y el boato. Pallais fue un hombre de estirpe cosmopolita —se formó para el sacerdocio en Bélgica y en Roma— pero su poesía es local e interior, como lo dicen dos de sus títulos: Bello tono menor (1928) y Caminos (1931).
Con su único libro Frutos caídos (1929), la voz de Asdrúbal Villalobos, el casi olvidado poeta costarricense, representa los alcances y los límites del posmodernismo centroamericano. Llenó sus páginas con evocaciones al pueblo natal, con sus figuras, objetos y pasajes: una ventana entreabierta, la lluvia pertinaz, la soledad del cuarto, el perro faldero, el beodo que insulta a una hermosa zagala, la ermita, el campanario. El tono, los temas y la actitud del sujeto enunciador —el poeta, a fin de cuentas— muestran el mundo anodino, sin pretensiones, aislado del mundo exterior. Es la expresión del habitante modesto que ve en su pequeña ciudad semicampesina el mundo como única totalidad disponible. Como ideología literaria, el posmodernismo no es pretensioso, pero asocia la palabra poética a la historia, a la inmediata y palpable, no a los grandes discursos ni a la monserga política internacional. El suyo es un proyecto impulsado por el deseo del poeta de reconocerse en su entorno, el que de veras cuenta para existir. Pero también el posmodernismo nació limitado; apenas modificó la tradición lírica de la región; no exploró mundos (discursivos o temáticos), ni los imaginó ni inventó. Se conformó con lo evidente y prefirió el tibio espacio de los afectos menores: la nostalgia, las ilusiones privadas, los aconteceres triviales, la emoción ante el paisaje y no ante el cataclismo; no las montañas escarpadas del Olimpo, sino los «frutos caídos» del huerto familiar.
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¿Fue el vanguardismo en Centroamérica una consecuencia o una reacción al posmodernismo? Como en su momento el modernismo, los movimientos históricos de vanguardia nacieron con una vocación internacional; se originaron en Europa y se aclimataron en nuestro continente. Por su año de publicación, el primer libro de poesía vanguardista escrito por un centroamericano fue Luna Park (1923), del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. Apareció en París, mientras su joven autor —22 años— se había embarcado de aventuras a la capital francesa17, pero obedecía a la nueva sensibilidad de los tiempos modernos también germinada en Centroamérica. Los diez poemas que lo componen son un homenaje y al mismo tiempo un acto de desafío emocional a las amenazas e incertidumbres de las grandes metrópolis modernas (Nueva York, Moscú, París). Si no novedosa, la alegoría que sirve como eje de la obra es un acto de rebeldía y confrontación: el mundo como espectáculo, como un parque de diversiones donde los aparatos mecánicos se confunden con los arlequines, los clowns y los visitantes mismos. Pocos años después Cardoza y Aragón publicó , también en París, Maelostrom: films telescopiados (1926), nueva metáfora de la historia como torbellino y caos. Otro «internacional» fue el costarricense Max Jiménez, cuyas novelas son más interesantes que su poesía, pero con ambos géneros entendió los signos cambiantes de los tiempos que corrían. En los poemas de Sonaja (1930) y de Quijongo (1933) está la música del primitivismo de su patria natal, que mezcla con los ruidos de Nueva York, los atletas vistos en cámara lenta, los faros de los puertos, los viajes en tren por el Oriente. El poeta no consiguió alterar el habitual lenguaje poético costarricense, aunque provocó su conmoción, a modo de advertencia. Otros poetas siguieron algunas de sus huellas, como Isaac Felipe Azofeifa y Francisco Amighetti, si bien el vanguardismo no logró echar raíces profundas en Costa Rica18.
La historia del vanguardismo en Nicaragua fue distinta y ejemplar. Bien observado, el movimiento había empezado antes de la formación local de los grupos19. Tal vez su origen profundo está muy lejos: en San Francisco, California, y en París. En la ciudad californiana vivió entre 1924 y 1927 José Coronel Urtecho; allí aprendió el inglés; allí leyó y luego tradujo, a varios poetas modernos estadounidenses. Casi simultáneamente, Luis Alberto Cabrales partió en viaje de estudios a París, donde conoció de cerca a poetas de pura estirpe cubista, dadaísta y surrealista. De regreso a la patria natal, hacia 1928, ambos trabaron una amistad literaria que los llevó a poner en marcha un vanguardismo local que cambió la historia de la poesía centroamericana. A ellos se les unieron otros, que formaron el grupo de Granada: Joaquín Pasos, Pablo Antonio Cuadra y algunos más. El vanguardismo nicaragüense fue el más sólido, organizado y rico, virtudes que se alimentaron de tres factores: la tenacidad de sus promotores, la presencia de manifiestos (aspecto clave en todo movimiento artístico) y el contacto con las mejores corrientes de la literatura occidental moderna. A ello hay que sumar un cuarto aspecto: las traducciones de poesía moderna hechas por algunos de ellos, principalmente las de Coronel Urtecho20. Se repitió lo que habían hecho, en su momento, algunos poetas del siglo xix. A quien hay que volver a mencionar es a Salomón de la Selva, pionero en varios sentidos: su primera formación, a sus veinte años, ocurrió fuera de sus país y fuera de su lengua materna; esto es, entre la moderna poesía estadounidense, durante su estadía en Nueva York, y con sus primeros poemas, escritos y publicados en inglés (Tropical Town and Other Poems, 1918). Poco después, con El soldado desconocido (1922) se les adelantó en algunos aspectos a sus compatriotas de la vanguardia nicaragüense, incluso a la poesía que aparecería mucho después, la poesía comprometida y su retórica prosaísta.
