Emilia Macaya Trejos

Discurso de ingreso

DE PANDORA A PENÉLOPE: EL CUERPO FEMENINO DEL LENGUAJE

 

Emilia Macaya Trejos

Discurso de ingreso en la Academia Costarricense de la Lengua

(leído en San José de Costa Rica, en agosto de 2002)

 

 

Cuando los dioses sabios quisieron castigar a la generación de los mortales, enviaron a una mujer dotada de atributos seductores y portadora de una pequeña caja de grandes males.  Tal fue Pandora.  Recurro a este episodio como arranque de mi disertación porque siempre trato  de ser fiel a mis amores, y el mito grecolatino ha constituido uno de los enamoramientos académicos más largos en la historia de mi vida.  El otro amor — porque no hay amor sin dos— un poco más reciente, me acometió en la madurez, al modo de un torbellino irrefrenable que me lanzaba a conocer los vaivenes y desbordamientos de eso que se daba en llamar la escritura de las mujeres.

Recordando hace poco a Camilo José Cela, se anotaba que años atrás, con motivo de su designación como académico, apareció en un reportaje periodístico cierta fotografía suya en la que tomaba una ducha ante indiscreta cámara  y —añadía la crónica— se mostraba al académico en ciernes enjabonándose una barba tan larga y espesa que para sí la hubiera querido el mismísimo don Ramón Menéndez Pidal.  Actitud bastante heterodoxa, sin duda, por   parte del niño díscolo que Cela nunca dejó de ser.

No osaría yo hacer lo mismo en esta oportunidad.  Por fortuna, ni siquiera tengo barbas. Pero sí me atrevo, en virtud del gesto mayúsculo de Cela, a llevar a cabo una pequeña travesura, una leve ruptura del canon: es por eso que voy a hablar de las mujeres. Pero, ¿de qué manera abordar a las féminas en una circunstancia como la presente?   ¿Cómo hablar de ellas sin hablar de mí misma?  Y esto en un momento –la sesión de hoy- en que la mínima noción del protocolo aconseja, más bien, deslindar mi ser concreto de cualquier apreciación en torno al tema que pretendo, objetivamente, desarrollar.

Como se ve, lo femenino es una determinación de múltiples modos problemática y no sólo por las razones personales o circunstanciales que acabo de invocar; también por el hecho más abarcador de que, con sólo nombrar a «la mujer», el molde que es la palabra me conduce, sin que pueda evitarlo, a sacrificar la infinita red de formas particulares en las prácticas de la feminidad: toda modelación resulta inherentemente «reduccionista».  La situación se complica en mayor grado cuando me pregunto, con más concreción, por «la mujer que escribe», y alcanza niveles casi demenciales al inquirir por “aquello” –si es que lo hay- que escribe la mujer.

¿Qué es, en fin, lo que despliego sobre la mesa al referirme a una literatura desde lo femenino?  «Sin duda, cartas marcadas», se apresurará a afirmar más de una persona.  ¿Se apela con tales consideraciones —preguntará otra— al sexo de las escritoras, o bien a su ubicación dentro de lo que una sociedad construye como pautas vigentes en el ejercicio del  «género»?  ¿Es entonces «la mujer que escribe» un condicionante natural o una construcción social?  Por el momento, y en vista de que cualquier intento de respuesta parece conducirnos a un verdadero campo minado, me atrevo a formular que, sea lo que sea que una fémina escriba o hable y piénsese de ella lo que se piense, hay algo que ofrece pocas dudas puesto que se ancla en el terreno de las evidencias más directas y fácilmente comprobables. Este hecho al que aludo es que, durante siglos, lo que han hecho las mujeres se ha llevado a cabo desde el reducto de la vida privada, o lo que es lo mismo, desde el encierro.  Más aún: la división entre lo público y lo privado no sólo está presente en todas las culturas, sino que sus términos aparecen muy uniformemente ligados a dos órdenes distintos: lo público, al orden superior de lo masculino en tanto gestor de la cultura; lo privado, al de la femenina reclusión doméstica como entorno de la perpetuación de la especie, más cercano a lo natural y por ello, considerado de inferior rango.  Lo atinente a la feminidad ha quedado así no sólo devaluado durante siglos, sino también destinado al servicio del hombre quien, desde siempre «hacedor privilegiado de la cultura», le impone una relación de mando en nada distinta a la tan conocida y, en otros ámbitos, tan combatida relación de señorío y servidumbre.

