Albino Chacón Gutiérrez

Discurso de ingreso

ENSEÑAR LITERATURA MÁS ALLÁ DEL CANON Y DE LAS GUÍAS DE LECTURA

 

Albino Chacón Gutiérrez

 

Discurso de ingreso en la Academia Costarricense de la Lengua

(leído el 30 de abril de 2015, en la sede de la corporación)

 

 

 

Marco general de la enseñanza actual de la literatura

Más que una disciplina, el estudio de la literatura es una transdisciplina, lo que implica que las clases de literatura tienen una naturaleza articuladora con otros discursos y saberes, como la historia, la psicología, la sociología, la política, la filosofía, es decir, con todo aquello que tiene que ver con nuestra condición de seres sociales. Formar lectores es, en ese sentido, formar ciudadanos y adentrarnos en muy diversas esferas de la vida.

La lectura de textos literarios es, por una parte, un placer, un gozo para que el espíritu se sumerja en la creatividad del ingenio humano y aprenda a apreciar los vericuetos y posibilidades del lenguaje, pero al mismo tiempo es la actividad por excelencia que nos enfrenta a las encrucijadas y los laberintos del alma humana, de los momentos excelsos que puede alcanzar la humanidad, pero también de los horrores en que esta puede caer.

La literatura funciona como un campo de lucha, de tensiones, de fuerzas en pugna, de condensación textual de las contradicciones personales y sociales. Por ese papel plural de la literatura en la vida de individuos y naciones, no es casual que muchos afirmen, convencidos, que un libro les cambió la vida; o en otra dimensión, en la vida política de nuestras sociedades en América Latina, que hayan estado los escritores entre los primeros perseguidos cuando ha llegado al poder una dictadura, dada la energía movilizadora, transformadora, concienciadora inherente a la literatura.

Empero, más a menudo que lo deseable, nuestras prácticas de enseñanza de la literatura a los jóvenes no han seguido o no tienen claras esas funciones. De manera particular en la educación secundaria, se ha seguido la idea, no de que los jóvenes lean literatura, sino de que deben estudiarla, en lo que se refiere a poseer conocimientos de historiografía literaria, tendencias, movimientos, estilos, períodos, cuando no de la literatura como auxiliar de la gramática, de lo cual se generan cuadros de preguntas para las evaluaciones.

En ese marco, el objetivo en este discurso de ingreso no es sentar verdades o puntos de vista excluyentes, sino presentar posiciones alternativas que permitan abrir la discusión en el campo de la educación literaria, así como la posibilidad de incidir en las políticas y decisiones educativas que tienen que ver con una dimensión tan fundamental en la vida como es la pregunta de si con nuestras prácticas estamos ayudando a formar lectores o, si más bien, lo estamos evitando.

Una primera por revisar es la antigua pero persistente noción de la literatura como expresión esencial de las «bellas letras», porque aquí se ha generado un problema de enfoque que ha afectado las metodologías de la enseñanza y que forman parte de la desactivación, o abiertamente de la exclusión de mucha de la literatura que se produce, más allá del canon aceptado. De ahí una tendencia a estudiar la literatura partiendo de que lo propio de ella, que la hace un producto estético, son las figuras literarias o retóricas, como si la literatura no fuera más que un abigarrado campo colmado de metáforas, metonimias, hipérbatos, anáforas, catacresis, apócopes, prosopopeyas, hipérboles, elipsis, eufemismos o litotes.

Los estudiantes se encuentran a menudo ante el hecho de han de ser capaces de distinguir unas de otras, encontrarlas, clasificarlas, y entonces se dan las evaluaciones del tipo «Señale cuatro metáforas, tres símiles, dos hipérboles y una anáfora». Y la verdad sea dicha, solo un pésimo poeta escribiría pensando en llenar sus poemas con una figura retórica tras otra, como si de eso tratara el ejercicio poético. En nuestras clases de literatura, en lugar de creadores de visiones alternativas de la vida, del futuro y de la sociedad, de seres humanos en busca de diálogos enriquecedores con lo que leen, puede que estemos formando personas con una mentalidad fragmentada, incapaces de interpretar creativamente un texto, sin imaginación, sin el libre juego de las ideas, a menudo perturbadoras como bien sabemos, a que debe siempre llevar la lectura.

