Roberto Murillo Zamora

Discurso de ingreso

Dormía don Quijote a pierna suelta, si tal era posible, en la oscura y célebre venta de Juan Palomeque el Zurdo, cuando toda su comitiva, encabezada por el cura de su aldea, quiso pasar la noche escuchando a este señor burlador leer una novela que en la venta se guardaba como tesoro: la del Curioso impertinente.Ya en vida de Cervantes dio la crítica en considerar inoportuna la interpolación de esta novela en el seno de El Quijote. Cervantes mismo, hablando por boca de aquel otro burlador, el bachiller Sansón Carrasco, acepta tal crítica respecto de la recién publicada primera parte de El Quijote: “Una de las tachas que ponen a la tal hístoria de su merced del señor don Quijote” (II, 3). En el capítulo cuarenta y cuatro de la segunda parte reitera que la novela del Curioso se encuentra como separada de la historia principal. Unamuno, en su Vida de don Quijote y Sancho, al referirse a los capítulos XXXIII y XXXIV de la primera parte, donde se contiene casi toda la novela interpolada, los pasa por alto, diciendo que ella es “novela por entero impertinente a la acción de la historia”.Tieck, en cambio, observando nuestra literatura desde la amplia perspectiva de la filosofía romántica alemana, dice al respecto: “La novela hace juego profundamente con la acción principal de don QuijoteΓǪ Expresa en otra forma la acción principal de la filosofía cervantina”i. Sin duda, el Curioso es una de las novelas ejemplares, en el sentido que Cervantes daba al término, pero es quizás la única que se encuentra a la altura de El Quijote, pues fue concebida cuando la mente de Cervantes, creyendo reposar de ese “trabajo incomportable”, así lo dice él, consistente en “ir siempre atenido al entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas” (II, 44), continúa desarrollando su intuición fundamental en otro registro, aparentemente muy distanciado del hilo principal de su máxima obra. Del Curioso dice con justicia Jean Cassou que “por la autoridad del relato y por la profundidad de la psicología, es una de las maravillas del arte universal”ii. Convencido yo de que esta novelita, cuyo contenido erótico ya me impresionó cuando la leí por primera vez a los doce años de edad, es profunda, maravillosa y, desde luego, pertinente, he querido comentarla ante ustedes desde un punto de vista filosófico, para satisfacer una vieja curiosidad.

Hay algo de audacia en esto de abordar El Quijote y, en relación con él el Curioso impertinente, en perspectiva filosófica.Y es que ha adolecido siempre nuestra tradición hispánica, de cierta ausencia de reflexión filosófica respecto de las obras literarias, en lo que concierne a la mejor de todas. En su hora dijo Américo Castro algo que, salvo excepciones, sigue siendo válido:“esta verdadera penuria de trabajo reflexivo en torno a Cervantes, aunque ello sea paradójico, procede del ambiente fetichista que se ha ido formando alrededor de aquél; y al mismo tiempo, del temor de incurrir en el pecado de esoterismo”iii. Tal vez mi discurso parezca un poco esotérico, dentro de tal tradición, pero confío en poder mostrar que la idea fundamental de Anselmo, el protagonista de la novela interpolada, es la misma de El Quijote: tanto la idea en sí, como su desarrollo psicológico y narrativo nos ponen, no frente a una cuestión filosófica cualquiera, sino ante la pregunta fundamental de la ontología, ante aquello que, por excelencia, es digno de ser pensado.

El Curioso sucede en Florencia,“ciudad rica y famosa de Italia”, en el Renacimiento maduro (uno de los personajes muere en las guerras del Gran Capitán). Espacio y tiempo definen aquí un ambiente refinado y culto: “los florentinos eran entonces gente útil y estimada en el mundo entero, y no en vano, precisamente por aquellos años, los llamó el papa Bonifacio VIII el quinto elemento”iv. No es de extrañar, pues, que salvo algún lance que nos recuerde la comedia de capa y espada, sea el Curioso una obra de gran densidad conceptual, como un vasto silogismo sin concesiones anecdóticas. Es la historia de una idea y de sus consecuencias íntimas y externas, presentada en un lenguaje exacto, cuidadoso de balances y simetrías. En ella la forma clásica se pone al servicio de un contenido barroco.

El Curioso es la historia de una idea, no obviamente, como diría Hegel, de la idea tal como estaba en la mente de Dios antes de la Creación, sino hecha corazón y deseo, sin perder por ello en ningún momento su presencia ante sí misma. Anselmo, el personaje que la concibe, permanece lúcido tanto en la pasión como en el desengaño, su clara autoconciencia se agudiza ante las situaciones límites y se consume ante la muerte. La novela cuenta un pensamiento que, por su contenido mismo, trasciende la persona de quien la engendra y la padece, apunta hacia el amigo, no señala intencionalmente hacia las cosas, sino al tú, al otro yo. Es una historia de amistad, y su lógica un juego de espejos. Desde las primeras hojas, el Curioso nos presenta juntos a Anselmo y a Lotario, mencionados siempre en ese orden: “En Florencia (ΓǪ) vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos que, por excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían los dos amigos eran llamados. Eran solteros, mozos de una misma edad y de unas mismas costumbres; todo lo cual era bastante causa a que los dos con recíproca amistad se correspondiesen (ΓǪ) y de esta manera, andaban tan a una sus voluntades, que no había concertado reloj que así lo anduviese” (I, 33). El Renacimiento es época propicia a la amistad: Platón y Aristóteles estaban de acuerdo con tenerla en la mayor estima. Erasmo, en cuya escuela se formó indirectamente Cervantes, escribe: “yo pienso que nada puede ponerse por encima de la amistad; nada se puede con más ardencia (sic) desear, nada se puede atesorar más celosamente”v; y en otra parte dice que no faltan personas, entre las cuales entendamos que él se incluye, que “se complacen en las dulzuras y los tratos con los amigos, diciendo que la amistad se ha anteponer a todas las cosas, porque es algo tan necesario, que ni el aire, ni el fuego, ni el agua lo son más”vi. Así, a lo largo del Curioso va a reiterarse lo dicho en el comienzo: Anselmo y Lotario no están unidos por una amistad cualquiera, sino por el arquetipo de la amistad. Lo que a la amistad de ellos ocurriere no debe, por tanto, ser entendido como un mero accidente, como una contingencia evitable, sino, en alguna forma, como desarrollo y proceso que se desprenden lógica y necesariamente de la esencia de la amistad.

He aquí la primera importante coincidencia entre el Curioso y El Quijote, entre la pequeña novela interpolada y la historia total de que forma parte: El Quijote es, esencialmente, la narración de una amistad. El verdadero núcleo de esa obra maestra es quizá el reconocimiento que de sí mismos hacen don Quijote y Sancho, en la medida en que se reconocen recíprocamente, si hemos de decirlo con palabras de Hegel. Antonio Machado escribe en su Juan de Mairena: “Es casi seguro que don Quijote y Sancho no hacen cosa más importante 'aun para ellos mismos', a fin de cuentas, que conversar el uno con el otro. Nada hay más seguro para don Quijote qu el alma ingenua, curiosa e insaciable de su escudero. Nada hay más seguro para Sancho que el alma de su señor (ΓǪ). Entre don Quijote y Sancho 'esa amante pareja de varones, sin sombra de uranismo' la razón del diálogo alcanza tan grande profundidad ontológica, que sólo a la luz de la metafísica de mi maestro Abel Martín puede estudiarse”vii. También en el Curioso se desarrolla una amistad cuyo más profundo sentido ha de entenderse filosóficamente, pero entre Anselmo y Lotario sí parece haber “sombra de uranismo”, un atisbo de no confesado “amor dórico”.