Permítanme una rápida confesión, para la que solicito licencia y comprensión puesto que, ya lo dije, la corrección ceremonial  aconseja evitar las referencias a mi ser concreto, parlante ahora quizá más allá de toda cuenta.  Lo cierto es que conforme me iba planteando, a propósito de este discurso de ingreso, las ideas que ahora hilvano, la sensación de una ingente reclusión milenaria se apoderaba de mi endeble humanidad, cual  si hiciera de mí la infortunada e individual protagonista de siglos de historia colectiva.  Sin embargo, y para mi suerte, fui capaz de recordar, en relación con tales sensaciones, el sano ejemplo de una compañera de lides, femeninas y literarias, que muchas veces ha acudido en mi ayuda cuando he necesitado un consejo saludable y salvador: la buena amiga doña Jorge  —a la que a veces llamo también señora Sand— experta en evadir encierros en pos de la libertad creadora, viajera impenitente de quien, por cierto, una vez dijera Flaubert que había que conocerla como él la había conocido «para saber todo lo que había de femenino en ese gran hombre».

Al igual que doña Jorge, en fin, andariega y cultivadora insigne de mujeriles cartas y  diarios de vida —reductos literarios de una creatividad femenina «aceptable»— lo mismo que de crónicas de viaje a la manera de constancias de sus sucesivas rupturas claustrales, hice maletas y emprendí la huida.  En efecto, dejé el encierro atrás para escribir mi crónica de viaje, tanto por la geografía física como por la literaria e, igualmente, por los vericuetos de mi propio ser.  Ciertamente, para nosotras las mujeres, consideradas «lo otro» a fin de apartarnos del peligroso ejercicio de la subjetividad en lo que éste tiene de transformador, la otredad asumida y practicada como toma de distancia estratégica puede erigirse en delicioso acto de rebeldía, esto es, en paradójico ejercicio subjetivo.  Es la enajenación que se protagoniza con el propósito de alejarse de las habitualidades y los lugares comunes, en virtud de un desdoblamiento capaz de ofrecer eso que, según se dice, tanto  gusta hacer a las mujeres: mirarse en los espejos y ser, a la vez, el yo y el otro.    

Habida cuenta de todo lo anterior, decido poner rumbo hacia la ibérica península y el intento, verdaderamente, para nada resulta en vano: en cuanto toco tierra, el juego especular se instaura  de modo curioso e irrefrenable.  Es Madrid la que me mira desde sus plazas y plazoletas, desde las callejuelas antiguas y las amplias avenidas.  Creo que la ciudad también se contempla extasiada, entabla con ella misma un diálogo sostenido, más allá del espacio y el tiempo, entre Austrias y Borbones, desde la Cruz de Puerta Cerrada y la Plaza de Lavapiés, hasta el Palacio de Oriente o la Puerta de Alcalá.  Pero un poco más lejos, igualmente, como padres adustos vigilan los Trastámara, en los claroscuros del Barrio Gótico barcelonés o los meandros a partir de los cuales, desde el Tajo, se va elevando la ciudad de Toledo.  Y yo, a mi vez, también observo todo esto desde los ojos oscuros y el cabello que, indomable como el suyo, dicen que me heredó La Biriteca.  Miro y remiro a partir de la fibra múltiple que es el estuario bravío de lo hispanoamericano, tierra a la vez propia, ajena y compartida, asiento de enriquecedoras diversidades en permanente movilidad e inevitable despliegue.  Una real «catástrofe del ser» (quizás así lo llamaría Kristeva) es lo que entonces me invade; transitorio naufragio de las identidades que adivino o intuyo al cruzar, dentro del Barrio Gótico, la llamada Plaza del Rey —donde la Reina Católica recibiera a Colón tras su primer viaje— que provoca en mis venas, pulsadas de Iberoamérica, el latido de un pendular incierto pues ya no logro dilucidar, cuando evoco la antigua escena del retorno de Indias,  si en aquel momento es que apenas llegábamos, o es que acaso volvíamos. 

Diario y crónica de viaje, formas literarias del trayecto inscritas en lo que constituye mi propio transitar.  Mito y escritura femenina, dos temas signados por los afectos, en buena parte del discurrir de mi vida.  He aquí los intereses inmediatos y la razón de que me encuentre ante ustedes, intentando responder con amores al honor inmenso de ofrecerme un lugar en la Academia. Trato de unir, de esta manera, propósitos y ocasión, temas y tránsitos, repliegues y despliegues sucesivos, en la urdimbre de un discurso cuyos filamentos he de recoger y anudar para, al igual que lo hiciera Penélope, tejer y destejer, según sea el caso.  Y en esta oportunidad poder decir que existe, al menos, un esbozo de discurso femenino: el que tan laboriosamente ensayo ahora ante ustedes.