Las desigualdades entre los vanguardismos «nacionales» se suplieron con su expansión regional. Desde Granada y Managua se desprendieron ondas concéntricas a los demás países, no tanto como un proceso de influencias sino como una especie de puesta al día en el lenguaje, en los motivos temáticos y en la necesidad de reinterpretar la historia y de la realidad circundantes. El vanguardismo en Centroamérica borró los rastros de una poesía anacrónica que trataba de pasearse entre imprentas y revistas de estos países. No se erradicó del todo, pero se modificó el mapa literario de la región. Según se desarrolló el vanguardismo en Nicaragua, se reorientó el lenguaje poético y se reformularon los temas. Poetas como Pablo Antonio Cuadra buscaron simplificar la expresión hasta acercarla a la sencillez coloquial; junto a ello, procuraron revalorizar el mundo de las culturas ancestrales: la elementalidad de lo indígena, los ritmos de la naturaleza, los mitos y leyendas locales. Esta especie de primitivismo fue una respuesta a las extravagancias de otros movimientos hispanoamericanos, más ocupados en la experimentación formal, en la sorpresa lingüística, en el espectáculo de las urbes industrializadas. El vanguardismo nicaragüense —como las modestas y escasas muestras del guatemalteco y del costarricense— aprovechó su ruptura con la vigorosa tradición de la poesía hispánica y con el esteticismo modernista, para reorientar las ideas o percepciones de la propia cultura autóctona. «Encontrar la poesía de las cosas corrientes», dice en el poema «Ars poetica» Cuadra, y más adelante: «Cantemos aquello que vivimos». Aunque son evidentes las coincidencias con el posmodernismo, mientras este es poesía de la evocación y los afectos por la patria cercana, esta modalidad del vanguardismo ve la patria como depositaria de una cultura de fondos ancestrales, y por ello la poesía como un acto estético de rescate; un decir antes que un evocar.
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Las relaciones entre la historia, la política y la estética no se hicieron esperar, luego de la ruptura con el modernismo y las provocaciones de las incursiones vanguardistas en Centroamérica. En El Salvador, Pedro Geoffroy Rivas, quien se había formado con las renovaciones del ambiente vanguardista, escribió «Pasión y muerte del antihombre» (1936), un largo poema, especie de autobiografía alegórica, mediante la que el ser, desde las alucinaciones de la infancia y el amor, alcanza con la palabra (la poesía) una conciencia de sí y de la historia21. Con algunos recursos adoptados del surrealismo (no muy habitual en el vanguardismo centroamericano), el poema marca su distancia de la simplificación retórica y temática señalada, en favor de un discurso más complejo y denso, con las primeras trazas, si bien algo ocultas, de lo que tiempo después se conocería como la poesía comprometida.
Entre la selva intrincada y cada vez más copiosa de la poesía centroamericana de medio siglo, empezó a gestarse una nueva práctica literaria no del todo novedosa ni original, pero distinta en el medio, primordialmente por sus enlaces con ideologías políticas o, cuando menos, con un posicionamiento ante las circunstancias del momento, de parte del poeta. En El Salvador, hacia 1955 unos jóvenes veinteañeros se agruparon alrededor del principio de que en el ejercicio literario estaba implicado un deber: dar cuenta directa, con una posición crítica, de la realidad circundante. Se les denominó la «generación comprometida», con un adjetivo que pocos años antes había empleado el filósofo Sartre en Francia. Entre aquellos veinteañeros estaban Italo López Vallecillos, José Roberto Cea, Manlio Argueta, Roberto Armijo y Roque Dalton, todos militantes y todos convencidos de una poesía al servicio de la conciencia política y, como fuese, al del utópico proyecto de una transformación social que pasase por la palabra poética. Fenómenos similares y paralelos emergieron en esos años en Guatemala y en Nicaragua, países atrapados por endémicas dictaduras, golpes de estado y represiones de toda laya. En Guatemala, el caso y la obra más visibles han quedado asociados al nombre de Otto René Castillo, autor de una poesía civil, no guerrillera ni antisistema, si bien crítica y directa. El título de uno de sus libros, Vámonos patria a caminar (1965) lo dice todo: el poeta acompaña y defiende; no exalta estatuas de barro.
En Costa Rica no se llegó a cultivar en todos sus alcances una poesía comprometida, tal como se tuvo en otros países centroamericanos. Se adoptó una tesitura más civil, acorde con la realidad histórica de un país en aquellos días reputado como pacifista y democrático. Fue, más bien, la manifestación de la poesía social, cuya más notable figura fue —y sigue siendo— Jorge Debravo (1938-1967), dueño de una obra literaria de innegable significado en las letras centroamericanas. Debravo es autor de dos títulos emblemáticos en la lírica costarricense: Nosotros los hombres (1966) y Canciones cotidianas (1967). Un caso similar, por el tono y por los temas, es el del hondureño Roberto Sosa; sus libros Los pobres (1968) y Un mundo para todos dividido (1971) marcan una diferencia entre el panfleto adoctrinador —una de las lacras de cierta poesía política, hay que decirlo— y la poesía altruista, escrita con conciencia del ejercicio literario como tal. Debravo y Sosa no pugnan con hostilidad verbal por una sociedad utópica; más bien buscan un clima de fraternidad cercana, de cordialidad, de pan comunitario; es decir, de la compañía. No es poesía al servicio de una causa (justa o necesaria, por lo demás), sino como aspiración a la caridad.