Dentro del parecido de “los dos amigos”, se apunta una importante diferencia, quizá algo que los hace complementarios: “Anselmo era algo más inclinado a los pasatiempos amorosos que Lotario, al cual llevaban tras sí los de la caza; pero cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir a sus gustos, por seguir los de Lotario, y Lotario dejaba los suyos, por acudir a los de Anselmo” (I, 33). Uno, cultor de Afrodita, el otro de Artemisa, ¿por qué no pudieron acompañarse hasta el fin, permanecer hombro a hombro en todas las aventuras de la vida y en la de la muerte, en la victoria y en la derrota, en la ilusión y en la lucidez? ¿Qué factor distingue su amistad de la de don Quijote y Sancho, que sobrevivió 'así parece' a la muerte misma del hidalgo? Sin duda el secreto erotismo que llevó a Anselmo a apostar la dama con su amigo o, sin darse cuenta, a apostar el amigo con la dama. Don Quijote, en cambio, en la aventura de las aventuras, en el decisivo encuentro con el Caballero de la Blanca Luna, apuesta su dama contra la del enemigo y, viéndose derrotado, prefiere perder la vida que la dama, pero con Sancho siempre de su parte, ni apostador ni apostado, sino simplemente real amigo y escudero. En el Curioso, la complementariedad hubo de transformarse en irreconciliable oposición, porque Anselmo 'así nos parece sentirlo' en cuanto cultor de Afrodita, estaba inclinado hacia Lotario de manera que la dama va a aparecer como una intrusa en la amistad: el balance de la narración exigirá entonces que Lotario, como devoto de Artemisa, apunte sus dardos contra Anselmo.

Camila es doncella principal y hermosa de Florencia. Anselmo anda perdido de amores por su causa. Desde el principio de la corte a Camila, Anselmo toma a Lotario como medianero, éste comienza a dibujarse como instrumento de un amor vicario. Así,Anselmo “se determinó con el parecer de su amigo Lotario, si el cual ninguna cosa hacía, de pedilla por esposa a sus padres, y así lo puso en ejecución; y el que llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio tan a gusto de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesión que deseaba, y Camila tan contena de haber alcanzado a Anselmo por esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo y a Lotario, por cuyo medio tanto bien le había venido”. Después de los festejos, con prudencia que el narrador subraya, se hizo Lotario cada vez menos asiduo en casa de Anselmo para cuidar así “la delicadeza de la honra” de su amigo. Pero Anselmo se queja con dolor de esa actitud, y llega a decir a Lotario que “si él supiera que el casarse había de ser parte para no comunicarle como solía, que jamás lo hubiera hecho, y que si, por la buena correspondencia que los dos tenían mientras él fue soltero, habían alcanzado tan dulce nombre como el de ser llamados los dos amigos, que no permitiese, por querer hacer del circunspecto (ΓǪ) que tan famoso y tan agradable nombre se perdiese”. Hasta aquí, la solicitada presencia de Lotario en casa de Anselmo no exhibe su carácter ambiguo, salvo cuando hemos leído lo que sigue y podemos, con luz retrospectiva, aclarar el inicio.

Poco después de casado, en el tiempo en que podríamos esperar la noticia de que Camila había quedado encinta, nos enteramos de que Anselmo se encuentra embrazado de y con una idea, cuyo contenido por ahora ignoramos. Sólo sabemos el estado de ánimo en que, merced a ese a la vez inoportuno e insoslayable pensamiento, se ve sumido el pobre mozo: algo decisivo se gesta en él, algo que habrá de poner en vilo su existencia, una dolida y peligrosa preñez: “yo padezco ahora la enfermedad 'confiesa a su entrañable amigo' que suelen tener muchas mujeres, que se les antoja comer tierra, yeso, carbón y otras cosas peores”. Ante Lotario se presenta como alguien obsedido por una lastimosa idea fija, sin duda, pero también, en una segunda lectura, como quien menosprecia los dones del mundo ante el enigma de la existencia, como un metafísico erótico. Dice que Dios le ha dado bienes de naturaleza y fortuna, también a Lotario por amigo y a Camila por esposa,“dos prendas que las estimo, si no en el grado que debo, en el que puedo”. No obstante, ha perdido la paz: podríamos decir que ya no vive en el Paraíso, que ha comido de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal: “con todas estas partes que suelen ser el todo con que los hombres suelen y pueden vivir contentos, vivo yo el más despechado y el más desabrido hombre de todo el universo mundo; porque no sé qué días a esta parte me fatiga y aprieta un deseo tan extraño y tan fuera del uso común de otros, que yo me maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño a solas, y procuro callarlo y encubrirlo de mis propios pensamientos: y así me ha sido posible salir con este secreto como si de industria procurara decillo a todo el mundo”. No sabemos todavía qué idea se ha apoderado de Anselmo o ha encarnado en él, pero sí nos comunica que los bienes naturales y sociales, que la amistad de Lotario, que el amor de Camila, al menos tomados así por separado, en nada lo alivian de la incisión que en él produce aquel extraño pensamiento, a la vez secreto y clamoroso, sin medida común con otro alguno. Ahora bien, a Lotario no sólo lo toma como confidente de su 'según dice' extrañísimo deseo, sino que le ruega ser el instrumento para cumplirlo. Y es que cuando una idea concierne al fundamento de la existencia, no puede meramente ser contemplada: comporta una acción decidida, por más que pueda presentirse en ella, desde el principio, el peso inevitable del destino.Tales ideas son así: en ellas se pone en juego la paradójica dualidad del libre y del siervo albedrío, la antinomia de la necesidad y de la libertad.

Lotario queda suspenso, pide a su amigo que no ofenda la amistad que le tiene, andándole con rodeos; dice que frente a “sus más encubiertos pensamientos” él tendrá siempre “o ya consejos para entretenellos, o ya remedio para cumplillos”. Si queremos entender el contenido del secreto de Anselmo hemos de tener en cuenta dos cosas: una, histórica; la otra, hasta donde podemos saberlo, permanente. Primero, en la época de la acción y en la de El Quijote, el honor del caballero y la fidelidad de la dama van íntimamente unidos, y un caballero que pierde el honor es igual que un loco o que un muerto. Segundo, para decirlo como Jacques Lacan, el amor es siempre una promesa de integración y, en consecuencia, el desamor una amenaza de ruptura interna. Por eso, en cada época, según los valores y costumbres del tiempo, la cuestión de la consistencia del amor vendrá siempre relacionada con la entereza del juicio y con la integridad del ser. La pregunta de Anselmo va demasiado lejos, como todo lo concerniente al fundamento mismo de las cosas. Pone en juego su vida, su mente y su deseo: “El deseo que me fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es tan buena y tan perfecta como yo pienso, y no puedo enterarme en esta verdad, si no es probándola de manera que la prueba manifieste los quilates de su bondad, como el fuego muestra los del oro. Porque yo tengo para mí, –oh amigo–, que no es una mujer más buena de cuanto es o no es solicitada, y que aquella sola es fuerte que no se dobla a las promesas, a las dádivas, las lágrimas y a las continuas inoportunidades de los solícitos amantes”.Y agrega: “¿Qué hay que agradecer que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea mala?”. Anselmo razona como esos teóricos modernos de la ciencia cuando dicen que una hipótesis nunca puede ser verificada por la experiencia, que por ella solamente puede ser falsada: una hipótesis no falsada es simplemente un enunciado abierto a una posible falsación futura.