Una segunda idea es la concepción del papel didáctico de la literatura como ejemplo de las normas de buen uso del lenguaje, lo que ha tenido que ver, no solo con la manera como se han elaborado las guías de lectura para la enseñanza secundaria, sino también con la selección de las obras; es decir, con el canon escolar de lecturas, que incluye unas y excluye otras. Y ello conforme al grado de desconfianza que se tiene, por una parte, en la probidad y formación de los profesores y, por otra, en la madurez e intereses vitales de los jóvenes. Dejemos de lado esa idea de que hoy la lectura está en crisis, de que no hay lectores, o el juicio de que los jóvenes de hoy en día no leen. Eso no es cierto; antes bien, sí lo es que sus intereses de lectura son otros, y poco tienen que ver con aquellas que forman el canon escolar.

 

El cuento que contamos

La novela, la poesía o el drama crean una realidad, y su relación con la realidad externa es oblicua, sugerente, indirecta, insinuante, esto es ficcional, lo que no tiene que ver con falsedad. Los historiadores actuales están convencidos de que los acontecimientos no son una externidad al discurso que habla de ellos, ya que la historia es, ella misma, una construcción discursiva, una narración, y por lo tanto no es ajena al carácter ficcional[1]. Por su parte, la literatura no pretende contar la verdad, aunque va en búsqueda de la verdad por medio de la ficción, no en el orden de la veridicción sino en el de la verosimilitud, mediante las coordenadas de relaciones que provoca.

Las cosas no tienen forma propia, tienen la forma que les damos con las palabras; de ahí se deriva un principio epistemológico de honda importancia en la enseñanza de la literatura en el que concordamos: el saber no es factual sino una construcción que cada sujeto debe aprender a efectuar. De ahí la necesaria crítica y análisis de las formas en que a menudo evaluamos los conocimientos, sobre todo en los niveles de primaria y secundaria, cuando no de la misma universidad.

Lejos estamos de pensar que, cuando hablamos de «enseñar literatura»; hablamos de asignaciones de lecturas, de cumplir en los cursos con un programa en el que la lectura e interpretación de los textos se refuerza con guías de lectura y resúmenes que se encuentran por doquier, además de evaluaciones con definiciones y respuestas ya hechas que los estudiantes aprenden de memoria para efectos únicamente de promoción.

Una tercera idea es que el modo como se organiza el trabajo educativo es un ejercicio político. En el sistema educativo pasamos del aprisionamiento de los sentidos a la represión en solo un paso, y con interpretaciones prefabricadas podríamos estar formando ciudadanos sin criterio. Por lo tanto, podríamos estar traicionando ahí la esencia misma de la educación, que no puede ser sino la de preparar a los estudiantes para el ejercicio pleno de una ciudadanía crítica y creativa.

Ser provocadores de discursos es la única manera como los estudiantes se convierten en sujetos con una voz propia y no en repetidores de saberes que les son ajenos. Que los estudiantes sean voz y no eco debe ser la consigna que guíe el trabajo con ellos, de suerte que la manera como leen les permita crear sus pequeños universos de sentido; universos de sentido quizás con equilibrios precarios, cambiantes, provisorios, pero que son los suyos. Precarios, porque siempre están en movimiento, se hacen y se deshacen, ¿pero quién dice que eso constituye un problema, acaso no ha sido esa la historia misma de la interpretación literaria?