Por su ingente y variada obra, y por haberse extendido en el tiempo hasta ayer, el nicaragüense Ernesto Cardenal se convirtió en el más visible emblema de la poesía comprometida en Centroamérica, con alcances internacionales. Su obra fue tributaria de la de sus compatriotas vanguardistas, pero se fue alejando de aquella cofradía —que hacia 1960 era poco menos que anecdótica— para insertarse en nuevas experiencias poéticas y, muy pronto también, políticas22. Así, la idea de una poesía comprometida se ha extendido hasta nuestros días, tal vez ya agotada y en declive, pero sigue siendo un referente en el desarrollo de las letras centroamericanas.
A todos estos poetas se les sigue leyendo con atención, porque las condiciones sociales y políticas que dieron origen a su obra apenas han cambiado, para desazón de todos. Con todo, no es posible pasar por alto que esa generación está, literalmente, por extinguirse; con ello, una conciencia del ejercicio literario profundamente marcado por el deber político. Para esa generación, en política se participaba en células clandestinas, en barricadas y hasta en las trincheras del frente de guerra y la poesía era otra arma de combate, no menos eficaz que el mortero o el fusil. En su conjunto, todo ha sido una utopía, inalcanzable por quimérica. Las reales son las convicciones generosas y firmes por lleva adelante, con responsabilidad y dignidad, el ejercicio poético. La poesía aspiró a ser popular; mejor dicho, a volver a ser popular, porque desde tiempos inmemoriales lo ha sido para cantarse o recitarse de pueblo en pueblo, como los antiguos aedos. En este caso, no se buscó llegar a tanto, pero sí enviar el recordatorio de que la poesía no es cosa de vida interior, sentimientos privados o contemplación del firmamento en busca de explicaciones de la vida. Para esos poetas el compromiso fue cumplir con una obligación, hacerse responsables. Esto derivó en un asunto ético: asumir una conciencia política mediante la palabra poética, con lo que esta quedaría convertida en instrumento, en herramienta. Tal ha sido la imagen que se ha proyectado de la poesía centroamericana a lo largo de varios decenios, desde la segunda mitad del siglo xx, hasta los años finiseculares.
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La poesía comprometida no fue un movimiento ni una escuela; cuanto más, fue una tendencia alimentada por los efectos políticos provocados en el ejercicio del poder por sátrapas, conspiradores o simples demagogos, abundantes en la historia política centroamericana. Por vigorosa que haya sido, no anuló otras modalidades o manifestaciones poéticas en la región. Una de ellas, tan esencial como abundante: la poesía lírico-sentimental. Pertenece, naturalmente, a una tradición milenaria, pero en estas páginas me refiero a su práctica concreta, en medio de una variedad de ideas e ideologías que la han rodeado y hasta sitiado. Denostada y marginada durante los años de mayor vigor de la poesía política, ha sabido sobrevivir y renovarse. Como ocurrió durante el siglo xix, ha coexistido con las exaltaciones de la poesía patriótica, con el ingenio y acidez de la poesía satírico-burlesca —que también la ha hay en el siglo xx—, con la poesía laudatoria o de celebraciones y, por supuesto, con las carretadas de versos cursis y acartonados de ínfimo valor literario, los peores enemigos de la verdadera poesía lírica.
Ha sobrevivido porque se ha mantenido en el terreno de la experiencia existencial, sin cortapisa alguna, sin dogmas ni programas morales, sin un listado de temas o modos de tratarlos. Es, como toda manifestación poética, una forma de representación de la realidad; a esta también pertenecen las impresiones que deja y el lenguaje con que se busca interpretar. No tiene caso señalar nombres ejemplares o representativos, porque su abundancia es desconcertante, pero sí algunos temas y posturas de la voz enunciadora: poesía de la emoción amorosa, poesía erótica, poesía religiosa (en sus variadas devociones), poesía contemplativa o reflexiva, poesía de evocaciones y nostalgias, poesía de lo arcano o metafísica. Imposible agotar esta enumeración, porque siempre está abierta a nuevas variedades.
Poesía lírico-sentimental han escrito en Centroamérica tirios y troyanos. Puede que la mejor de Castillo o de Dalton, dos adalides de la comprometida (que alguien incluso ha denominado «poesía en armas») es su vis lírica, de tema amoroso: el yo y el tú ante la experiencia del afecto, del deseo o de la intimidad. Incluso en sus etapas más radicales y ríspidas de la poesía de combate, abundan los pasajes y poemas en los que el tono sentimental se sobrepone y opaca la impostación del dicterio, del desafío o de la protesta ante la iniquidad. Al leer a la costarricense Mayra Jiménez (1939-2019), activa participante en los movimientos de insurgencia —especialmente el levantamiento contra la dinastía somocista en Nicaragua—, sorprende que la mayor parte es amorosa, en el sentido convencional y extenso del concepto; esto es, la palabra con, hacia y por el ser amado (esposo, padre, soldado, hermano). Encontramos poesía amorosa en Cardenal, en Ana María Rodas, en Claribel Alegría, en Carlos Martínez Rivas, y con relativa abundancia en Debravo.