Nuestro protagonista anuncia al amigo su dilema, afirmando que, cualquiera que sea el resultado de la alternativa a que quiere someter a su esposa, quedará satisfecho. Quiere que Camila “se acrisole y aquilate en el fuego de verse requerida y solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella sus deseos”. No le asusta, así se esfuerza por mostrarlo, la peligrosa disyuntiva: “si ella sale, como creo que saldrá, con la palma de esta batalla, tendré yo por sin igual mi ventura (ΓǪ), diré que me cupo en suerte la mujer fuerte, de quien el sabio dice ¿quién la hallará y cuando esto suceda al revés de lo que pienso, con el gusto de ver que acerté en mi opinión, llevaré si pena la que de razón podrá causarme mi costosa experiencia”. Anselmo plantea así su alternativa erótica, con un inseguro optimismo que apenas logra disimular un temor indecible: si Camila resiste la prueba, triunfo doblemente, pues como marido obtengo una auténtica garantía de su fidelidad, y como pensador, asisto al buen éxito del experimento. Si Camila se entrega, sabré consolarme como esos sabios que, quizás, aprenden más de la falsación de una experiencia que de su siempre provisional verificación. Así se atreve a proponer a Lotario algo inaudito: “quiero, –oh amigo Lotario!, que te dispongas a ser el instrumento que labre aquesta obra de mi gusto”. Agrega algo que nos deja perplejos: “si de ti es vencida Camila, no ha de llegar el vencimiento a todo el trance y rigor, sino sólo a tener por hecho lo que se ha de hacer, y así, no quedaré yo ofendido más de con el deseo, y mi injuria quedará escondida en la virtud de tu silencio”.

En una primera lectura, el dilema de Anselmo nos parece antojadizo: sentimos la perversión que asoma los cuernos en el deseo de ver a su esposa solicitada por el amigo, en la presunción de que las cosas, al fin, no llegarán “a todo trance y rigor”, pero todo parece contenerse dentro de los límites de un juego intrascendente aunque peligroso, entre la honra y el sexo. Ahora bien, una reiterada lectura de la densa novela del Curioso nos lleva más allá: la alternativa de Anselmo no es otra cosa que una expresión erótica de la paradoja fundamental de la lógica y del problema ontológico del ser. Con ayuda de Lotario vamos a intentar ponerlo de manifiesto. Al llevar a este plano superior lo que, cum grano salis, podríamos llamar “complejo de Anselmo”, adquiere nuestro personaje la altura de la necesidad y del destino. ¿Dónde queda, entonces, su impertinencia? Su misma curiosidad parece transformarse en esa cura latina evocada por Heidegger como inesquivable dimensión de la existencia. EppurΓǪ ninguna lectura habrá de impedirnos ver, junto a la necesidad, la necedad: la torcedura del carácter de Anselmo, la ambigüedad de su deseo, la inadecuación de su método. Pero, ¿no será la necedad un camino oblicuo y astuto por donde nos lleva, enceguecidos, la necesidad?

Lotario decide seguir a Anselmo por la vía lógica de sus lucubraciones, no se limita a señalarle la ofensa a la ética, implícita en su solicitud. Se da cuenta de que “todo lo requiere el laberinto donde te has entrado y de donde quieres que yo te saque”. Cuando el ejercicio de la razón se lleva hasta el límite, conduce a la “razón de la sin razón” evocada por don Quijote en el campo de Montiel.Tras la presunta claridad del pensamiento lógico y matemático, se oculta la esfinge, fecunda en paradojas. ¿Habrá que seguir a Anselmo por el camino clásico de la demostración para llegar con él al fondo barroco del enigma? “Paréceme, –oh Anselmo!, que tienes tú ahora el ingenio como el que siempre tienen los moros, a los cuales no se les puede dar a entender el error de su secta con las acotaciones de la Sagrada Escritura, ni con razones que consistan en especulación del entendimiento (ΓǪ) sino que les han de traer ejemplos palpables, fáciles, inteligibles, demostrativos, indubitables, con demostraciones matemáticas que no se pueden negar, como cuando dicen: ΓÇÿSi de dos partes quitamos partes iguales, las que quedan también son iguales’; y cuando esto no entiendan de palabra, como, en efecto, no lo entienden, háseles de mostrar con las manos, y ponérselo delante de los ojos, y, aun con todo esto, no basta nadie con ellos a persuadirles las verdades de mi sacra religión”. Ahora bien, lo sabemos por la historia del pensamiento matemático: la claridad o rigor de las disciplinas exactas o formales conduce a lo contrario cuando se examinan sus últimos fundamentos. En las bases mismas nos esperan la reducción al absurdo de las tesis y de las antítesis, las viejas aporías eleáticas. Quizá entonces, antes de seguir el camino por donde Lotario se dejó llevar por Anselmo, el del razonamiento geométrico aplicado a la existencia, debemos detenernos para expresar una duda en términos pascalianos. ¿No ha abordado lo más delicado de la existencia, lo que sólo puede aparecerse al “espíritu de fineza”, con un método equivocado?

¿Cómo garantizar mi vida en el mañana, el futuro de la amistad, la fidelidad en el amor? No de otra manera que mediante la apertura de la existencia, la atención en la comunicación, la fineza en el trato: algo así como lo que los teólogos llaman la virtud de la esperanza. Si la experiencia de Anselmo es viable, si incluso en algún sentido es necesaria, ha de efectuarse no sólo con espíritu cartesiano, sino también pascaliano, valiéndose de las dos vías que nos ofrece el siglo XVII. Al respecto dice sabiamente Jean Cassou: “Hay que intentar la experiencia, pero también saber hasta qué punto la experiencia es peligrosa y no abordarla sino con un corazón tranquilo y una simple y dulce confianza en la naturaleza y en el porvenir. Sin duda la joven esposa de Anselmo no es una idea pura. Es un ser de carne. Pero hay que dejar a la vida el tiempo de acostumbrarse a los días que pasan, a las tentaciones y a los errores que pueden producirse”viii. Todo ello está muy bien, pero 'lo sabemos por las Escrituras' si el grano no muere no puede nacer la espiga. La vida, el pensamiento, el amor pueden resucitar de sus cenizas a veces, pero han de conocer antes la muerte, cruenta o incruenta. Sin duda nos sorprenden, en Anselmo, imprudencia, ambigüedad, obsesión, pero no podemos limitarnos a aconsejarle madurez, precisión o paciencia. En alguna forma hemos de comprender la necesidad de su sino, expresada en su idea relativa a la prueba de su mujer por medio del amigo, para, ya consumado el destino, confirmar nuestra sabiduría en el ara de su sacrificio.