No deja de ser una contradicción que en la historia de la interpretación hayamos evolucionado y dado pasos gigantescos, desde la hermenéutica bíblica de los padres de la iglesia, cuando intentaban fijar un sentido único de los textos proveniente, en última instancia, de un Dios a quien consideraban la fuente y destino de todo sentido. Luego llegaríamos a la teoría de la recepción, con el lector en el centro de la producción de nuevos, variados e incluso contradictorios sentidos del texto; o más recientemente las teorías desconstruccionistas, cuyo aporte fundamental consiste en el descentramiento del sentido mismo de la obra literaria, al dejar de considerarlo una esencia, una centralidad dominante y excluyente, y plantear que una palabra, un poema o cualquier otro texto produce múltiples sentidos, que todo texto es siempre un artefacto lleno de puertas y ventanas abiertas, nunca una sala cerrada, que es en lo que a veces convertimos nuestras salas de clase, en un tiránico ejercicio de poder que luego se complementa con el sistema de premios y castigos que son los exámenes. Los sentidos no son objetos de museo, estatuas sujetas a la mera contemplación y a la admiración: son móviles, inestables, vacilantes, frágiles como lo son el sujeto y la vida misma. Lo peor es cuando, ya no el profesor, sino el mismo sistema educativo oficial promueve, incita ese tipo de aprendizajes y castiga el libre juego de las interpretaciones, el acto mediante el cual profesor y estudiante establecen una relación de diálogo personal con los textos que leen.

Yo interrogo el texto, pero también el texto me interroga; yo planteo preguntas al texto, pero este también me las plantea a mí. A partir de esta experiencia, quien lee se transforma y construye las bases de su subjetividad. A través de esas experiencias, en las que la lectura de textos literarios es una experiencia ineludible, devenimos hombres y mujeres que, a través de la experiencia, del diálogo con los demás y con las grandes tradiciones históricas y contemporáneas construimos nuestro yo personal, nuestro ser social y nuestra cultura.

 

En la literatura se busca una mirada

Estamos constantemente enviando y recibiendo mensajes: con nuestra voz, con nuestra manera de vestir, con nuestros gestos, con los medios tecnológicos que tenemos al alcance, en procura de una mirada capaz de leer nuestras necesidades, nuestros miedos, nuestras inseguridades, nuestros deseos; en suma, una mirada que sepa interpretarnos y gracias a la cual estemos en condiciones de constituir nuestra frágil humanidad. La mirada de alguien que, ante nuestra presencia, ante nuestra palabra, ante nuestro grito de íntima soledad, vuelva su rostro y nos haga sentir que, efectivamente, existimos y somos importantes.

Es la mirada que muchos jóvenes no encuentran y que, precisamente en la novela Bajo la lluvia Dios no existe, de Warren Ulloa, lleva a la joven Mabe al suicidio. El tema de la búsqueda de la mirada y de una identidad lo vemos también en una clásica novela iniciática de la literatura costarricense como Los juegos furtivos, de Alfonso Chase; o bien, en otro orden, el viaje de búsqueda del propio destino, como es Viaje al reino de los deseos, de Rafael Ángel Herra. O textos que, como Cocorí, para utilizar el término acuñado por Beatriz Sarlo, son verdaderos puntos de condensación social, referentes en los que una sociedad se encuentra para discutirse, analizarse, y construir y descontruir eso tan indefinible pero al mismo tiempo tan importante como es lo que llamamos identidad o identidades culturales y los procesos históricos que la recorren.

Esa idea ha atravesado la literatura de todos los tiempos, y constituye la base esencial de nuestra relación con ella y de esta con nosotros. No el texto literario como unidad, como estructura lingüística coherente de verbos, sustantivos y adverbios, de predicados y complementos, o como un ejemplo de correcto uso gramatical. Eso es lo que a menudo olvidamos al estudiar con nuestros alumnos un texto: cómo en este se articulan los sujetos a través de luchas, desencuentros, contradicciones, negaciones y reclamos. La literatura, en suma, como espacio de sentidos en lucha, mediante los que unos sujetos se confrontan, se relacionan, se odian y se aman, intentando constituirse. La literatura tiene en la vida la función de ser ese reactivo, la alquimia que produce esas transformaciones.