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En medio del maremágnum de la poesía de tema amoroso y sentimental, aparecieron con la década de 1970 algunos experimentos, audaces para la época, de lírica erótica; poesía del cuerpo pero al mismo tiempo la palabra que puso en entredicho prejuicios morales, sociales y políticos. El libro inaugural, si se puede tomar así, es Poemas de la izquierda erótica (1973) de la guatemalteca Ana María Rodas. Fue, al mismo tiempo una revuelta y una sublevación; en el primer caso, contra el pudor oblicuo en la poesía de la pasión amorosa y sexual; en el segundo caso, porque constituyó un desafío, bajo la forma y temas de una experiencia privada, al sistema patriarcal y a la rígida estructura política que lo sustenta. «Estoy hecha sobre todo de palabras» dice uno de sus versos clave. Un año después, el costarricense Isaac Felipe Azofeifa, poeta de estirpe vanguardista, envió a las imprentas Cima del gozo, de llamativo tratamiento y motivos temáticos, pero lejos de las exploraciones de la poesía de Rodas. Diez años después de la aparición de los Poemas de la izquierda erótica una joven escritora costarricense, Ana Istarú, ganó un certamen regional con un breve poemario: Estación de fiebre, que lanzó a su autora a la inmediata notoriedad. Poesía del cuerpo, de la pasión sexual y del androcentrismo puesto patas arriba.
Los de Rodas y de Istarú son tan solo dos ejemplos de una poesía erótica, escrita por mujeres y desde su propia condición de tales. Es cierto que la poesía no está sexuada (¿qué es poesía femenina y qué la masculina?), pero también lo es la voluntad de muchas escritoras que, a partir de una experiencia cultural acumulada durante años y siglos, han hecho su poesía desde una mentalidad antipatriarcal. No pocas han elaborado sus reflexiones con tino y profundidad y han formulado un auténtico sistema de pensamiento alrededor de la condición de la mujer. Es lo que hoy se entiende por feminismo y con él la adjetivación para numerosas causas; entre ellas, la poesía feminista. No por pura teoría y menos por ideología, en la obra poética de Rodas e Istarú está presente una escritura feminista, nacida desde una nueva moral; es decir, desde una concepción de las relaciones sociales, que desenmascaran los rostros protervos del poder. Con matices e intensidad variados, desde la década de 1980 un creciente número de escritoras centroamericanas le han dado cuerpo a un movimiento de innegable significado, sobre todo en el ámbito social y político de la región. Puede que lecturas más minuciosas y reposadas de esa poesía permitan dilucidar cuánto de las convicciones y principios de una ideología son, además, el sostén estético-discursivo en cada poema, en cada libro escrito. No obstante, no se debería perder de vista que quien escribe de veras no lo hace ante un catecismo, un decálogo de mandamientos o un programa de partido. Bien entendido, el feminismo no es un dogma sino un ejercicio moral y una práctica política. No es un cambio de piel, es un ritmo distinto en el sistema circulatorio del organismo social. Se pueden establecer nexos, pues, entre la poesía erótica subversiva, escrita por mujeres en Centroamérica, y el movimiento feminista que ha echado raíces en las sociedades modernas de cada uno de sus países. Esto puede llevar a mostrar que la poesía comprometida en Centroamérica no ha desparecido del todo; ha cambiado de rostro. No es una poesía de denuncia sino de afirmación contra las imposturas del falocentrismo; imposturas no pocas veces visibles en la propia crítica literaria de nuestros países y allende.
Como es de suponer —aunque difícil de aceptar entre quienes solo escriben poesía—, la literatura feminista se ha expandido y difundido mucho mejor con el género narrativo; novelas y tomos de cuentos abundan en la industria editorial y librera. Algunas novelas centroamericanas contemporáneas, como las de la nicaragüense Gioconda Belli (también poeta) se ofrecen en las mejores librerías de España, México o Argentina. La poesía, sin embargo, no se arredra. Hasta el día de hoy, se suman innumerables grupos literarios, encuentros regionales, congresos, revistas y antologías, todos impulsados por mujeres: poetas, editoras, profesoras de letras, antropólogas, historiadoras. Por lo que se observa, las poetas asisten con regularidad a oír y a participar en las discusiones de rigor, o bien a leer sus poemas que la concurrencia —no importa su número— escucha con atención y aprobación. No podría calificarse esto de un ritual, si bien hay en tales reuniones y recitales ellos una especie de pacto de reconocimiento (¡aquí estamos todas!), que puede llevar a confundir las cosas: la política y la poesía; esto es, la ideología y el arte de la palabra. Ante esa incertidumbre, ¿no había pasado lo mismo en los viejos congresos y encuentros de poetas militantes, más proclives a la guerrilla que a las ideas sobre la situación de la poesía? Para algunos, tema «académico»; para otros, baladí e impertinente. Poesía de la mujer, sería el concepto; no necesariamente poesía escrita por mujeres, sino hecha sobre sus condiciones histórica, social y cultural. Pero los hechos arrojan verdades, no datos estadísticos; desde 1980 han aparecido obras de numerosas escritoras centroamericanas quienes en diverso grado e intensidad le han plantado cara, entre otros asuntos, al paternalismo del canon literario que han buscado transformar o añadirle nuevas piezas a su articulado. Una de esas piezas, el reconocimiento de las obras, para empezar. Los nombres ya tienen presencia tanto en la historiografía literaria regional como en los debates sobre problemas axiales de la poesía en su relación con su papel en la actual configuración —ideológica y del sistema predominante— de las sociedades centroamericanas: Vidaluz Meneses, Gloria Gabuardi, Michèle Najlis, Daisy Zamora, Aída Toledo, Yolanda Blanco, Carmen González Huguet, Carolina Escobar Sarti, Carola Bantome, Milagros Terán, Johanna Godoy, Waldina Medina y otras tantas más.