¿Es tan grave la apuesta de Anselmo? Alguien quizá piense que éste puede realizar la prueba a pie enjuto: si Camila resiste la fingida corte de Lotario, tanto mejor. Si se entrega en brazos de éste, quizá aún mejor: se la deja, se busca otra mujer más fuerteΓǪ Pensar así es olvidar el peso del concepto de la honra en aquel tiempo, es olvidar lo que saben todos los celosos cervantinos y lo que Otelo sabía demasiado: la relación inquebrantable entre el deshonor, la locura y la muerte, o dicho afirmativamente, entre la honra, el juicio o la existencia. Contra ello, sin embargo, se yergue nuestra más o menos sincera liberalidad contemporánea. El concepto de la honra en relación con la pareja aparece como algo trasnochado, depassé. ¿Por qué, en efecto, acordar valor tan grande al comportamiento erótico de una compañera? Por otra parte, ¿qué importa el “qué dirán”? La fama es inconstante, el sabio no debe acordarle un valor central a algo fortuito, pues al fin, según Platón, la doxa, la simple opinión, no es sino un problemático trasunto de la verdad. El honor del Siglo de Oro, ¿no aparece así como mera vanidad? En todo ello hay mucho de razón, lo saben bien los estoicos de todos los tiempos. No obstante, no debemos precipitarnos en subestimar aquello que, según Burkhardt, era, en el Renacimiento,“la fuerza moral que se oponía al mal con el máximo vigor”; hablando en particular de los italianos expresa: “aquellos dotadísimos espíritus creían reconocerla [tal fuerza moral] en el sentimiento del honor en esa enigmática mezcla de conciencia moral y de egoísmo que le queda todavía al hombre moderno, cuando por su culpa o no, ha perdido todo lo demás, la fe, la esperanza, el amor”ix. Retengamos esto de “enigmática mezcla de conciencia moral y egoísmo”, como elemento que nos permite aproximar a Anselmo a don Quijote. En el “Caballero de la Triste Figura” es tan importante el culto de la gloria que Unamuno ha podido identificar con ella a Dulcinea. ¿Quiere decir esto que nuestro caballero no buscaba otra cosa que la fama, ya por boca de la gente de su tiempo, ya por la pluma del mago escritor de sus hazañas? No. Sabemos que igualmente trabajaba, así nos lo dice en palabras y lo avala con la intención de sus obras, por la justicia y por la paz. ¿Vanidad o altruismo? Más bien, conciencia del valor de su misión, confianza en su voluntad indomable, deseo de transformar el curso del mundo con la propia virtud de su nombre. La voluntad de dominio, entendida romántica y paradójicamente como hacedora de libertad para el prójimo, es solidaria de la confianza en sí mismo, de la conciencia de la propia unidad del caballero consigo mismo, sin división interior. Ahora bien, no puede haber “no puede haber caballero andante sin dama, porque tan propio y natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas” (I, 13). Es la dama, causa final penúltima 'la última es Dios' de la vida y de la obra de un don Quijote, quien sustenta la luz de su entendimiento, la fuerza de su brazo y la limpieza de su fama. Desde esta otra perspectiva podemos comprender el sitio tan importante que tiene en El Quijote el tema de los celos. Nuestro héroe manchego siente, como todos sus antecesores en el ejercicio de la andante caballería, profunda inquietud ante el favor o disfavor de la dama. Llora sus ausencias, siente sus posibles desaires como una herida, y si se atreviera a imaginar su infidelidad, en ella vería la muerte. Recordémoslo en Sierra Morena, haciendo penitencia por Dulcinea. Dudó entre “imitar a Roldán en las locuras desaforadas que hizo, o a Amadís en las melancólicas”. Evocando al primero unió, en su soliloquio, el honor con el juicio: “vengamos a lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió, por las señales que halló en la Fortuna [o en la fontana] y por las nuevas que le dio un pastor de que Angélica había dormido más de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos enrizados y paje de Agramante; y si él entendió que esto era verdad y que su dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco” (I, 26).Ya había contado a Sancho que Roldán, loco por tal motivo, “arrancó árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrazó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias” (I, 25). Pero don Quijote no puede seguirle por este camino porque de Dulcinea dice, “osaré yo jurar que no ha visto en todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es, en su mismo traje, y se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto si, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel género de locura de Roldán el furioso” (I, 26). Cuando Sancho, para disuadirlo de llevar a cabo su extraña penitencia, le había preguntado: “qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano”, le respondió: “el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que, si en seco hago esto ¿qué hiciera en mojado?” (I, 25). Y sabemos que no sólo don Quijote, sino Cardenio 'a quien el caballero se enfrenta para defender el buen nombre de la reina Madásima', el cabrero de la cabra Cerrera y tantos otros, padecen por celos: sufren por la ruptura de esta unidad originaria de que, según el Aristófanes platónico, disfrutaban aquellos prepotentes seres andróginos de cuya partición, operada por los dioses para evitar que a ellos se igualaran, provenimos nosotros, constantes buscadores de nuestra mitad perdida. El celoso teme la amenaza de los dioses: la de volver a dividir a cada mitad 'la que hoy somos' si se muestra soberbia. Ser nuevamente separado de sí mismo, en una especie de repetición de la escisión originaria, he aquí un temor que Anselmo comparte, algo frente a lo cual desea tener una garantía suficiente.Va a poner a prueba la fidelidad de Camila, no como un frío jugador racional desprendido de la mujer apostada, sino temblando de celos en un juego paradójico donde se juega a sí mismo; de entrada, Anselmo ha perdido, pues ya ha hecho agravio a Camila en apostarla. Don Quijote, si no hubiese estado durmiendo, de seguro habría interrumpido la lectura del Curioso para vituperar a Anselmo, ofensor del buen nombre de su esposa y, por ello, de las leyes de la andante caballería.

Lotario, después de oír la extraña solicitud de Anselmo, procura disuadirlo recurriendo a todos los argumentos posibles. Uno de los mejores tiene que ver, de alguna manera, con el mito platónico que hemos recordado: el marido engañado sufre una injuria en su propia identidad, sólo comparable a la de aquellos seres esféricos y andróginos cuya hibris, cuya soberbia, los llevó a equipararse a los dioses, por lo que fueron divididos en partes necesitadas siempre de un complemento externo. Según Lotario, aun al marido que no sabe ni ha dado ocasión para el adulterio de su mujer, “le llaman y le nombran con nombre de vituperio y bajo, en cierta manera le miran los que la maldad de su mujer saben con ojos de menosprecio, en cambio de mirarle con los de lástima, viendo que no por su culpa, sino por el gusto de su mala compañera, está en aquella desventura. Pero quiérote decir la causa por que con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque él no sepa que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión para que ella lo sea” (I, 33). Evoca la creación de Eva por Dios, a partir de la costilla de Adán, y, por la palabra divina, la institución del matrimonio: “Y tiene tanta fuerza y virtud ese milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas sean una mesma carne; y aun hace más en los buenos casados, que, aunque tienen dos almas, no tienen más de una voluntad.Y de ahí viene que, como la carne de la esposa sea una mesma con la del esposo, las manchas que en ella caen, o los defectos que se procura, redundan en la carne del marido, aunque él no haya dado, como queda dicho, ocasión para aquel daño”. Lotario pone ante los ojos de su amigo el carácter paradójico de su requerimiento: Anselmo no pide realizar un experimento cualquiera, no busca contrastar con la experiencia sensible una hipótesis sobre el mundo externo, no se limita a jugar con las cosas, sino que se pone a sí mismo en el fiel de la balanza, jugándose en el juego el jugador y el compañero, puesto que también arriesga, con su honra, la del amigo, y con su vida, la suya, para no hablar de Camila, que será objeto del juego sin que se la invite, en ningún momento, a entrar en él como sujeto, a conocerlo ni a aceptarlo. Lotario sabe que la petición de su amigo no sólo es un dédalo y una destructiva contradicción donde aquel ha caído, sino una ofensa contra él y contra la naturaleza misma de la amistad. Al amigo, dice, se le debe probar usque ad aras, nunca en cosas contra Dios, y si alguna vez se le pidiere algo contra la ley divina, que sea para defender la honra y la vida del amigo, no ciertamente para atentar contra ellas. Si Anselmo, haciendo de sofista, ha planteado un argumento para fingir de las dos posibles conclusiones de la tentación de Camila le han de resultar llevaderas, Lotario desarrolla un dilema en sentido contrario: “dime Anselmo, ¿tú no me has dicho que tengo de solicitar una retirada, persuadir a una honesta, ofrecer a una desinteresada, servir a una prudente? Sí, que me lo has dicho. Pues si tú sabes que tienes mujer retirada, honesta, desinteresada y prudente, ¿qué buscas? Y si piensas que de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como saldrá sin duda, ¿qué mejores títulos piensa darle que los que ahora tiene?, o ¿qué será más después de lo que es ahora? O es que tú no la tienes por lo que dices, o tú no sabes lo que pides. Si no la tienes por la que dices, ¿para qué quieres probarla, sino, como a mala, hacer della lo que más te viniere en gusto? Más si es tan buena como crees, impertinente cosa será hacer experiencia de la misma verdad, pues, después de hecha, se ha de quedar con la estimación que de ella tenía”.