Quienes han leído la novela El túnel, de Sábato, recuerdan un pasaje fundamental: el pintor Castel exhibe sus obras en una exposición. Presente en el salón, su atención se dirige a los espectadores que se detienen ante uno de sus cuadros, uno solo de toda la exposición, y Castel analiza lo que cada uno de ellos mira en él; ninguna de las miradas previsibles que ven su cuadro de manera general le interesa, porque no alcanzan a fijarse en el detalle que él quiere que descubran. Hasta que llega María, quien se detiene frente al cuadro y, contrario a todos los demás, apenas llega frente al cuadro detiene su mirada en aquel punto que Castel quería que se mirara, porque es el que sintetiza para él todo el sentido de su pintura.

Esa mirada es el texto básico que subyace en la inmensa mayoría de mensajes que nos pasamos enviando todos los días de nuestra vida. Decía un poeta: «He escrito decenas de libros, pero si solo encuentro un lector ’uno solo’ que se emocione con uno solo de mis versos, la empresa habrá valido la pena». Cada uno de nosotros es como un poema que se pasea por la vida con un verso escrito en la frente, con el deseo y la esperanza de que, entre las multitudes con que nos cruzamos, alguien no pase indiferente al lado sino que se detenga y se emocione al leernos.

Lo planteado hasta aquí quiere decir muchas cosas, pero una en particular: un sujeto lo es al contar con un discurso propio que lo expresa, cuando tiene una voz que se siente autorizada, valorada; esto es, si la educación le ofrece la posibilidad de convertirse en hermeneuta de sí mismo. En tal panorama de exigencias que le pedimos a la enseñanza de la literatura, ¿qué papel desempeñan las evaluaciones de selección múltiple, los exámenes de pareo, las preguntas con espacios en blanco que deben ser completados, o las de falso y verdadero? ¿Cómo puede ser que para las clases de literatura o para las de historia se impulse ese tipo de evaluaciones por parte de los diversos agentes educativos, incluso de las propias autoridades ministeriales? Lo señala afirma Ken Robinson: «Al profesor solo le interesa que se conteste lo que está en los contenidos del temario, lo que provoca la frustración de aquellos estudiantes que son más arriesgados y a los que les gusta improvisar. Eso provoca que cada vez se atrevan menos a pensar de manera diferente por miedo a equivocarse»[2].

Es difícil entender la tendencia a transformar todos los textos, incluidos los literarios, en bancos de datos, con los cuales se hace imposible crear conocimientos estructurados y significativos y que, además, impiden develar cualquier sentido, cualquier intención que haya estado en la base de su creación. Hablamos de la literatura como actividad creativa, pero nuestros modos de acercamiento a ella a menudo no permiten al estudiante 'ni el profesor se permite a sí mismo' producir discursos alternativos que dialoguen con el texto a través de procesos en que los estudiantes no sean solo un eco de las guías de lectura y de las evaluaciones.

¿Qué lecturas se eligen hoy? Es cierto que debemos conocer a los clásicos, y perderíamos mucho al no leer a Homero, a Shakespeare, a Dante, a Cervantes y a otros que forman parte del canon occidental. Pero también todo lo que uno se pierde si no lee a los contemporáneos. Estos últimos son los que están escribiendo la literatura que nace del contexto en el que estamos viviendo y, por lo tanto, es de nosotros de quienes hablan, de nuestro momento histórico.

¿Es la literatura contemporánea una escritura «del buen decir», modosa, educada, bien hablada, sin malas palabras, que desarrolla temas y un lenguaje a prueba de cualquier censura? Probablemente no, muchas veces no, pero eso no es lo esencial: la buena literatura es utopías, esperanza, expectativas, alegría, regocijo, nacimiento, pero también sexualidad, terror, violencia, malas palabras, muerte, dolor, o sea, la vida misma, y como ésta, expresa lo terrible que encierra la cultura humana. La literatura es como una plaza en donde confluye lo mejor y lo peor de este mundo en que vivimos, donde convergen la violencia y la crueldad, pero también los más grandes valores de la humanidad. La literatura que se escribe hoy, y de manera particular en América Latina, se nutre de muy diversas fuentes, de géneros, subgéneros y estilos que no tiene miedo de mezclar. Como en algún momento lo describió muy bien el escritor costarricense Alexander Obando, la literatura es lo que es la vida: un carnaval grotesco, al mismo tiempo que una celebración divina.