En la continuación de mi periplo geográfico, arribo a esa Atenas sorprendida por la ventisca nevada de un enero que aparenta haber nacido díscolo.  Camino, hundiéndome a trechos hasta las rodillas en lo que simula ser una alfombra de nata recién batida, desde las columnas del palacio de Adriano hasta la base de la Acrópolis.  Pienso que quizás nunca han sido más blancos e imbatibles esos mármoles, solemnemente erguidos en lo inusitado del paisaje invernal, muy poco clásico en su desbordamiento de nieves.  Al abrigo del Areópago, cuya protección busco ante el viento que hiela hasta las más perseverantes intenciones, aparto de mi mente a la viril Atenea y, no sé exactamente por qué, mi  humanidad femenina, apenas cincelada en la inmovilidad del hielo, me remonta a Pandora, más humana, más cálida y quizás por ello, más mía en ese momento.  «Aquella mujer —nos cuenta Hesíodo— que había recibido dones de todas las divinidades, a fin de que se convirtiera en daño de los hombres que se alimentan de pan (...) levantando la tapa de un gran vaso que tenía en sus manos, esparció las miserias horribles.  Únicamente la Esperanza quedó en el vaso, detenida en los bordes, y no echó a volar porque Pandora había vuelto a cerrar la tapa por orden de Zeus tempestuoso que amontona las nubes».

Me gusta de Pandora su remisión a un algo que siempre espera, que pende sobre nosotros cual hilo que es, al mismo tiempo, cuerda de equilibrista sobre el vacío o soga de náufrago en mitad de la tempestad.  Ya desde entonces, los albores de Occidente, hemos sido las mujeres ese punto de indecisión, ligero como un soplo, entre el castigo y la esperanza, el aniquilamiento y la redención.  Es el doble matiz del reducto que, encerrado por orden del padre olímpico, asoma no obstante por los bordes y espera el mínimo desliz, el leve toque de la femenil mano, para esparcirse de la misma manera en que otrora fluyeran tantos males.  Pese a la carga patriarcal del mito irrumpe entonces, en el gesto dibujado en el aire, la posibilidad abierta de que la historia de Pandora sea vista igualmente como la del nexo indisoluble que ata a las mujeres con la esperanza, con la pervivencia del género humano más allá de todo desasosiego y extravío, en virtud de ese sexo en femenino que obstinadamente perpetúa, aún en épocas en que matar sigue siendo la práctica cotidiana.

Sin embargo, siempre continúa el empeño, en ocasiones difícil de atenuar, en cuanto a una interpretación del relato en mayor grado convencional, más ligada a la tradición de este Occidente nuestro que no ha sido, precisamente, un mundo de herencias femeninas.  Según esta vía, el mito de Pandora, asociado al simbolismo que se desprende de la figura de Prometeo —en cuyo relato se encuentra inmerso— remite a la unívoca visión de la mujer como castigo por la infracción humana ante el mandato del dios (desmesura de lo contingente ante lo absoluto) y así, al igual que ocurre en el pensamiento judeocristiano, entronca con la determinación de la existencia en tanto expiación de la culpa adquirida: es la noción de la vida como un camino de perfección en el cual el dolor, los reveses y padecimientos, constituyen la forja de lo humano, la permanente e indeclinable aspiración al mejoramiento que los males desatados han puesto en entredicho. Sin embargo, nada de ello sería posible sin la conformación de un «deber ser», de un ideal rector de las acciones humanas, al modo de punto de referencia constante que conduzca, veraz y eficazmente, por la ruta establecida. 

Ahora bien, es necesario contemplar que la construcción de un ideal constituye, ante todo, una proposición discursiva, un hecho de palabras.  Porque, se mire como se mire, ¿qué hay, que no tenga su cuerpo anclado en la palabra? ¿No es acaso el silencio un espacio en reserva, a la espera del término aún no formulado?  Caminamos sin fin y en permanente viaje tras los términos lingüísticos, como el perrito que gira tras su cola: ese parece constituir nuestro baile en la vida, la razón de ser de nuestro dinamismo y, por qué no, también de nuestro juego existencial y nuestro gozo.

