Artículo de: Albino Chacón Gutiérrez
SOBRE EL CARÁCTER TRANS DE
EL AÑO DE LA IRA, DE CARLOS CORTÉS
La novela El año de la ira, de Carlos Cortés, salió a la luz en noviembre de 2019, poco antes de estos dos últimos años que tienen al país y en general al mundo con tanta ira, pero además también con fastidio, decepción, desesperanza y pesimismo. Tiempos difíciles, de confinamiento, de soledad, pero también para la lectura y la reflexión. Leemos esta novela, que trata acontecimientos sucedidos hace un siglo, en esa atmósfera enrarecida. Una novela no solo se lee ubicándonos en el momento en que suceden los acontecimientos narrados, llevándonos al escenario mismo donde esos hechos sucedieron; también leemos en ella los tiempos que como sujetos vivimos, en una especie de lectura espejo: todo texto nos relata; todo texto, a fin de cuentas, nos habla de nosotros mismos y de nuestra condición actual.
En esa especie de ubicuidad, el lector queda simultáneamente en ambos escenarios: en su presente, el de la lectura, y en el presente —ya hecho historia— del escenario de lo narrado. Es el carácter performativo que caracteriza al discurso literario y lo distingue de otras formaciones discursivas. Agreguemos otra dimensión de la novela de Cortés: el lector está también en otro espacio/tiempo, acompañando al escritor en el proceso mismo de escritura, sobre todo porque el autor deja patente, como parte de la estructura misma del texto, su proceso de investigación para la escritura, las condiciones de producción de esta: las vicisitudes, las circunstancias, los detalles, las dudas mismas, como parte de su tejido constructivo.
He dicho escenario, y a este respecto conviene tener presente la hechura, la índole transgenérica de la novela. El año de la ira se ofrece en su carácter dramático, lo que Cortés mismo nos sugiere cuando el texto empieza como obra teatral, señalando por su nombre a cada uno de los dramatis personae que poblarán el drama, los protagonistas de la escenificación histórica que va a desarrollarse ante nuestros ojos, indicando el papel que cada uno de ellos va a desempeñar, ante el enigma por desentrañar: encontrar respuesta a la pregunta básica que ondea sobre todo el proyecto de escritura de la novela: ¿Quién mató al general Joaquín Tinoco?
El texto no se presenta solo como novela; también como un drama, una tragedia con aires shakesperianos alrededor de un magnicidio; incluso, una especie de épica anti-tinoquista. Daniel Gallegos, en El pasado es un extraño país, cuyo telón de fondo es el mismo período de la dictadura de los Tinoco, lo llama «una época con visos de tragedia de opereta»; también utiliza el calificativo de «tinglado» que reitera ese carácter teatral, aunque visto desde una perspectiva distinta. Es el período de la historia nacional que más se asemeja a una corte, con su rey Federico; Rasputín su hermano Joaquín, más poderoso que el propio presidente, y este un figurín del poder, rodeados ambos de una cohorte sumisa y unos esbirros criminales a su servicio.
Los hermanos Tinoco acabarían al modo de situaciones semejantes en otros países y épocas: un magnicidio. Si en Brasil, en 1954, Getúlio Vargas dejó escrita una carta que ceraba así: «Salgo de la vida para entrar en la historia»1, para luego suicidarse, habría que decir que Federico Tinoco, al abandonar su cargo y huir del país a Francia, pudo haber dicho «salgo de la historia para entrar en la vida», aunque finalmente no fue lo buena que había esperado pasar en París. Así mostró su falta de decoro y su poca estatura moral. Con Federico, efectivamente, la tragedia deviene una ópera bufa.
La perspectiva épica tiene que ver con el surgimiento y sacrificio de los héroes revolucionarios que murieron combatiendo a la dictadura, como Rogelio Fernández Güell o Marcelino García Flamenco, entre otros, así como los maestros y estudiantes que se manifestaron en las calles contra la tiranía, lo que daría nombre posteriormente nombre al Paseo de los Estudiantes (la calle 9, del centro de San José), centro icónico de las manifestaciones. Probablemente, muchos ciudadanos ignoran a qué obedece el nombre de esa calle, ante lo que Carlos Cortés señala en su novela como una característica de los costarricenses: «Esa especie de amnesia colectiva que nos inoculan desde que nacemos hacia la historia nacional […] Son héroes, revolucionarios ante una posteridad que no va preservar sus rostros ni sus actos». Terrible admonición desde la literatura a un país marcado por la desmemoria.