 

Otro canon es posible

Los jóvenes tienen su propio canon[3] de libros y lecturas, formado por sagas de magos, vampiros, demonios, y sobre todo ficciones apocalípticas del mundo de hoy y del mañana, alrededor de las cuales se forman incluso clubes de lecturas. Tienen en común el constituir historias posteriores a la destrucción de la sociedad, con adolescentes que luchan contra gobiernos que se tomaron el poder después de guerras o catástrofes mundiales. El hecho de que sean libros en los que los héroes principales son jóvenes les hace las historias más atractivas. Como asegura un joven en cuanto a Los juegos del hambre, «mezcla el amor no correspondido, la realidad de un estado corrupto, la valentía de una persona al tener que ir a una arena e intentar sobrevivir, y en el tercer libro, se pone a prueba a una persona para que sea la encargada de liderar una revolución». Según una lectora joven, lo que llama la atención de los jóvenes en el libro Divergente es la importancia que le da el libro a la capacidad que tienen los jóvenes de tomar decisiones, de creer en ellos mismos y de vencer sus miedos, y cuando lee el libro piensa sobre las decisiones que ella debe tomar en su propia vida. Los jóvenes comparten muchísimo sobre sus lecturas en las redes sociales.

Como lo señala el escritor Carlos Rubio, estas lecturas tienen que ver con la caída de las narrativas luego de la Guerra Fría y “las nuevas generaciones que nacen en un mundo de incertidumbres y sin utopías. Ahí es donde entran esos héroes que deciden luchar, ya sea por la paz, la libertad o la simple supervivencia». Es cierto que detrás de todos esos libros hay gigantescas agencias editoriales que se encargan de que estos no sean simplemente libros, sino bienes de consumo sumamente atractivos. Pero también lo es que, más allá de esa consideración, se trata de novelas que recogen pasiones universales y reelaboran temas que, por lo demás, han sido tradicionalmente tratados en la literatura de todos los tiempos. Una joven señalaba que podía pasar noches enteras leyendo sobre sociedades ficticias de un futuro opresor, pero en el colegio fue incapaz de completar la lectura obligatoria de Marianela, de Benito Pérez Galdós.

Más allá de que los temas sean sobre distopías del futuro, o bien sobre dramas juveniles «reales», hacía rato no se veía a tantos muchachos con un libro entre las manos.

Esos libros, muchos de los cuales son extensas trilogías, muestran varios aspectos de los que extraer interesantes conclusiones. Por una parte, no es cierto que la lectura esté en crisis o que los jóvenes no lean. Por otra, que los jóvenes leen con fruición y entusiasmo libros que constituyen un universo aparte de las lecturas que se imponen en el aparato educativo y que no han permeado aún el canon escolar de lecturas. Sería válido pensar, además, que se trata de obras que, quizás, muchos de los profesores no conocen.

Estamos, entonces, ante dos dimensiones de la lectura que se comportan como compartimentos estancos, divididos generacionalmente. En la base de esa confrontación encontramos el prejuicio de que se trata de best sellers y, por tanto, obedecen al orden de la literatura de masas, de una subliteratura que en la mayoría de los casos no sería sino expresión del imperialismo cultural, con un gran éxito de penetración por las prácticas publicitarias de los grandes consorcios editoriales internacionales, especialmente los norteamericanos. En ese marco ideológico, el sistema educativo tendría como función proteger a nuestra juventud del consumismo de esas influencias que atentan contra nuestra producción literaria, contra el conocimiento de nuestros autores y contra los valores de nuestra identidad cultural. Ahí, por supuesto, ya no hay diálogo posible.