El dilema de Lotario nos recuerda que, habiendo dicho Locke el empirista: “nada hay en el intelecto que antes no haya pasado por los sentidos”, Leibniz el racionalista le responde: “nada sino el intelecto mismo”. Traducido lo anterior al terreno de la voluntad, habría que decir con don Quijote: “Bien podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible” (II, 16). La afirmación, en uno mismo, de ese eje diamantino de origen senequista que Ángel Ganivet veía en el fondo del alma española, es el antídoto quijotesco frente a los peligros de la prueba de Anselmo. A este respecto, dice bien un estudioso del tema: “el extremo opuesto de Anselmo es don Quijote. Lejos de todo intento de administrar una prueba como la de Anselmo, es inconmoviblemente fiel a una dama que apenas ha visto. Sin embargo su fe es tan grande que puede resistir todo testimonio empírico en contrario”x.Ya le llegará, a don Quijote, en la aventura con el Caballero de la Blanca Luna, la hora trágica de ponerse a sí mismo en juego, de apostar el ejercicio de la andante caballería, pero si bien entonces podremos emparejarlo con Anselmo, en eso de hacer una apuesta autorreferente, ni en aquella aventura a la segunda potencia ni en otra alguna veremos a don Quijote lanzar la menor sombra a la integridad de su dama. A pesar de esa evidente oposición entre El Quijote y el Curioso, no debemos olvidar que ambas son historias sobre celos, aún cuando don Quijote sólo nos muestre “lo que hace en seco”, y aun cuando Anselmo sea el provocador, si bien con el alma en un hijo, de la infidelidad de su mujer.

Nos hemos detenido largamente en el solo planteamiento de la paradoja de Anselmo porque ésta, y no el desenlace de la novela, es filosóficamente lo más importante. En una paradoja suelen plantearse dos enunciados opuestos tales que cada uno de ellos conduce a su contrario, y así ambos resultan anulados. Bien entendida, una paradoja no conduce a la acción más que a la inacción: en ella el pensamiento se mantiene suspendido, pero la voluntad no puede quedarse en el fiel de la balanza; debe actuar, conduciendo al individuo a la vida o a la muerte, al ser o al no ser. Anselmo sabe que en su empresa, si pierde, gana y si gana, pierde. Si gana porque Camila rechaza a Lotario, la empresa no ha conseguido nada, virtualmente ha de ser proseguida indefinidamenteΓǪ hasta que Camila se entregue. No habrá encontrado así la clave de la seguridad de la relación andrógina, el restablecimiento del arquetipo platónico. Éste, extrañamente, se obtiene si la empresa fracasa, pues, de alguna manera, el amigo es un alter-ego, verlo unido a Camila sería sin duda para Anselmo inextricable mezcla de placer y dolor y, de todas maneras, solución de la apuesta. En ambos casos, sin embargo, en esta apuesta poco pascaliana resultará para nuestro personaje más mal que bien. Así lo admite ante el amigo: “asimesmo veo y confieso que si no sigo tu parecer y me voy tras el mío, voy huyendo del bien y corriendo tras el mal” (I, 33). Sabe que está enfermo y, para engañarse, piensa que sanará con solo que Lotario comience “aunque tibia y fingidamente, a solicitar a Camila, la cual no ha de ser tan tierna, que a los primeros encuentros dé con su honestidad por tierra”. No es dueño, como no lo fue Edipo, de rehusar la pregunta de la Esfinge.Y, lo sabemos desde ahora, Anselmo no sabe curar su dolencia, la presencia del triángulo erótico, pasando más allá del enigma: mientras Camila resista, persistirá su inquietud; si Camila cede, perderá, ya se lo ha advertido Lotario, la honra y la vida. Anselmo será un mártir de la antinomia erótica, del círculo vicioso circunscrito en el triángulo edípico.

Nuestro héroe convence a Lotario de fingir la conquista de la dama, amenazándolo con buscar un tercer hombre que, si él no acepta realizarla, se encargue de la empresa.Viendo Lotario que si tal ocurriera habría de seguirse un mal mayor, y sintiendo acaso celos de ese posible intruso, se ofreció al fin, con la intención de engañar a Anselmo precisamente para no engañarlo. Para dar espacio al amigo de acercarse a Camila, Anselmo simula alejarse de la casa: “supo tan bien fingir la necesidad o necedad de su ausencia, que nadie pudiera entender que era fingida”. Pronto “vióse Lotario puesto en la estacada que su amigo deseaba y con el enemigo delante, que pudiera vencer con sola su hermosura a un escuadrón de caballeros armados: mirad si era razón que le temiera Lotario”. Pero éste no musita palabra a la dama; en cambio dirá al terco marido que ella no sólo ha rechazado sus palabras, sino también amenazado con revelar al esposo los requiebros. Anselmo, en quien se va acentuando el síndrome del amor vicario, dice que, si no bastan palabras para con su esposa, hay que pasar a las obras: “yo os daré mañana dos mil escudos de oro para que se los ofrezcáis, y aun se los déis, y otros tantos para que compréis joyas con que cebarla”. Pero también tiene Anselmo los primeros síntomas de voyeurisme: como Acteón mira oculto a Artemisa desnuda, así observa nuestro héroe que su amigo cazador no se entretiene con Camila ni en palabras ni en obras eróticas y, decepcionado, le recrimina más tarde la mentira. Lotario reacciona y, “casi como tomando por punto de honra el haber sido hallado en mentira, juró a Anselmo que desde aquel momento tomaba tan a su cargo el contentalle y no mentille, cual lo vería si con curiosidad lo espiaba”. En este punto el narrador, a la manera de un coro de tragedia griega, amonesta al insensato marido, señalándole una vez más el peligro de sacar a la luz del día la raíz oculta de la existencia: “para qué quieres ahondar la tierra, y buscar las vetas de nuevo y rico tesoro, poniéndote a peligro que toda [Camila] venga abajo, pues en fin se sustenta sobre los débiles arimos de su flaca naturaleza. Mira que el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue”.

Con esta observación sibilina concluye lo que podemos considerar como la primera parte de la historia: no está en manos del hombre evitar enfrentarse con lo imposible, pues al fin en ello está el fundamento de lo posible, en el ser o no ser de Hamlet, en el por qué hay ente y no la nada de Leibniz. Con dolor puede el hombre, a partir de chivos expiatorios como Anselmo, huir de lo imposible hacia adelante, para hacer posible lo posible. Esta necesidad, sin embargo, no disculpa la necedad de Anselmo, pues aquí necesidad y contingencia se iluminan recíprocamente, se sostienen el destino y la libertad en delicado equilibrio.

Cuando Lotario callaba, “el pensamiento discurría y tenía lugar de contemplar, parte por parte, todos los extremos de la bondad y hermosura que Camila tenía, bastantes a enamorar una estatua de mármol, no que un corazón de carne”. Considerándola muy digna de ser amada, comenzó a imponerse en su espíritu el amor a la amistad, a cambiar, bastante a pesar suyo, el culto a Artemisa por el de Afrodita, a incorporar a Anselmo en sí mismo, a ser su vicario, no ya de manera fingida sino muy verdadera. Ocurre entonces lo imprevisto para Anselmo: que la ficción provocada y conocida se transforma en verdad no querida e ignorada. Pensó Lotario ausentarse de la ciudad,“mas ya le hacía impedimento y le detenía el gusto que hallaba en mirarla [a Camila]”. Siente que tanto Dios como los hombres sabrán disculparlo, pues la causa de este amor que surge violento en él, no es tanto su poca fidelidad, como la “locura y confianza de Anselmo”. Frente a esta fuerza de Lotario, Camila se muestra suspensa, escribe al marido, diciéndole que “la guarda que dejastes, si es que quedó con tal título, creo que mira más por su gusto que por lo que a vos toca” (I, 34). Se da falsas razones, sin embargo, para seguir oyendo a Lotario, diciéndose que peor estaría poner de manifiesto que él la persigue, pues entonces se podría pensar que ella, por su presunta desenvoltura, le ha dado ocasión e conducirse en forma indebida.Y “en efecto, él, con toda diligencia, minó la roca de su entereza, con tales pertrechos, que aunque Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo”.