El conocimiento de la historia, de los momentos de grandeza debería ser la fuente de nuestra identidad cultural, pero la carencia de conocimiento histórico la sustituyen los signos de la más burda tipicidad, como leemos en la novela: una cerveza «Imperial», una botella de guaro, un chonete, un pañuelo floreado, una balón de futbol, una salsa «Lizano» o una tapita «Gallito» se mencionan en la novela como iconos pintorescos que nos hacen sentir auténticos costarricenses, tema que Cortés retoma de manera sarcástica en El año de la ira, pero que sabemos ha sido una de sus preocupaciones constantes, presentes en otras de sus novelas y ensayos. De ahí la dificultad para configurar o imaginar de una manera única ese período cortesano, militar, espiritista, teosófico que nunca más habría de repetirse en la historia nacional, pero quedó marcado por una amnesia nacional voluntaria, de manera que no fuera a manchar el camino democrático y la visión impoluta de un país pacifista amante de la paz, que es como nos gusta imaginarnos.
La violencia de una feroz dictadura, la obsecuencia política, la tortura y el crimen estuvieron a la orden del día en un período que nos asemejaba profundamente a las satrapías que colmaron tantas naciones latinoamericanas durante el siglo xx. El año de la ira muestra de modo palmario y resultado de una investigación documental rigurosa que la historia de Costa Rica no ha sido el oasis de paz que el discurso oficial no se cansa de repetir, como no lo es tampoco hoy en día, cien años después.
Aunque la idea de referirse a una función de la literatura no le gusta mucho a algún sector de la crítica literaria, los lectores no podemos sino agradecer cuando un texto arroja luz sobre trechos y personajes olvidados, iluminando intersticios para volver parte de la memoria nacional «nombres que sucumbieron al ácido de la desmemoria social», sobre todo cuando seduce ocultar bajo la alfombra del olvido lo que nos expone y que saca a la vista nuestras cosas feas. Pero no otra cosa debemos pedirle, incluso exigirle a la literatura: crear, trabajar, forjar una lengua distinta, y cito a Cortés, distinta a «esa lengua incapaz de hablar con claridad, como la costarricense, llena de recovecos, silencios y eufemismos». El autor, también a través de su narrativa, es un escritor ensayista que lanza sus dardos contra aquellos aspectos de la sociedad costarricense que merecen su ojo crítico. Ese carácter ensayístico es, entonces, otra particularidad que tiene El año de la ira en su dimensión transgenérica.
Detengámonos en que con esta novela estamos frente a un texto trans, que se ubica en un entrelugar, de donde obtiene su fuerza enunciativa. El año de la ira es una narrativa que liga ficción e historia, que dialoga con diversas fuentes documentales que se citan y se integran a la trama de la novela, lo que le da ese carácter de condensación discursiva. También estamos ante una novela policial que examina hipótesis, conjeturas sobre quién pudo haber sido el asesino de Joaquín Tinoco, trajinar en que el lector acompaña al narrador investigador. Asimismo, leemos el texto como una crónica periodística. Por todo ello, es preferible acudir al concepto de texto trans o de novela transtextual, porque esta transita, transcurre, fluye, alterna de un género o subgénero al otro continuamente, uniendo y aprovechando las características y posibilidades de cada uno de ellos. Al carácter trágico de esa puesta en escena, de esa performance que tiene su culminación en el asesinato de Tinoco, se contrapone un elenco de personajes históricos de primera y de segunda magnitud, algunos de los cuales son verdaderos héroes antagonistas y otros no son más que el estamento servil del poder. Por tanto, estamos ante una novela que no leemos solo como tal en su verosimilitud narrativa, sino que nos pone a leerla como novela/documento; como ficción y como historia, como un fresco discursivamente híbrido de una época.
Es ese tejido entre diversos géneros, sin que percibamos las costuras entre estos, lo que convierte El año de la ira en un texto que crea no solo un efecto literariamente verosímil, sino una idea de veracidad para tratar un período de la historia nacional mediante una voz narrativa que no duda en reconocer sus límites, sus dudas, las posibles imprecisiones y vacilaciones acerca de lo realmente acontecido, sobre un ejercicio del poder como no se ha vuelto a repetir en la historia nacional. Eso es lo más valioso de la obra: su pluralidad, su entramado transgenérico, que lo convierte en punto de condensación rico y complejo: condensación de géneros, pero también condensación apretada de hechos, personajes, ejercicio despótico del poder, muerte, tortura, así como los silencios sobre lo realmente acontecido. El año de la ira no es solo un ejemplo de estructuración múltiple de géneros y diálogo intertextual, sino también una vía para comprender mejor los resquicios, las ranuras, las heridas de ese período fundante de la historia política de Costa Rica en el siglo xx.