Se olvida que los temas y motivos que desarrollan estos libros son los mismos que se han venido tratando en clásicos de la literatura occidental, para no mencionar el cuento maravilloso europeo, la novela gótica o la novela de aventuras del siglo xix, así como en otras tradiciones literarias. Por eso, la descalificación apriorística no cabe. Se trata, eso sí, de un nuevo canon que funciona en condiciones muy distintas a las tradicionalmente observadas hasta buena parte del siglo xx, y no solo por parte del mercado, sino porque los referentes culturales, las formas de socialización y de comunicación de los jóvenes, sus intereses personales, sus preocupaciones por su destino propio y el del mundo parecen andar por rumbos distintos a los de quienes tienen en sus manos la organización de los programas oficiales de enseñanza de la literatura.

Me interesa referirme a un ejemplo cercano y polémico de nuestra literatura contemporánea, para ilustrar con un ejemplo concreto las posibilidades interpretativas de lo que vengo diciendo. Cuando apareció la mencionada novela Bajo la lluvia Dios no existe, de Warren Ulloa[4], se la calificó como una obra inmoral, antirreligiosa, de lenguaje soez, pornográfica. La gente no se imaginaba cómo una obra literaria de esa calaña, un mal ejemplo para la juventud, recibió el Premio Nacional «Aquileo J. Echeverría». Eso llevó incluso a que las autoridades religiosas del cantón de Belén no permitieran su presentación en la Casa de la Cultura que en ese cantón administran. Y sin embargo, la obra agotó rápidamente dos ediciones.

En mi opinión, Bajo la lluvia Dios no existe presentó una visión perturbadora de la actual sociedad costarricense, en particular de la juventud, lo que produjo un fuerte golpe al escenificar en sus páginas la calle sin salida a la que están conduciendo a los jóvenes los aparatos sociales que se ocupan de ella y que están fracasando de manera absoluta: el Estado, la educación, la familia. No entender eso cuando leemos la novela es dejar por fuera las diversas capas de sentido que hay en la densidad del texto, bajo su iconoclasta superficie lingüística. Quedarse en el título o en descalificar la obra por la utilización de un lenguaje impropio y la descripción explícita de prácticas sexuales, es quedarse en el nivel más elemental del texto.

Su título, en vez de servir de puerta a la lectura y significancia del texto, más bien lo bloqueó de entrada. ¿De qué Dios se trata, y qué lluvia es la que borra su existencia? La mención a Dios no refiere ’o no debería referir única y necesariamente’ a la noción religiosa, y sobre todo a su fuerte tradición iconográfica. Tenemos que verla como una noción ligada a las figuras del Poder, al mundo de lo Simbólico, a la figura del Padre, la Ley, el mundo de la Cultura y, finalmente, las figuras en que ese Poder se transfigura y por medio de las que se hace representar. Ese es el Dios contra el que, de una manera lúcida y consciente, se rebela el personaje femenino de Mabe. Solo parcialmente, es cierto, porque al final la figura de la Ley, del Padre, articulada en una de sus formas principales, su padre biológico, incestuoso y corrupto, la lleva al suicidio.

Para Mabe, suicidarse es la manera radical de matar al Padre, como un acto de limpieza; de ahí que sea la figura de un harakiri la escogida por ella como portada del libro de poemas que escribe. El dibujo del harakiri actúa, así, como la clave de interpretación que ella deja sobre su suicidio. Como para ella es una imposibilidad reemplazar la imagen displacentera del padre con la de Bernal, su novio, no le queda más salida que matarse.

La novela pone de relieve todos los demonios con que la vida contemporánea rodea y asecha, con sus espejismos, el mundo de los jóvenes: sexo, droga, narcotráfico, consumismo, incesto, trata de blancas, corrupción política, prostitución, e incluso la violencia de las barras bravas. Esa urdimbre de violencias constituye la cara plural y visible del funcionamiento de las esferas sacrificiales cuyas víctimas propiciatorias son los jóvenes. ¿Qué queda? Para Mabe, y finalmente también para Bernal -cual versión siglo xxi de Romeo y Julieta’ solo resta el último gesto de dignidad posible: la muerte.