Esperanzas, palabras, perenne transitar de cuerpo y voz en movimiento lúdico y gozoso.  Vida, en fin, a la que bien puede agregarse ahora, ya cumplido el ritual del viajar por el camino de las convenciones, de nuevo el término omnipresente: mujeres.  Y es que no en vano se ha dicho casi siempre —porque esto sí se nos ha reconocido— que estamos asociadas a la generación vital y cíclica, a la perenne renovación de la vida, aunque por ello se nos haya mirado por igual como portadoras de ese otro polo inexcusable del existir, que es la muerte.  Se impone nuevamente, pues, aquella «otra» pregunta en torno a las «palabras de mujer» ya que, bien lo sabemos, ha bastado una palabra masculina —una sola— suficiente para fundamentar tanto la creación del universo por el supremo Verbo paterno, como la legitimidad y la verdad rotunda que, en el ámbito de lo cotidiano, se resume a partir del juramento —instituciones, ley, cultura— entendido y construido al modo de una  «palabra de hombre» por la cual se promete y se establece además todo aquello que importa.  Admito que estas cuestiones, pese a haber ocupado los últimos quince años de mi vida, aún no se han traducido en respuestas acabadas.  Quizás es para fortuna mía que esto haya resultado así, ya que en ello está la constatación de que permanezco viva, de que aún salto tras mi cola en el baile vital del conocer, del definir y el nombrar.

Y voy aquí de nuevo: ¿un lenguaje de las mujeres?  Apelo a la tranquilidad ante las suspicacias que, invariablemente, la pregunta suscita, de modo que otra vez pospongo el punto —diferir, posponer en el tiempo resulta casi siempre estratégico— para indagar tan sólo, por ahora, alrededor de otras formas más concretas, directas y evidentes —¿debo decir también «neutras»?—  en que se plasma ese lenguaje de los hechos comunicativos habituales, el lenguaje que oímos o leemos en los lugares comunes y en el discurrir de las horas, dentro de un día normal.

Una palmaria confirmación se desprende al considerar la existencia de cierto lenguaje «simple», muy distinto —necesario es decirlo— de la bien ponderada «sencillez» a la que apela buena parte de la gran literatura y sus creadores, al modo de un Juan Ramón o quizás un León Felipe, por citar tan sólo dos nombres ilustres.   Lo otro a lo que me refiero, el simplismo, apunta a la desidia  patente en el uso de un vocabulario en extremo reducido, o a la manía (verdadera epidemia) de construcciones lingüísticas que quedan incompletas —palabras, frases, oraciones— y ello no precisamente por estrategia retórica o por  vuelo imaginativo; remite igualmente a una casi nula, o del todo ausente, tendencia a la matización —¿acaso no constituye el matizar uno de los mayores poderes en nuestra capacidad parlante?— ausencia que redunda en la marcada indiferencia ante las inmensas riquezas que el sistema de la lengua deposita en nuestras manos.

Es aquí donde me pregunto si un discurso de las mujeres comprendido, no como articulaciones o  trazos necesariamente realizados por féminas sino, más bien, como tónicas discursivas asociadas a ciertas experiencias que la sociedad o la naturaleza han ligado al sexo femenino, no contribuiría entonces al enriquecimiento tanto de nuestros usos verbales como de los mecanismos para la comunicación, en general.  Porque la matización, valga el caso, no es algo que se circunscribe al lenguaje; antes bien, puesto que entronca con la capacidad de búsqueda ante distintas opciones, de movilidad dentro del más amplio espectro desplegado en el juego de interrelaciones que es la vida, tiene que ver con la búsqueda de la libertad, en el ámbito de nuestras existencias.

Y si, volviendo a las mujeres, resulta muy fácil comprobar el hecho de que la  reclusión en lo privado junto a la imposición del silencio —incluido el silencio literario— han sido dos situaciones que desde siempre constituyeron el distintivo que la tradición depositó en la feminidad «deseable», se torna más que oportuno mencionar o mejor, recuperar, ese «discurso de las feminidades». Dar voz a quienes no la han tenido sólo puede conducir a ampliar los horizontes de lo que llamamos mundo, existencia o realidad.  Y si, además, se tiene en cuenta que esa realidad resulta, como todo, un edificio de palabras, debe concluirse  que es tanto desde el ejercicio de selección implicado en el acto de nombrar, unido a las maneras según las cuales moldeamos lingüísticamente nuestra visión de las cosas, como protagonizamos heroicamente, en sus bases, la profesión humana de libertad.  Una profesión, por cierto, que no ha de mostrar exclusiones.