Ese carácter híbrido de la narrativa histórica no deja de ser una apuesta que conlleva peligros para un escritor, por el programa de lectura —también híbrido— que establece, en la medida en que la novela se resiste a ser leída solo como texto literario ficcional. Intenta también que se la lea como un documento que resignifica el modo como quiere que sea interpretado un momento, unos hechos o una época. La literatura, entonces, no solo es un hecho de lenguaje, sino también transparencia vívida. Se trata de cierta ubicuidad, la literatura como umbral: un espacio que es al mismo tiempo interior y exterior de un momento determinado. Lenguaje y al mismo tiempo una historia que lo desborda.
Cortés podría sostener que escribe textos ficcionales que, como en esta y en otras de sus novelas, aluden a referentes sociales, históricos, políticos, claramente identificables. De ahí el interés del autor por reiterar que El año de la ira ha sido el resultado de una pormenorizada investigación documental. Son textos híbridos que inevitablemente prescriben una forma de leerlos. ¿Qué importancia tiene esto para la recepción de los textos? De manera general, el conocimiento que muchos se hacen de la historia es mediante la literatura, de la ficción, y no tanto de textos estrictamente históricos o sociológicos, escritos más bien para circular en ámbitos académicos muy restringidos. La mayor circulación y recepción de los textos literarios resulta, finalmente, en un gran compromiso para el escritor.
No deja de incomodar, puede que por cierta arrogancia que se desprende, leer lo que en algún momento respondió el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya, cuando en una entrevista afirmó: «No tengo ninguna intención instructiva en mis novelas. Los datos históricos los incluyo porque me los pide la trama. Ahora bien, no puedo negar que Centroamérica, por ser una zona periférica poco tratada literariamente, al menos en el terreno de la ficción, me ofrece suficiente material que puedo manejar a mi antojo»2. ¿Puede un escritor afirmar que se atribuye la prerrogativa de manipular a su antojo los datos que una realidad le ofrece? Un serio tema para discutir, sin duda, en lo que se refiere a la narrativa histórica. En todo caso, las novelas de recreación histórica de Castellanos Moya —lo más importante de su obra— no siguen ese patrón, cuando se trata de hibridar historia con ficción. Carlos Cortés asume esa responsabilidad moral que adquiere la ficción literaria en la reconstrucción de la historia, en la imagen que nos hacemos de esta, sustituyendo en el imaginario de los lectores, al discurso propiamente histórico, sin que el escritor mismo incluso se lo proponga.
La literatura, con su fuerza de mostración performativa, de reconstrucción vívida, acerca de mejor manera a los lectores a los episodios de la historia. Por ello la novela histórica constituye un género complejo, dada la carga híbrida que conlleva. Mijail Bajtín se refirió a las dificultades que debe afrontar un escritor esta literatura que incursiona, que se mueve en los terrenos de la ficción, de la (re)construcción histórica o de la antropología (en la literatura que recrea elementos culturales étnicos), en contraposición con un texto de estricta ficción3.
Cuando se trata de una novela que emprende ese ejercicio de hibridez intergenérica, interdiscursiva, como en El año de la ira, no podemos sino agradecer esa composición dialógica entre historia y literatura, al mismo tiempo una revisión de las ideas hechas que tenemos de nuestra historia, o simplemente de la amnesia consciente o inconsciente, incluso provocada colectivamente, que tenemos sobre ella. Como sostuvo alguna vez Cesare Pavese: «Para hacer literatura no es necesario crear personajes, sino transformar los hechos en palabras y poner en ellas toda la vida que respiramos».
1 El final de la patética carta de Getúlio Vargas, entonces presidente de Brasil, decía: «Eu vos dei a minha vida. Agora vos ofereço a minha morte. Nada receio. Serenamente dou o primeiro passo no caminho da eternidade e saio da vida para entrar na História»(Rio de Janeiro, 23 de agosto de 1954).
2 «Al centro y violento». Entrevista con Horacio Castellanos Moya, de Alejandro Soifer. Página 12, Argentina, 17 de agosto de 2008. https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-3139-2008-08-17.html
3 La cita literal de Bajtín que ilustra la dificultad y los desafíos que presenta para un escritor la hibridez literaria es la siguiente, en mi propia traducción: «El híbrido literario exige un esfuerzo enorme: estilizado de arriba a abajo, se reflexiona cuidadosamente, pensado en cada una de sus partes, distanciado. En esto se distingue radicalmente de la mezcla de lenguajes que hacen los escritores de prosa mediocres, en una mezcla superficial, irreflexiva, sin sistema, muchas veces rayana en la falta de cultura. En tales híbridos no hay combinaciones de sistemas lingüísticos debidamente dominados, sino simplemente una mezcla de elementos de diversos lenguajes. No es una orquestación que utilice las posibilidades del polingüismo sino, en la mayoría de los casos, el lenguaje directo del autor, impuro y falto de elaboración», en Mikhail Bakhtine, Esthétique et théorie du roman (Paris: Gallimard, 1991), 182.