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No se podría afirmar con seguridad que en Centroamérica se ha cultivado una poesía heterodoxa; es decir, al mismo tiempo automarginada —aunque fuese por mero pose— y «resistente» a los sistemas, históricos, políticos o literarios. Existen innumerables ejemplos de poesía que por su relativa novedad o sus gestos de desafío han afrontado el sistema literario predominante (el canon) como si fuese una muralla que superar, un obstáculo en el camino. Pero antes que heterodoxia, en todos los casos han sido manifestaciones de una sucesión, tanto estético-discursiva como ideológica. Así, el modernismo ante el romanticismo declinante decimonónico, el posmodernismo ante el modernismo, las vanguardias ante los anteriores, y ellas desplazadas por una poesía política y realista, como se ha descrito en las páginas precedentes. La heterodoxia, en el sentido pleno del término, apenas ha asomado por momentos. Las revueltas y pequeños espectáculos de los vanguardistas o la politización de la poesía comprometida y el desabrimiento de los recursos expresivos de su lenguaje bien se pueden sumar a la avenida de la poesía feminista. Sin embargo, no se ve en ninguna de esas tendencias gestos iconoclasta, ni siquiera de rechazos o exclusivismos. Pese a sus particularidades, da la impresión de que los movimientos y tendencias han aprendido a coexistir. Y esta no es más que una impresión, señal inequívoca de que hace falta la exploración y el análisis cuidadosos de parte de la crítica, tanto desde la perspectiva histórica y social como de la propiamente literaria.
No obstante, la limitada o relativa heterodoxia no tiene por qué hacer pensar en que solo ha cabido la ortodoxia. Podría pensarse, más bien, en una opción alternativa, distinta pero no excluyente; una alodoxia, en suma, desgajada de posiciones incontrovertibles. En nuestros días, la poesía centroamericana no parece adoptar la controversia como si fuese un trabajo o un programa, en el campo de la estética y apenas en el de la ideología. Suma posibilidades, a partir de búsquedas, en algunos casos fervorosas, en otros como actos intelectuales. Las «guerrillas literarias», como lo ha observado recientemente un escritor costarricense contemporáneo, no han arraigado por falta de fundamento histórico y cultural. Son otras las formas y otras las verdaderas condiciones de la joven poesía contemporánea, al menos en Costa Rica. Puede que la razón consista en que no se ha buscado socavar un sistema literario (una poética), sino tan solo una retórica; esto es, la cobertura estético-discursiva con que la actividad literaria procede.
En estos tiempos que corren, para quien se propone «historiar» las letras centroamericanas, es inevitable toparse con dificultades considerables. La primera de ellas, la muy escasa pero necesaria distancia temporal para leer con criterio lo que se escribe en la actualidad. Una actualidad que puede ser la de hoy mismo o la que se ha gestado durante los últimos diez o quince años. Leer e interpretar la poesía de Rubén Darío supone fácilmente una pesada carga de muchas lecturas acumuladas, un acervo casi masivo de crítica literaria, conocimientos históricos de diversa índole y, en fin, una suerte de «preparación» enciclopédica, a partir de todo lo cual se emprenden nuevas lecturas. No tendríamos amparo alguno si nos pusiésemos a leer un poema escrito apenas ayer, la ópera prima de un joven escritor publicada un año antes, etc. Es decir, que no habría suficientes referentes históricos, estético-ideológicos o estrictamente literarios para opinar sobre si aquellas novedades de veras lo son y en qué condiciones.
¿Qué poesía se escribe en la actualidad en Centroamérica? Puede que haya entrado en agotamiento —en obsolescencia, incluso— el proyecto de una poesía social o comprometida, no porque hayan cambiado las causas históricas que llevaron a él. Parece, más bien, que se ha puesto en entredicho la idea de que la literatura está escrita o debe hacerlo para cumplir misiones particulares —en especial de índole política— con el fin de transformar (!) una sociedad. Los hechos han demostrado que fue un proyecto quimérico. ¿Cabe pedirles eficacia a la poesía, al arte en general? La poesía social o comprometida ha dejado de ser militante, como lo fue en numerosos casos de escritores adscritos a deberes políticos concretos, a partidos, a programas ideológicos. Hoy día se escribe más poesía de convicciones; como si dijésemos, de posiciones premeditadas pero al mismo tiempo con la consciencia de sus limitaciones. No se planta para persuadir sino para alertar, para expresar testimonios. Por ello sigue siendo poesía social, mas orientada a la manifestación, no a la invectiva ni a la acusación.