            Las visiones del mundo que la realidad impone a los seres humanos como vía para la utilización del entorno en beneficio propio —en esto radica el proceso al que damos el nombre de cultura— visiones construidas como hechos del lenguaje, tienen mucho que ver con la manera en que asumimos el tránsito (no en vano es la existencia un transitar), con la manera de viajar por nuestras vidas o por la geografía, que es casi lo mismo.

            Vuelvo entonces a la crónica de un viaje. Mallorca me llama desde lejos, con murmullos de piano en cabalgata a lomo de ecos nocturnales.  Es el preludio a la noche, la hora del crepúsculo y el instante de magia en que el atardecer, tendido sobre la mar como un solícito amante, despliega sus estallidos en destellos indescriptibles. Mientras tanto, en la embarcación que nos conduce cual si volásemos sobre las aguas quietas del Mediterráneo —el vinoso ponto de Homero— los pasajeros se ensimisman, duermen o miran la pantalla, cuadratura ubicua en la que se reiteran las sombras veleidosas de un cine intrascendente; en otros casos, cierran sus oídos con audífonos, al modo de cerrojos que aseguren el bloqueo hacia el  mundo exterior.  Sólo unas cuantas personas, tantas como cuatro entre ciento, observamos silenciosamente aquel iluminado mar indefinible, el mismo que una vez se encrespara ante la nave de Odiseo o tejiera contrapuntos de espuma con los fieros lamentos de Medea.  Sin embargo, salvo por esos cuatro pares de ojos deleitosos, en lo que se refiere a todos los demás es como si aquella mar y aquel atardecer jamás hubieran existido.

Para las generaciones actuales, según parece, la noción de viaje se reduce a menudo al uso de un medio de locomoción en el cual, si no se conduce, se lee, se ve una película o, más frecuente aún, se duerme.  Allí, los nexos con el mundo exterior se diluyen hasta casi desaparecer y no se establece relación humana alguna, ni siquiera con la persona sentada a nuestro lado, salvo el «sí», «no», «usted disculpe» o «con permiso».  Cuando el medio resulta ser un avión —encierro decretado a nuestro pesar, cápsula de sonidos difusos, luces en préstamo y comidas a destiempo— de no transformarse el tránsito en itinerario interior, en viaje introspectivo, habrá de convertirse en tortura.  Pero aun la introspección —y más desde un claustro impuesto— termina por generar, en el discurrir de unas horas en extremo dilatadas, bien el tedio o inclusive, la angustia y el desasosiego.  Sin embargo, lo más llamativo es que estas formas actuales de protagonizar el viaje han provocado que la experiencia del desplazamiento se reduzca a un simple paso entre dos puntos, el de partida y el de llegada.  Se ha perdido el sentido del transitar, del «devenir» y, con ello, hemos difuminado la posibilidad de establecer matices, de desplegar espectros, de recorrer los maravillosos territorios de medianía desparramados entre el aquí y el allá.  Nos quedamos por lo tanto con los polos inertes de un arco iris que casi nunca desdoblamos, objetos inmóviles que asimos y desechamos negándonos a la seducción del matizar, a la aventura del claroscuro, en suma, al gozo del suceder en tanto deleite inigualable del recorrido viajero.

Aunque sé que soy susceptible al hechizo de lagos, ríos y demás acuosas  superficies, confieso que, literalmente, me rindo de gozo ante todo aquel tránsito que implique el abrazo protector de Madre Gea.  Asocio fácilmente la ventana de un tren, valga el caso, a la cuadratura abierta de esa valija de mago que, casi siempre, una mano paterna depositaba en nuestras infancias: caja china de asombros y sorpresas cambiantes, realidad irrefrenable en sucesiones y encadenamientos desaforados de espectros y matices sin fin, como pañuelos de vivos colores múltiples que se anudan en una sucesión interminable.  Terrestre y terrena, amo gravitar y, tal vez por esa razón, me perturban la vacuidad y la ingravidez, en las cosas, en las personas y en las situaciones.  La ventana de un vehículo terrenal, en cambio, me sumerge en el espejo infinito de las múltiples geografías, a la vez que me ata al regazo de la Diosa Buena.  Sin embargo, reconozco que esos deleites me sitúan en una curiosa situación, contraria a los aires de mi época.  Para el mundo de hoy, las comunicaciones y los desplazamientos veloces y eficaces no sólo son un signo, sino una necesidad: según comentaba hace un momento, cuando alguien sube a un medio de locomoción es porque espera, en el menor tiempo posible, arribar al destino señalado.  Punto de partida, punto de llegada y en el medio... la intrascendencia y la nada.