Llegados a este punto, con toda naturalidad, sin ningún regodeo en los detalles, dice sobriamente el narrador: “Rindióse Camila; Camila se rindió”. No es la delicia de su sensualidad la que retiene nuestra atención sino, una vez más, la implacable lógica que se realiza en la existencia como “razón de la sinrazón”. Anselmo había contado con la docilidad de Lotario: en ningún momento pensó que el alter-ego iba a erigirse en un tú definido y opuesto frente a su yo. Intentó la experiencia a la manera de un naturalista ingenuo, o como un hombre de ciencia a quien un prejuicio positivista impide ver cuán involucrado se encuentra el sujeto humano en el objeto natural sometido a un experimentum crucis. Ahora Lotario se convierte en sujeto de la acción y actúa por sí mismo; desde luego, ya enamorado de Camila, no hace otra cosa que rendir a Anselmo una noticia falsa sobre la prueba: Camila “es archivo donde asiste la honestidad y vive el comedimiento y el recato, y todas las virtudes que puedan hacer loable y bien afortunada a una honrada mujer”.Ya Lotario no es el espejo de Anselmo, no hace el amor por él ni por él deja de hacerlo. Perdió la trasparencia del vicario y adquirió la opacidad del señor. Pero, en cambio, no quiere enterar a Camila de la clave del juego: que ésta, compartiendo con él las consecuencias de la acción, ignore sus causas, así como Anselmo, que había compartido las causas, ha de ignorar las consecuencias: “no quiso Lotario decir a Camila la pretensión de Anselmo, ni que él le había dado lugar para llegar a aquel punto, porque no tuviese en menos su amor, y pensase que así, acaso y sin pensar, y no de propósito, la había solictado”. Lotario cree ser el único dueño de la historia entera, aunque no sabía que, rebelde, permanecía sin embargo subordinado, en su amor, a su amigo

Lotario, sintiéndose amo de la situación, quiere evitar que Anselmo, considerando insuficiente el resultado hasta aquí obtenido, intente “hacer experiencia con otro piloto del navío que el cielo [le] dio en suerte” para pasar “la mar de este mundo”. Pero Anselmo más bien “le rogó que no dejase la empresa, aunque no fuese más de por curiosidad y entretenimiento”. Quería escribir versos para Camila, pero que Lotario los presentara como suyos, sublimando así el amor vicario. Ahora, durante esta pax lotariana, la paradoja de Anselmo se expresa de otra manera: “cuanto más Lotario le deshonraba, entonces le decía que estaba más honrado; y con esto, todos los escalones que Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subía, en la opinión de su marido, hacia la cumbre de la virtud y de su buena fama”. Anselmo ha querido verse en Lotario como en un espejo, pero el espejo se ha quebrado o, como en un pasaje de Antonio Machado, ha dado vuelta de campana: una vez más se ha ahogado Narciso en las tersas aguas del lagoΓǪ

¿Por qué se rompió este secreto triángulo? Por la aparición de un cuarto elemento: la criada de Camila, Leonela, único confidente de los amores de su ama, le devuelve a su señora la cortesía revelándole su relación con un mancebo que entra a deshonra en su aposento: “los descuidos de las señoras quitan la vergüenza a las criadas”. Se da entre ambas lo que, con algo de parodia, podríamos llamar “dialéctica de la señora y de la sierva”. Es por Leonela por quien la amante de Lotario había de perder su crédito. Sucedió que éste, persiguiendo a un hombre que salía inopinadamente de casa de Anselmo, no pudo alcanzarlo y pensó, celoso, que podría ser aquel un tercer hombre de Camila. Lleno de furia se precipita a decir a Anselmo que no es cierto el recato de Camila, que ya ésta pecó de pensamiento, ofreciéndole verlo en la recámara durante la próxima ausencia del marido. Celoso frente a un posible tercero, prefiere quemar las naves, compartiendo la venganza con Anselmo, ofreciéndose para que éste goce y sufra de verlo en amores con la esposa: “haz de manera que te quedes escondido en la recámara (ΓǪ) y entonces verás por tus mismos ojos, y yo por los míos, lo que Camila quiere”. Pero pronto se arrepintió de haber hablado así, sobre todo cuando la dama le contó su preocupación por los abusos de la criada con el mozo. Dijo entonces a Camila lo que había hecho,“instigado de la furiosa rabia de los celos”. La dama queda espantada, pero pronto vuelve en sí y prepara una pieza teatral para los ojos del marido voyeur, donde responderá con palabras de Lucrecia a las muy verdaderas que ordena a Lotario decirle. Evoquemos a Anselmo esondido, “con aquel sobresalto que se puede imaginar que tendría el que esperaba ver por sus ojos hacer notomía [anatomía] de las entrañas de su honra”. La pareja de amantes 'no tenemos espacio para entrar en los detalles' finge tan bien el rechazo de Camila, que Anselmo queda, por el momento, satisfecho. Por ahora pensémoslo en trance de ver por sus propios ojos lo que constituiría la partición de su yo: este experimentum crucis de la ontología donde el sujeto se piensa y se contempla no siendo o dejando de ser, como cuando el insomne quiere captar con lucidez el momento en que se duerme, o el creyente sobrevivir a su propia muerte.

Buscar la muerte en la vida, en la prisión, libertad, o en lo cerrado, salida 'para recordar un poema transcrito en el Curioso' he aquí algo que la mayor parte de los filósofos aconsejan evitar, pero aun así, indirectamente, también ellos incurren en lo que prohíben. Por ejemplo, cuando Parménides aparta el pensamiento del no-ser, diciendo que ni siquiera debe ser nombrado, es evidente que lo nombra y oblicuamente lo piensa. Así Anselmo, cuando tenía mujer honesta, dudó que realmente lo fuera, y ahora que la tiene infiel, cree contemplar su honra en el teatro de su deshonra. Es digno de ver como Lotario, en escena, dice palabras que, siendo absolutamente verdaderas, deben conducir a su amigo a afirmarse en el error. Desarrollando magistralmente la ficción, Lotario dice la verdad para confirmar la mentira; dice a Camila, de manera que los escuche nuestro Acteón: “por menos prendas que las tuyas no habría yo de ir contra lo que debo a ser quien soy y contra las santas leyes de la verdader amistasd, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mí rompidas y violadas”. Al terminar esta pieza teatral agrega el narrador: “atentísimo había estado Anselmo a escuchar y ver representar la tragedia de la muerte de su honra; la cual con tran extraños y eficaces efectos la representaron los personajes della, que pareció que se había transformado en la misma verdad de lo que fingían”.

La lectura de la novela del Curioso se ve de repente interrumpida por las voces de Sancho Panza, que llama pidiendo ayuda porque su amo se encuentra en desigual batalla con el gigante Malambruno o contra los odres de vino del ventero Palomeque. No podemos seguir de modo alguno al filósofo Julián Marías, que ve en este contraste la afirmación de la realidad de El Quijote frente al carácter ficticio del Curioso, al que reputa “absurdo e impertinente relato, (ΓǪ) historia episódica químicamente pura, sin compromiso, sin el menor cordón umbilical que la una con la historia de don Quijote y Sancho”xi. ¿No salta a la vista, precisamente en la aventura de los odres-gigantes, la dialéctica de la realidad y de la ilusión que recorre El Quijote entero? ¿No conocemos el arte de los encantadores, los buenos y los malos, hasta el de Sancho metido a encantador junto al Toboso, que trasmuta la realidad en apariencia y la apariencia en realidad y que hace de la verdad mentira y de la mentira verdad?