Junto a la poesía feminista o sobre la condición de la mujer, que ejercen muchas escritoras contemporáneas centroamericanas, también se escribe de la etnicidad. Las manifestaciones más notables son la poesía indigenista y la poesía de la afrodescendencia. El guatemalteco Humberto Ak’abal (1952-2019) fue, al mismo tiempo pionero y continuador; escribió poesía en lengua quiché y en castellano. El suyo, como el de otros más, es un esfuerzo por que se reconozca otra parte de la historia, obliterada tanto por el canon literario occidental como por una predominante ideología de la cultura en la región (su «modernización»); ante el acallamiento, la palabra de una cultura ancestral. De esta propuesta estético-ideológica han sido compañeros de ruta o seguidores otros poetas guatemaltecos como Gaspar Pedro González, Pablo García Ixmatá, Víctor Montejo y Sabino Esteban. En El Salvador figuran los nombres de poetas con vocación indigenista como Ilich Rauda, Oliver Morales y Luis Borja23. Algunos estudios recientes nos hacen saber que varias mujeres se han dedicado a escribir poemas desde la visión de las etnias a las que pertenecen y procuran reivindicar. Entre los nombres más citados están los de la nicaragüense Isabel Estrada Colindres, las guatemaltecas Calixta Gabriel Xiquín, Nora Murillo, Maya Cu Choc y Rosa Chaves Juárez, la hondureña Xiomara M. Cacho. Todas son activistas políticas; su lengua materna —el cachiquel, el garífuna— la de su etnia indígena, si bien dominan el castellano, en el que escriben, y algunas incluso emplean el inglés.
En Costa Rica, con mucha menor densidad demográfica no hay poesía indígena, por lo visto. La hay, sin embargo, de poesía afrodescendiente, que han impulsado escritoras como la pionera Eulalia Bernard (Ritmohéroe, 1982), a quien han continuado Shirley Campbell (Rotundamente negra y De negro vengo atavaiada) y Delia McDonald (La lluvia es una piel). Por su propia índole, es poesía de lo dicho, no del decir; hincapié en el mensaje, no en su mediatización discursiva. No abunda, hay que ser claro, la poesía afrodescendiente o de raíces afrocaribeñas, si bien las escasas muestras disponibles son ejemplo de los esfuerzos por abrir brechas no tanto en el campo del sistema literario como en el espacio cultural e ideológico como práctica social. Donde se ha establecido la palabra como canto y expresión de esa cultura ancestral ha sido en la música afrocaribeña cantada, en la canción popular de la costa atlántica costarricense, en particular en el moderno calipso limonense, especialmente con las creaciones, en la lengua (el inglés criollo) y en la voz de Walter Ferguson.
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El paso al siglo xxi pilló a Centroamérica sumida en crisis institucionales de diversa condición: la desnaturalización de los acuerdos de paz alcanzados diez años antes, la disminución de la insurgencia armada, la conversión de algunos grupos guerrilleros en partidos políticos, las oleadas de emigraciones desde los países, por razones socioeconómicas, los crecientes casos descubiertos de corrupción en el seno de los gobiernos, y nuevas lacras de dimensiones inimaginables como el narcotráfico, la trata de personas, el pandillaje criminal organizado y una descomposición generalizada en las esferas pública y privada. En suma, la incertidumbre y la desazón. Los grandes mitos de una revolución liberadora, de un anhelado futuro promisorio, del progreso material y espiritual empezaron a derrumbarse como las dos torres de Manhattan a principios del nuevo milenio.
Los deberes de la poesía en Centroamérica no han dejado de existir. Se escribe poesía política, en su sentido más amplio, en cuanto ejercicio del lenguaje artístico enlazado al acontecer común e inmediato; hay poesía que reivindica derechos y justicia, reconocimiento y verdad. Se trata de una misión que se acepta y se debe cumplir. Por ello, lo político se funde con lo moral; en rigor, las convicciones del poeta no se atienen a un ideario o a una doctrina, sino a una nueva realidad social, en permanente cambio, del que brotan costumbres, orientaciones, imaginarios, certezas e incertidumbres. Así parecen afrontar la historia reciente la poesía de raíces étnicas, la poesía feminista (o «de género»), la poesía sobre la pérdida o abandono de la patria (poesía de la diáspora), la poesía de la posguerra, la poesía del desagravio, la poesía sobre la redención sexual, la poesía ecológica —quiero decir, de temas ecológicos—, la poesía religiosa, la poesía egotista. La joven poesía centroamericana, de la que se ha ocupado la crítica reciente, parece haber abandonado, por cansancio o aburrimiento, la diatriba vocinglera de la abundante poesía comprometida de las generaciones precedentes. En El Salvador se habla de la poesía del infortunio, que abarca las condiciones del destierro, la represión de la delincuencia común, el desamparo y una peculiar variedad: la «maro-estética», poesía sobre el pandillismo24.