No hay lluvia que pueda lavar el malestar que la cultura contemporánea ha hecho caer sobre la vida de los jóvenes. El único líquido que la limpiará del todo no es el de la lluvia que, cual leitmotiv de la novela, cae sobre ella como vano acto supletorio de limpieza, sino el líquido que al final saldrá de ella misma: su sangre.

Así, Bajo la lluvia Dios no existe es una novela de iniciación, de aprendizaje, pero lo paradójico que estos adolescentes aprenden, no más inician sus vidas que, así como está, con todas las estructuras de poder y de violencia que enfrentan, propias de una sociedad productora de constantes víctimas sacrificiales, luego del rock y la literatura la vida quizás no vale la pena de ser vivida. Si no entendemos esto sobre la novela de Ulloa ’por lo menos esto’ no habremos entendido la apuesta que en ella se juega, porque es a partir de esa propuesta vital que el texto nos interpela, como pocos textos lo han hecho en la literatura contemporánea que se escribe y publica actualmente sobre jóvenes en Costa Rica.

 

Una necesaria revisión del concepto de literatura

La enseñanza y estudio de la literatura requiere revisar el concepto mismo de lo que entendemos por tal, proceder a un aggiornamento a partir de las nuevas relaciones y configuraciones discursivas que el funcionamiento de la institución literaria establece con la llamada cultura popular, con la cultura de masas y con los medios de comunicación en las nuevas e inéditas condiciones de distribución, de consumo y de producción de hoy. Los jóvenes, en particular, viven un mundo y un futuro con perspectivas y horizontes planetarios distintos. Sus principios, sus miedos, sus capacidades y desafíos son otros, lo mismo que sus gustos y también los valores éticos y estéticos que esperan encontrar en los productos artísticos que consumen.

Otro tema importante se deriva de lo que he venido aquí, relacionado con la necesidad de abrir el canon de lecturas a las nuevas identidades particulares de grupos específicos que hoy están más abiertos a distintas posibilidades identitarias, ya no de manera subrepticia, furtiva, encubierta, como lo trata Chase en Los juegos furtivos, sino con márgenes de libertad inéditos en nuestras sociedades de hoy en día. Nos referimos a la literatura que aborda el tema de las múltiples identidades sexuales. Su visible presencia le otorga un valor enunciativo insoslayable y un carácter políticamente provocador; de ahí la importancia de su inclusión dentro del universo de lecturas de los jóvenes.

Los estudios sobre literatura se encuentran hoy en un estadio de gran inestabilidad, debido a la apertura suscitada en el canon tradicionalmente comprendido como literario, sea en los lenguajes mismos, en los temas, en los géneros o en los mismos sujetos productores, dadas las condiciones de producción y difusión que el mundo actual ofrece. Esas nuevas literaturas tienen entre sus características intrínsecas una gran fluidez de fronteras y grandes posibilidades de entrecruzamientos discursivos, «inestabilidad» que no debe verse como pérdida sino como una ganancia. Esa condición de ser inaprehensible en una definición unívoca es su gran riqueza, producto de las mil caras en que la literatura puede desdoblarse. A este respecto, cito la traducción que Fernandes Gonçalves hizo del texto que un músico escribió a propósito del jazz, aplicable a lo que vengo comentando de la literatura: «Quieren definir de manera fija el jazz con base en lo que fue, como si el jazz hubiese sido alguna vez algo fijo. El jazz nació lleno de matices, de variantes, y luego de partir de ese punto original, nunca más volvió a él. El jazz siempre va hacia adelante, y nunca más volverá atrás»[5]. Ese descentramiento vivido por el jazz, pero también por la literatura de hoy no tiene marcha atrás, y es a la enseñanza de la literatura a la que le corresponde ponerse al día, so pena de volverse obsoleta.