Apaciguados ya los ánimos en la venta, después de la “real” aventura de don Quijote, parece que podemos volver a la “ficción” del Curioso: pero sabemos que tal distinción entre el lenguaje objetivo y el metalenguaje, aunque sea aconsejada por los filósofos atrás citados, un Parménides o un Kant, resulta deleznable. Quien busca la raíz de las cosas no puede evitar la autorreferencia ni la paradoja, de las que no podrá salir con las solas fuerzas de la razón. Es indudable que don Quijote tuvo una fe en el ser de la cual Anselmo carecía, y que don Quijote sólo pierde, si no es que se limitó a transformarla, después de que renunció al ejercicio de la caballería, en vísperas de su muerte.Ambos, sin embargo, el “caballero de la fe” 'según expresión de Kierkegaard' y el de la duda, se apuestan a sí mismos, con esta sola y fundamental diferencia: la historia del primero es la de una fe superlativa, sólo perdida con la cordura; la del otro, en cambio, la de la mera razón aporética, conducente a la locuraΓǪ

En la locura y en la muerte se ve precipitado Anselmo en el rápido desenlace del Curioso. Viendo, como había visto Lotario, que un hombre saltaba a la calle a deshora, amenaza Anselmo a Leonela, de cuyo aposento había salido el ruido de pasos que lo puso sobre aviso, a que confiese lo que ocurre, so pena de perder la vida. La criada, llena de miedo, le dice:“no me mates, señor, que yo te diré cosas de más importancia de las que puedes imaginar” (I, 35). Sabedora Camila de lo que promete la criada, huye a casa de Lotario, mientras Anselmo duerme a su lado, esperando el día siguiente para interrogar a Leonela, guardad bajo llave. La dama pide al amante que la proteja, pero “la confusión en que Camila puso a Lotario fue tal, que no le sabía responder palabra, ni menos sabía resolverse en lo que haría”. Al fin opta por dejarla en un convento y se ausenta rápidamente de la ciudad. Cuando Anselmo ve lo ocurrido, aunque Leonela pudo escaparse antes de hablar, cae al fin en la cuenta de la verdad y de la ficción “Pensó perder el juicio [ΓǪ] [y] no sabía qué pensar, qué decir ni qué hacer y poco a poco se le iba volviendo el juicio”. Se fue a casa del amigo donde había estado durante los días del experimento. Allí, a poco llegar, habiendo comenzado una carta en la que perdonaba a todo el mundo y se declaraba fabricante de su deshonra,“dejó la vida en las manos del dolor que le causó su curiosidad impertinente”: “Sin poder acabar la razón [escrita], se le acabó la vida”. Camila casi muere también,“no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo”. No quiso profesar en el convento, sino cuando supo que Lotario había muerto en una de las batallas de don Gonzalo Fernández de Córdoba contra los franceses, aunque no vivió mucho tiempo, sino que a poco perdió la vida, sin haber sabido nunca la causa racional e irracional de su ruina; murió como su marido y como Alonso Quijano, “a las rigurosas manos de tristezas y melancolías”. Y el amante, hasta el penúltimo momento dueño del juego, olvida el amor por la dama cuando pierde al amigo en aras de la verdad y de la muerte: aun como engañador fue vicario, pues al fin el planteamiento paradójico de Anselmo no sólo envolvía su propia negación, sino también su propio ocultamiento: nuestro desgraciado héroe pidió a su amigo, sin darse cuenta, que tratara de engañarlo, en todos los sentidos de la palabra: que sedujera y no sedujera a su mujer, y que de aquella ambigua seducción le dijera y no le dijera la verdad.

A manera de conclusión vamos a recordar un texto de El Quijote que, a primera vista, parece puramente burlesco y desligado del hilo principal de la historia, tanto o más que el Curioso. A Sancho gobernador de la ínsula se presenta un forastero con el siguiente enigma:

’Señor, un caudaloso río dividía los términos de un mismo señorío (y esté vuestra merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso). Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el señor del río de la puente y del señorío, que era en esta forma: “Si alguno pasare por esta puente de una parte a la otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra sin remisión alguna”. Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego de lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que ahí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento y dijeron: “si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y, conforme a la ley, debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre” (II, 51).

Sancho lo piensa, se hace repetir la historia y por fin dictamina: “Digo yo, pues, agora, que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira que la ahorquen”. Pero el preguntador replica: “será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide por fuerza ha de morir”. ¿Qué tiene que ver esta paradoja de Sancho con la de Anselmo y la de don Quijote en la última de sus batallas?

La paradoja de Sancho es una ingeniosa versión de una antiquísima y fundamental aporía de la lógica formal. Surge cuando el pensamiento o el lenguaje se vuelven autorreferentes y negativos. Sea la expresión: “yo miento”, a que equivale la del hombre de la puente. Ella se califica a sí misma, habla de sí misma, y lo hace de manera negativa. Sancho entiende muy bien el callejón sin salida, la contradicción a que conduce un enunciado de este tipo: “el tal hombre, dice Sancho, jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró verdad, y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no le ahorcan, juró mentira, y por la misma ley merece que le ahorquen”. La razón se mantiene suspendida en la alternativa, la lógica se ingenia solamente una manera de evitarla, aconsejar al hombre que no pase la puente, o que si la pasa, evite la respuesta autorreferente negativa: que de todos los árboles del paraíso lógico coma las frutas que quiera, menos esa. Ahora bien: por el mismo enunciado con que el lógico formula tal prohibición, ya la ha violado.

Así es el pensamiento humano cuando no se limita a pensar las cosas del mundo, cuando desciende hasta su raíz. Pregunta entonces por el mundo en su conjunto, donde incluye al yo que pregunta.Y sabe que, aunque el pensamiento, en su afán de ser fiel, ha de procurar identificarse con el ser, siempre se destaca de él, establece con él una diferencia.Ve en el pensamiento el no ser y en el ser, el no pensar: así es cómo, viéndose en el espejo del ser el pensamiento se contempla o pensante, se refiere negativamente así mismo de manera inevitable. Aunque tal percepción parezca extravagante, no es otra cosa que el resultado necesario de la esencia del pensamiento. Cuando el yo no se encuentra solo en el mundo, cuando frente al yo se erige el tú, y en particular el de la amistado el del amor, el espejo no es ya una idea si no un no-yo que es otro yo, un espíritu que es naturaleza. La lógica, cuando se vuelve aporética, no se atiene a los límites de lo formal: ha de salirse fuera de sí misma, proyectar la paradoja en la naturaleza y en el espíritu.

Anselmo no se limita a pensar la paradoja de la fidelidad: ha de llevar a cabo una experiencia cuyo desenlace era, sin embargo, previsible. Pero a la existencia no le bastan silogismos: tiene que apurar la contradicción hasta las heces, encontrarla en “la absoluta desgarradura” hegeliana. La idea morbosa se yergue en Anselmo con fuerza indomable, y así se ve compelido a intentar un experimentum crucis de la psicología profunda, a poner por obra una objetivación extrema de sus más preciados vínculos intersubjetivos. Guiado por un inconsciente sentimiento erótico que matiza, así nos parece, su amistad con Lotario, hace de éste su mensajero en el amor y de manera confusa siente, ya casado, que Camila es una intrusa. Algo en él quisiera ofrecerla a su amigo, estableciendo un triángulo de imposible formulación para un caballero consciente del honor. En Lotario ve el camino de su propia objetivación, la posibilidad de ser, para sí mismo, algo ante los ojos. El honor, sin embargo, en su doble vertiente ética y primaria, le exige defender la fidelidad de su mujer y lo hace temer, temblando, perderla. Por la senda de su perversión cumple no obstante Anselmo con el mandato del destino, igual que el caminante de la paradoja de Sancho: uno en el plano del logos, otro en el de eros, si podemos distinguir en lo insuperable, ambos intentan poner al descubierto la raíz unitaria de la existencia y del conocimiento humanos, de la que Kant dice que nunca tendremos ante los ojos. La necesidad se vale de la necedad de nuestros personajes para intentar lo imposible, pues así es la condición humana, una instancia quebradiza entre lo obligatorio y lo prohibido.