En materia estético-ideológica, el parricidio no se ha dado como opción —si es que lo ha habido alguna vez en las letras centroamericanas—; antes bien, se reconoce la herencia de una tradición, pero se desiste de ella. En Honduras, los jóvenes poetas admiten las voces de sus mentores Oscar Acosta y Roberto Sosa, pero hoy día exploran —o vuelven a ellos— los territorios de la introspección, de la experiencia vivida en el yo interior. Esto ha conducido a una neosentimentalidad (término que improviso aquí), en algunas de sus variantes: el afecto familiar, el amor filial, el retorno a los orígenes (la infancia), el altruismo y la compasión, la memoria como refugio psíquico y moral. No faltan el cinismo, la desaprensión o el escepticismo ante un mundo incomprensible. Esta tendencia es una reacción al exteriorismo, como actitud ante la realidad y como retórica hasta hace poco en uso. A lo mejor se podría atribuir al desconcierto y al extravío de la posguerra y al nuevo orden circunstancial: la globalización. El mundo, una vez más, no es propio; está alienado, les pertenece a otros, que lo controlan y gobiernan. Así, las ideas sobre la condición de la poesía han cambiado, porque no está para cambiar la realidad —la desmesurada utopía de la poesía comprometida o revolucionaria— sino para interpretarla, en el mejor de los casos. Se interpreta el mundo, sea como una reacción emocional, incluso intelectual, y con ello se elabora el artificio (del latín arte factus, hecho con arte) del poema. Aunque este no es el factor que lo explica del todo, la renuencia a asignarle a la poesía proyectos ilusorios ha llevado a la joven poesía a buscarle a la realidad otros significados, esta vez desde una mentalidad personalista.
Si bien paralela a otras tendencias, emprendidas por autores de generaciones anteriores, la poesía joven en Costa Rica, por ejemplo, se ha orientado hacia lo confesional; esto es, a un lirismo mediante el que se hace hincapié en los meandros de la interiorización, en la exposición del yo como centro vital. Los referentes también empiezan a cambiar: lugares exóticos, ciudades europeas o del Medio Oriente, la cultura pop, cierto culturalismo literario, el espacio (simbólico o efectivo) de la internet, las drogas, la sordidez urbana local. Aunque no directamente relacionada con esta propensión a nuevos referentes, se ha manifestado una interesante deriva temática: el autorreferencialismo discursivo; es decir, la metaliteratura. Esto no es nuevo en Centroamérica, en el contexto de la posmodernidad; constituye al mismo tiempo un recelo ante el lenguaje como mediador de la realidad (la referencia lingüística) y una conciencia distinta del ejercicio de la poesía: ¿se escribe para hablar de algo o se escribe por el acto mismo de escribir, a lo que se debería reducir la poesía?; ¿es la poesía mensaje o es tan solo escritura? ·Entre esos extremos se encuentra alguna poesía de la región.
Estas nuevas aventuras corren parejas con los movimientos contemporáneos de la globalización. Volvamos a lo dicho: los poetas hoy día ven el mundo como propio y como ajeno; como seguro y como expuesto a los súbitos cambios, a la incertidumbre y a la disolución. La pregunta de un poeta actual en Centroamérica no es «¿qué nos podría deparar el futuro?», sino «¿cómo afrontar el presente»? De ahí tanta variedad y tantos intrincados laberintos en los que se ha adentrado la poesía actual. Siguiendo la gran metáfora del pensamiento de Zygmunt Bauman, la que hoy se manifiesta es una poesía líquida; empiezan a diluirse las fronteras entre una idea canónica sustentada en una larga tradición de la poesía como género literario con ciertas condiciones de valor estético, y mucha poesía que hoy se escribe. ¿Qué es poesía hoy día?; o mejor dicho: ¿qué se toma por poesía en la actualidad? No una suma de elementos o simbiosis de conceptos, desde luego. Tal vez una confluencia de ideas no del todo excluyentes pero sí distintivas entre sí.
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Este largo recorrido empezó preguntándose si de veras existe una poesía centroamericana o si más bien estamos ante un engañoso efecto histórico que nos lleva a creer que la poesía escrita en un lugar o en una región supone rasgos propios y definitorios. La pregunta sigue en el aire. Por supuesto, ni la poesía se define por ser centroamericana ni Centroamérica se puede definir por su poesía, como tampoco por su agricultura, su topografía o su clima. En cualquier caso, su poesía se identifica por haber sido escrita en su historia; los poemas acontecen y se originan en momentos y circunstancias particulares y, en buena medida, son testimonios o marcas de esas condiciones. Dos siglos de cultivo constante de poesía en nuestros pequeños países, de escaso bagaje histórico, no son poco. Los poemas no hablan de la historia, sino con la historia o por ella misma. La historia de Centroamérica no se ha hecho con poemas, pero gracias a estos es posible nutrir nuestra idea de su pasado y de su presente, y quizá asomarnos un poco a la idea que sugieren del porvenir.
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1 [Rafael] Doctor García Goyena, Primera parte de las fábulas y poesías (Guatemala: Imprenta de la Unión, 1825).
2 T[adeo]. N[adeo]. G[ómez]., Clarín patriótico o colección de las canciones, y otras poesías, compuestas en Costa Rica en la guerra contra los filibusteros invasores de Centro-América (San José: Imprenta de La Paz, 1857).