 

Sostenibilidad cultural y universalidad. Una consideración final

No es que todo vale en el patrimonio cultural; que es literario todo aquello que pretenda serlo, o que es arte todo aquello que se venda como tal. Hay rasgos culturales, tradiciones, conductas que merecen ser cuidadas, cultivadas, reproducidas, otras no; hay formas de hablar y razonar que educan y elevan el espíritu y las hay que definitivamente son empobrecedoras. Como en toda herencia, no se trata de recibir globalmente un corpus homogéneo, sino de llevar a cabo un rescate selectivo que permee lo que como herederos buscamos reafirmar del corpus cultural heredado, tomar el relevo en su cuidado, hacerlo nuestro y entregarlo enriquecido a las generaciones siguientes.

Las culturas son poblaciones de individuos que comparten similar información en cuanto a su historia, sus valores y sus intereses, dentro de un espacio geográfico determinado. Una cultura constituye una especie de familia ampliada, y por tanto sus miembros están construidos desde un tipo particular de información cultural que existe en unas determinadas coordenadas temporales y geográficas que los definen, emparientan y, al mismo tiempo, los diferencian de otras poblaciones. Eso es una identidad cultural. Tales factores eran más fácilmente diferenciables en épocas pasadas; actualmente, vivimos una época más complicada. Con el advenimiento de lo digital, la diferencia entre el original y la copia, entre naturaleza y cultura, entre lo legítimo y lo ilegítimo, entre lo espectacular y lo esencial se diluye. Eso influye, de manera directa, en el trabajo educativo, en el sentido de preguntarnos desde dónde, con qué productos culturales podemos y debemos educar.

En nuestra tarea educativa, en la gran mesa de la universalidad, hay que distinguir lo que corresponde a nuestra biografía cultural propia. Educar en un mundo globalizado no implica uniformizar el pensamiento ni llevar a prácticas culturales indiferenciadas, sino el lugar de encuentro de lo diverso, de las diferencias. Si no lo tenemos presente en las clases de literatura, si no lo hacemos cuando la leemos y la enseñamos, no sabría con qué más podemos hacerlo. Ese es el poderoso instrumento que tenemos entre manos.

 

 

 

– Albino Chacón Gutiérrez

– ACL



[1] Diversos historiadores han insistido sobre esta característica del discurso histórico, de manera particular Hayden White en sus diversos libros. Por ejemplo, en El texto histórico como artefacto literario (Barcelona: Paidós, Barcelona, 2003, p. 145) sostiene: “El problema principal para cualquier teoría del escrito histórico no reside, por tanto, en la posibilidad o imposibilidad de una aproximación científica al estudio del pasado, sino más bien, en explicar la persistencia de la narrativa en la historiografía. Una teoría del discurso histórico debe atender a la cuestión de la función de la narratividad en la producción del texto histórico. Debemos partir entonces del irrefutable hecho histórico de que los discursos distintivamente históricos producen de modo característico interpretaciones narrativas de su tema de estudio”. Más cerca de nosotros, el tema de la relación historia-literatura está en el centro del debate en el libro compilado por Ana Paulina Malavassi: Historia: ¿ciencia, disciplina social o práctica literaria? (San José: Editorial Universidad de Costa Rica, 2006).

[2] Ken Robinson citado por Elisa Silió, en «La buena escuela no asfixia la creatividad», El País (España), versión digital, 8 de abril 2013.

[3] Los datos y citas que siguen, en cuanto a las preferencias en las lecturas de los jóvenes, así como la cita de Carlos Rubio, están tomados de Ester Vargas Ramírez. «El fin del mundo para jóvenes», en Revista Dominical, de La Nación, (San José), 5 de octubre del 2014.

[4] Warren Ulloa. Bajo la lluvia Dios no existe. (San José: Uruk, 2011).

[5] Jeosafá Fernandes Gonçalves (2012). Mi traducción al español de la hecha al portugués, de Fernandes, a Icons among us: jazz in the present tense, de Lars Larson y Michael Rivoira. PJ. Gogt. EEUU. Festival Internacional do Documentário Musical. Gobierno del Estado de São Paulo, CINESESC, 2010). Aparece en Ensino é crítica. A literatura no Ensino Médio. (São Paulo: Nova Alexandria, 2010, p. 100).