¿Qué distingue a los que por lo imposible pierden lo posible, de quienes, en cambio, desde lo imposible establecen los fundamentos de lo posible? No ciertamente lo que nos enseñan los lógicos de todos los tiempos, desde Parménides hasta Bertrand Russell: separar los planos del lenguaje o, en el fondo, no mezclar nunca el pensar con el ser para no tener que mezclarlo con el no-ser. Su consejo nos remite a la edad de la inocencia que, después de perdida, ya no puede ser recuperada. Al contrario, cuando Sancho dice que, para resolver el caso de la puente,“hay que dividir al hombre”, separando su parte veraz de la que dijo mentira, se le responde que si el hombre se divide forzoso es que muera. Con ello no nos mantendríamos en el fiel de la balanza, no seríamos fieles a la equivalencia de la alternativa: dividir al hombre es como si lo ahorcáramos. Por alguna razón o sinrazón externa a la paradoja, decidiríamos a favor de su extremo negativo; la voluntad zanjaría la duda hamletiana, más allá de la lógica, a favor del no-ser y en contra del ser. Sólo un acto de fe oriundo de la voluntad, más allá de toda lógica, distingue al caballero de la fe del príncipe dubitativo. Así, invocando a su amo, pronuncia Sancho sentencia definitiva en el caso de la puente: “pues están en un fil las razones de condenarle o absolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal (ΓǪ), y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula: que fue que cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia”.

Platón habla de tres almas en el hombre: la inteligible, la volitiva, la concupiscible, vinculadas por la justicia en la unidad de la psique. Nosotros sabemos que para cada una vendrá el momento trágico en que ha de ser apostada, en que, al reflejarse en el espejo, tendrá que mirarse como no siendo o como dejando de ser. En este punto termina la primera fase de la historia del alma, la de su inocencia. Con ella se consuma la desgarradura del ser finito, que ha debido y ha osado elevarse hasta lo infinito. Recordemos la hibris destinal de los héroes de la tragedia griega. Pero entonces podría comenzar una tercera etapa, allende la culpa y la inocencia: las Coéforas pueden transformarse en Euménides. No todos los hombres ni los personajes de ficción, más reales a veces que los de carne y hueso, poseen la fe que, moviendo montañas, les abre el camino para renacer de las cenizas y, como decía Nietzche, ser los sucesores de sí mismos.

El caminante de la puente, desde el ángulo del “alma” inteligible, don Quijote desde el de la volitiva o irascible, Anselmo a partir de la concupiscible, siguen rutas paralelas o convergentes. El primero sobrevive a su apuesta de vida o muerte, gracias, no a una instancia lógica, sino a un principio ético o jurídico: a la opción incondicionada por el ser, y no por el no-ser, de donde parten don Quijote y Sancho. Aquel vivió siempre dentro de la fidelidad a su dama, optando con la mente y con la voluntad tanto por la paz como por la armonía de su yo andrógino. Sin embargo, ante el de la Blanca Luna, apuesta el rey, ciertamente nunca la reina. De su derrota se sigue su renuncia a la caballería, su postración melancólica y su muerte. ¿Renace don Quijote de esa extrema negatividad? En cuanto a Anselmo, ya lo hemos visto dictar sentencia contra sí mismo, atribuyéndose la culpa de la pérdida del eros, del logos y del ser.

Si Anselmo termina como un nihilista avant la lettre, don Quijote, aun como caballero derrotado, sigue sosteniendo nuestra esperanza, como si marchara, igual que el de Alberto Durero, allende la muerte y el demonio. ¿De dónde viene su poder? De que don Quijote no sólo es hombre de armas, sino también de letras, de que como último vástago de una tradición provenzal es, usando palabras de Nietzsche, Ritter y Sänger al mismo tiempo, caballero y trovador. Desde el inicio de El Quijote tenemos la impresión de que si Alonso Quijano, leídos todos los libros de caballería, empuñó las armas, igual pudo haber tomado la pluma para escribir su propio libro, que de todas maneras va concibiendo mientras imagina que lo escribe un mago encantador benévolo (Cide Hamete); si don Quijote, junto a la valentía del guerrero, conoce la magia del poetaxii, puede desde el principio, situarse en los dos planos del lenguaje (el directo y el reflejo), puede conjurar la paradoja de la autorreferencia negativa, y renacer en nosotros, sus apasionados lectores, a partir de su muerte. Sólo la conjugación entre el valor de la voluntad y la magia de la poesía pueden llevar al hombre a darle fundamento a su existencia más allá de la inocencia y de la nada.

Nuestra última palabra para Anselmo no puede ser una sumaria sentencia condenatoria, como no lo fue la de Sófocles para Edipo. Con visión contrarreformista, dice un destacado estudioso de El Quijote: “Cervantes no tiene paliativos para la caída; todos [Anselmo, Lotario y Camila] son pecadores, porque todos han sido libres y la razón puede vencer las inclinaciones de la pasión”xiii. No nos parece que Cervantes, quien ciertamente no los disculpa, vea en el destino de sus personajes algo que se puede decidir, sin segunda lectura, negro sobre blanco. Y es que, creemos haberlo mostrado, Anselmo es una especie de chivo expiatorio del destino; en su idea morbosa se representa algo más universal que su curiosidad impertinente; quizá es él un mártir obsesivo de profundos atavismos eróticos, vinculados con el arquetipo del andrógino, y su alma no es otra cosa que el escenario de una vieja danza entre la muerte y el gozo. Como colofón del Curioso impertinente podemos poner las siguientes palabras de Hegel, citadas en otra ocasión, a propósito de un personaje de Dostoievski, el ingeniero Kirilov de Demonios, que tiene, como Anselmo, el carácter de cordero sacrificado en el ara del nihilismo: “No es la vida que retrocede horrorizada frente a la muerte y se preserva pura de destrucción, sino la que lleva la muerte, y se mantiene en la muerte misma, la que es la vida del espíritu. El espíritu conquista su verdad solamente con la condición de encontrarse a sí mismo en la absoluta desgarradura”xiv.

17 de diciembre de 1990


i KRITISCHE SCHRIFTEN, 1828, II, 74. Citado por Américo Castro. El pensamiento de Cervantes, Barcelona: Noguer. En esta obra se citan opiniones de otros críticos que afirman o niegan la pertinencia del Curioso.
ii CASSOU, Jean. Cervantes, París: Ediciones Sociales internacionales, 1936, 75.
iii CASTRO, Américo, op. cit., 14.
iv BURCKHARDT, J. Cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona: Iberia, 1959, 153.
v HUIZINGA. Erasmo, Barcelona: Ediciones del Zodiaco, 1946, 24.
vi ERASMO. Elogio de la locura, Bruguera: Barcelona, 2da ed., 1981, 124.
vii MACHADO, Antonio. Obras, poesía y prosa, Buenos Aires: Losada, 1973, 628.
viii CASSOU, J., op. cit., 77 y ss.
ix Burckhardt, op. cit., 329.
x HAHN, Jürgen. “El Curioso impertinente and Don Quijote’s symbolic struggle against Curiositas”, Bulletin of Hispanic Studies, Liverpool, n. 49, 1972, 138.
xi MARÍAS, Julián. “La pertinencia del Curioso impertinente”, Ensayos de convivencia, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1955, 239.
xii Cf. FONSECA, Ana Lucía. “Locura de artista en Don Quijote de la Mancha”, Comunicación, Cartago: Instituto Tecnológico de Costa Rica, v. IV, n. 1, julio de 1989.
xiii MORON ARROYO, Ciriaco. Nuevas meditaciones del Quijote”, Madrid: Gredos, 1976, 331.
xiv HEGEL, Federico. “Prólogo”, Fenomenología del espíritu (1807). Edición en español: México, Fondo de Cultura Económica, 1986, 7-48.