3 Miguel Ángel Álvarez Castro, «Al ciudadano José Cecilio del Valle», en Guirnalda salvadoreña, Román Mayorga Rivas, ed. (San Salvador: Imprenta Nacional del doctor F. Sangrini, 1884), 11-14, tomo i; Francisco Díaz, «Himno patriótico», ed. cit., 91-92; Eduardo Hall, «A Centro-América», Galería poética centroamericana, Rafael Uriarte, ed. (Guatemala: Tipografía La Unión, 1888), 204-206, tomo i.
4 Juan Diégez, «A los Cuchumanes», Guirlanda salvadoreña, 169-171.
5 Alberto Mencos, «El quetzal», en Humberto Porta Mencos, ed. Parnaso guatemalteco. Guatemala: Editorial José Pinera Ibarra [nueva edición], 1977, 349-351.
6 José Flamenco, «A la patria», en Parnaso guatemalteco, ed. cit., pp. 361-365.
7 José Batres Montúfar, «El volcán de Agua», Parnaso guatemalteco, ed. cit.,124-126.
8 Fue Rafael Heliodoro Valle quien casi por azar encontró mucho tiempo después, en 1949, en el Archivo General de México. Consulté el texto en la edición de Luis Hernán Sevilla, Antología de poetas danlidenses. (Honduras: Fuerzas Armadas de Honduras, 1967), 9-18.
9 Antonio José de Irisarri, Poesías satíricas y burlescas (Nueva York: Imprenta de Hallet y Breen, 1867).
10 Antonio José de Irisarri, «El bochinche», en Galería poética centroamericana, ed. cit. 83-86, tomo i.
11 Rafael Uriarte, ed. Galería poética centroamericana (Guatemala: Tipografía La Unión, 1873, 1880, 1888). Tres tomos.
12 Solo he podido dar con la reedición, ampliada y actualizada que se publicó en 1962, en la ciudad de Guatemala, auspiciada por el Ministerio de Educación Pública; y su primer tomo, de poetas cuyos apellidos empiezan con la letra A.
13 Román Mayorga Rivas, ed., Guirnalda salvadoreña (San Salvador: Imprenta Nacional del doctor F. Sangrini, 1884, 1885 y 1886).
14 Máximo Fernández, ed. Lira costarricense (San José: Tipografía Nacional, 1890 y 1891). Dos tomos.
15 Rómulo E. Durón, ed., Honduras literaria (Tegucigalpa: Ministerio de Educación Pública, 1899).
16 Vid. Miguel Ángel Feria Vázquez, «El modernismo en El Salvador y la asimilación de la poesía francesa», Creneida 5 (2007): 333-345.
17 Aunque guatemalteco de nacimiento, no cabría incluir a Arqueles Vela, quien luego de cursar estudios en Europa, se radicó desde 1932 en México, donde fue activo promotor del movimiento estridentista.
18 Dediqué otras páginas a demostrar que hubo claras y sostenidas manifestaciones del vanguardismo en Costa Rica, a contracorriente de la mayor parte de la crítica y la historiografía hispanoamericanas, sobre este asunto. Por incuria o simple ignorancia, este tipo de omisiones son tan frecuentes como irritantes. Ver mi ensayo El vanguardismo literario en Costa Rica (Heredia: Editorial Universidad Nacional, 2005).
19 Quien más se ha ocupado del estudio del vanguardismo nicaragüense en nuestro medio centroamericano es Jorge Eduardo Arellano. En Madrid leyó en 1986 su tesis doctoral sobre el tema, y posteriormente ha seguido trabajando sobre él. Ver su artículo «El movimiento nicaragüense de vanguardia», Cuadernos Hispanoamericanos 468 (1989): 7-44; también su libro Entre la tradición y la modernidad: el movimiento nicaragüense de vanguardia (San José: Libro Libre, 1992).
20 Sobre la traducción literaria en Centroamérica ya se han emprendido algunos importantes estudios en los últimos años, especialmente en Costa Rica. En 2012 el profesor Francisco Vargas Gómez leyó su tesis doctoral Avatares de la poesía costarricense traducida durante el siglo xx, cuyos datos ofrecidos ha seguido ampliando desde entonces. En la Universidad Nacional (UNA), de Costa Rica, él y un equipo de trabajo están en la actualidad llevando a cabo intensas investigaciones sobre este tema para toda la región, escasamente analizado en el medio académico centroamericano.
21 Para entender mejor la poesía de Geoffroy Rivas, léase el estudio de Rafael Lara Martínez «Pedro Geoffroy Rivas, la poetización de la ciencia», Realidad [San Salvador] 86 (2002), 223-251. Sobre la fecha de escritura de este poema Lara Martínez indica que no fue publicado hasta 1968, en una revista, y posteriormente en la edición de la poesía reunida del autor, en 1978, en la que se anota el año: 1936.
22 La bibliografía crítica contemporánea sobre Cardenal es abundante, si bien desigual en acuciosidad y profundidad. Las reediciones de varias obras suyas son casi innumerables, lo que da cuenta del reconocimiento internacional de su obra en particular y de la poesía centroamericana contemporánea en general.
23 Ver Josué Andrés Moz, «Temáticas operantes en la poesía salvadoreña», Grafomaniacos (8 de mayo e 2019): 14.
24 Ver Moz, «Tendencias operantes», 4-8.