            No puedo dejar de preguntarme acerca de las consecuencias de todo lo anterior, tanto en nuestras visiones de la realidad, como en aquello que las enmarca, las conforma y las hace posible: el tejido del lenguaje.  En vista de que nuestro viaje por los términos lingüísticos constituye, de mil maneras, la danza de la vida y el lúdico dinamismo referente a lo humano —la palabra genera, crea y transforma— el tránsito por el lenguaje ha de ser también juego placentero y ejercicio gozoso.  Oí hace poco, a propósito de la nueva edición del Diccionario de la Real Academia Española, una serie de explicaciones acerca de las dos formas que toma el compendio: la versión en los voluminosos tomos de imprenta omnipresentes en nuestro existir y en nuestras bibliotecas, y la versión electrónica, más ligada a los asombros con los que nos sobresalta el futuro.  En un caso, se planta frente a los ojos el objeto aparentemente acabado, cerrado y empastado, escrito e inscrito con mayor o menor lujo, de la a hasta la zeta.  En la otra situación se despliega, merced a la pantalla dispuesta a realizar el mágico conjuro, una red infinita de abiertas transformaciones, un constante alimento de lo cambiante en alocada carrera entre términos que fenecen por decreto del desuso, mientras otros se anuncian, nacen, crecen y se transforman, en una ebullición de vida por la cual, nada está quieto y ninguna cosa es, en dos momentos, lo mismo.  Maravillas de la informática, sin duda. Por mi parte pienso, igualmente, en aquel mismo río de siempre distintas aguas con que nos acicateaba Heráclito, tantos años atrás.  Y, por qué no, también en una distinta forma de entender la tela de Penélope, en ese su destejer y tejer interminable.

            El tejido del lenguaje, en efecto, se urde y se anuda en virtud de una tensión: aquella que se da entre el precepto y el uso, entre lo que el sistema prescribe y los hablantes protagonizan.  Como un corazón que late al ritmo de lo vital, los mandatos dictados por la lengua se repliegan y contraen en un pálpito de nexos y junturas, para luego desplegarse en los anchos efectos del sentido.  De esta manera, mirado figurativamente y al modo de un cautivante contragolpe, la conminación y obligatoriedad de la norma desata a su vez el poder abierto de lo metafórico, instante supremo del juego y de la «ilogicidad» por el cual, lo lógico preceptivo deviene en real locura.  Rememoro a Jean Cohen cuando, a propósito de las figuras y, entre éstas en lugar principalísimo, la metáfora, las ubica a partir de la ruptura semántica, del quiebre de significado que logran producir en el lenguaje de la habitualidad el cual, por el mágico contacto, parece volverse loco.  Pues bien: mi parte preferida del acontecer lingüístico, debo decirlo, la constituye el demencial momento llamado figura literaria, esa insensata de género gramatical femenino que hace estallar la lógica y que, a estas alturas del discurrir, bien puede haberme contagiado el discurso con sus gravosos males.  Ciertamente, nada difícil resulta percatarse de que mi imagen del lenguaje, en este punto del emprendido tránsito, ha ido tomando una corporeidad peligrosamente femenina inclusive en su locura, amenaza que trataré de paliar apelando de nuevo a la razón para intentar, al menos, alguna justificación final ante tales desaguisados.

Y así concluyo.  La aparente quietud de las mujeres —porque a sembrar quietud en ellas es a lo que ha aspirado la tradición de occidente— en mucho puede parecerse a la del diccionario, dentro de la vertiente dual que se ha invocado: tras una superficie mansa al modo de portada limitante y protectora, bulle en el interior el palpitar sin fin de un permanente proceso cíclico de creación y recreación, juego genésico de todo lo que ha sido, ya es y aun, de aquello que se anuncia, en el despliegue de gravidez gozosa que es la corporeidad lingüística y el tejido de los discursos.  Y si la norma establece fronteras, si crea muros para «encerrar» y contener tanto estallido, siempre será posible el roce de una metáfora, el vuelo de una figura que alcance a dislocar el cuerdo andamiaje del sistema, a fin de garantizar la dosis de sabio lunatismo que nos preserve un lugar en este mundo.

 

 

© Emilia Macaya Trejos

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